– Gracias, señor.
Al poco llegó Westphal con un cigarrillo entre los labios y los periódicos bajo el brazo.
– ¿Adónde va su chica?
– Le he dado el día libre.
– ¿No se estará ablandando? -El general sonrió-. ¿Se acuesta con ella?
– No, señor.
– Era una broma. Como si hubiera motivos para bromear. Bueno, ¿qué pasa con Berlín? Creo que se me va a quitar el buen humor rápidamente.
Lo que ocurría en el despacho de Caruso podía suponerse por los gritos que de vez en cuando soltaba el anciano, los puñetazos que daba en el escritorio y el generoso uso que hacía de la palabra merda , en lo que parecía ya una verdadera diarrea de insultos.
Guidi aguantaba estoicamente el chaparrón. Dejó que la andanada se intensificara, luego menguase y por último desaguara en un albañal de gruñidos, preocupado tan sólo de que la saliva que rociaba el injurioso Caruso dejase manchitas en su informe mecanografiado.
– ¿Sabe lo que es esto? ¡Esto es una mierda! ¡Son enormes trozos de mierda que usted me da esperando que me los zampe! -El informe salió volando de su mano y aleteó como un pájaroherido hasta caer al suelo-. ¡Tiene al asesino, val) tiene! Las pruebas están ahí, si tiene ojos para verlas. ¿Qué Sra todas estas tonterías de «dudas razonables» y «posibilidad de culpables desconocidos»? ¿Quién va a tragarse esto?
– Los alemanes.
– ¡Los alemanes harán lo que yo les mande!
– Muy bien, doctor Caruso. El ayudante de cacáode Westphal vendrá a las diez.
Caruso tragó saliva, descompuesto por el desprecio.
– No lo recibiré. En cuanto a usted, le prohíboar prosiga la investigación. Fuera de mi despacho.
Guidi se agachó para a recuperar el informe yCaruso exclamó:
– ¡Déjelo! ¡Eso se queda aquí y no lo verá nadiemás que yo! ¡Irá a la basura, junto con usted!
Guidi dejó caer el informe.
– Si leyera algo más que la primera página, señor.comprendería por qué he solicitado más tiempo. Quiero encontrral asesino de Magda Reiner. Lo que todavía no acierto a entendees por qué se ha intentado incriminar a Merlo, pero lo averiguaré. -Como el jefe tenía el rostro congestionado, con las venas a purde reventar en las sienes, añadió-: Al final desvelar una posible onspiración es tan importante como averiguar cómo murió esa mujer. Si hace falta, estoy dispuesto a «incriminar a uno de los nuestros», como usted mismo dijo, doctor Caruso.
Sentado en la silla, silencioso e inmóvil, Caruso tenía los ojos hundidos bajo las cejas contraídas. La única señal deactividad en su cuerpo era el desplazamiento de rayita en rayita del manecilla de oro de su reloj de pulsera. Parecieron pasar horas antes de que dijera:
– Está despedido.
Tenía que haber dicho «suspendido», pero dijo despedido», como un jefe que se siente insultado. Mientras Guido se encaminaba hacia la puerta sin hacer comentario alguno, gruño:
– Ya le reemplazará algún otro. Fuera. Fuera. ¿Se cree usted muy listo? ¡No sabe lo listo que es!
En el despacho contiguo, los policías estaban callados y de pie detrás de sus escritorios. Cuando Guidi salió, le dedicaron un aplauso mudo, sin dejar que las palmas se encontraran.
Sabiendo que Bora no era alguien a quien pudiera negarse a recibir, Caruso se fue a casa a las nueve, indispuesto.
Para entonces Guidi ya estaba de vuelta en via Paganini. La frustración y la rabia se apoderaban de él con rapidez, mucho más intensas que si las hubiera descargado de algún modo durante la discusión. Le dolía la cabeza cuando entró en el apartamento, que estaba frío y silencioso. Los Maiuli no habían regresado. Desde sus urnas de cristal, los santos eran los únicos que le contemplaban. Probó a poner la radio, pero no había electricidad.
Cuanto más intentaba aplacar su rencor, más contrariado y vengativo se sentía, harto de su propia actitud. Le mortificaba que le hubiesen echado a gritos del despacho, como si su serenidad no sirviese de nada. Maldita sea, había vivido siempre así, sin meterse con nadie. Estaba harto de eso.
Era un día nublado, el pasillo estaba oscuro y sólo la puerta de Francesca, entreabierta, proporcionaba un poco de luz al fondo. «¿Estará en casa? -se preguntó-. ¿Y qué hace en casa?» Guidi se dirigió hacia allí y estuvo a punto de llamar, pero no lo hizo; empujó la puerta hacia dentro.
Francesca estaba sentada en la cama, su piel cetrina resaltada por la blancura de las sábanas, con el pecho desnudo, como ya la había visto una vez, aunque en esta ocasión tampoco llevaba braguitas. Sólo las medias de algodón, que enfundaban sus piernas hasta la mitad de los muslos. Sobre su carne pálida, el contraste de la prenda negra causó gran impresión en Guidi, al igual que el inesperado triángulo de vello oscuro entre las piernas, que el vientre, cada vez más hinchado, no escondía todavía, aunque pronto lo haría.
Francesca tenía la inmovilidad abstraída de la modelo que aparta su mente de las cuestiones más inmediatas, como su propia desnudez y el hecho de que la contemplen. La falta de emoción que acompañaba a la exhibición de su cuerpo fue quizá lo que infundió valor a Guidi, que empezó a desabrocharse la camisa contorpe energía. Cuando iba por la mitad, ella se echó hacia atrás con los codos apoyados en el colchón, de modo que su vientre quedó levantado y aplanado por la postura y se hizo más visible el triángulo oscuro entre sus muslos. Entonces Guidi se apresuró; se desabrochó los pantalones y se los quitó, luego se desprendió de los zapatos y los calcetines, y se quedó, largo, delgado y blanco, a los pies de la cama; su piel era como la cera de una vela, clara y lampiña, con un brillo opalescente a la luz. Por último se quitó los calzoncillos, que se habían tensado en torno a la turgente protuberancia de la entrepierna.
No habría soportado que Francesca se riese, mirase a otro lado o hiciese algo distinto de lo que hizo: colocar los pies enfundados en las medias sobre el borde de la cama y separar las rodillas como un hermoso animal. Guidi se arrodilló entre ellas, pero estaba incómodo, de modo que la cogió por las caderas, la echó hacia atrás y se tendió encima. Tímido para usar las manos, intentó nerviosa y enérgicamente penetrarla embistiendo bajo el bulto de su vientre en la dirección correcta. Enseguida lo consiguió; le parecía que hacía muchísimo tiempo que no entraba en una mujer, y sin embargo todo resultaba de nuevo tan familiar que se deslizó rozando los costados del estrecho conducto hasta que estuvo dentro del todo. Cuando la penetró por completo, pudo cambiar el ángulo de los brazos y relajarse antes de empezar a moverse.
Los brazos de la joven formaban un círculo en torno a la cabeza y sus pechos eran grandes, con el pezón oscuro. El perfil de su rostro se dibujaba sobre la exuberante y lustrosa oscuridad de su cabello suelto. Guidi palpó la firmeza de sus senos y con los pulgares siguió la curva del cuerpo hasta las axilas, donde una mata de vello suave exhalaba un leve olor a vida. Entonces empezó a moverse y enseguida su cuerpo tembló y vibró sobre ella, dentro de ella; le susurró dulces palabras e intentó besarla, pero la joven no le dejó, aunque apretaba los muslos en torno a él para obligarlo a moverse mas deprisa. La sangre corrió por las venas de Guidi en frenéticas sacudidas y el placer empezó a llegarle en oleadas desde su vientre, por la frotación en el interior de ella, hasta que se puso tan rígido y duro que tuvo ganas de gritar. Y gritó por un momento, mientras daba frenéticas embestidas moviendo las nalgas, los muslos y la espalda arriba y abajo. Entonces sintió una nueva rigidez, la necesidad de volver a gritar, y arqueó la espalda e hincó las rodillas en el colchón y surgió el semen en chorros repetidos que le parecieron una gran descarga de fluido espeso, y después lo que había sido divino durante unos momentos lo abandonó. Se quedó quieto entre las piernas de ella, que también se relajó.
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