Su deseo enseguida cedió paso a una incomprensible pero imperiosa necesidad de llorar, de acompañar el vaciamiento del cuerpo con el del alma mediante las lágrimas, pero logró vencerla. Francesca se incorporó sobre los codos con una sonrisa que no era ni burlona ni de alegría… sólo de satisfacción de la carne. Con una palmadita en el hombro le indicó, amablemente pero sin darle alternativa:
– Ya puedes salir.
Una gran vergüenza invadió a Guidi, como Adán al descubrir su desnudez una vez despojado de toda divinidad, y sólo quedó la pálida flaccidez de la carne, que se deslizó fuera por sí sola y volvió a ser suya, unida a él de forma poco favorecedora como un apéndice, y eso fue todo. Se puso los calzoncillos, donde la humedad formó una mancha, mientras Francesca se sentaba y se limpiaba entre las piernas con la blusa, que a continuación arrojó a un rincón mientras preguntaba:
– ¿Qué hora es?
De vuelta de su inútil visita a la Questura Centrale, Bora estaba al teléfono cuando un ordenanza entró con la noticia de que los partisanos habían atacado el desfile fascista.
– ¿Han herido a Pizzirani? -Bora colgó el auricular.
– No, señor. No está claro qué ha pasado, pero el desfile se ha disuelto. La PAI se encuentra en el lugar y las SS están de camino. -Bueno, nosotros no podemos hacer nada. Informaré al generalWestphal.
Este lo había oído todo desde su despacho.
– ¡Menudos idiotas! ¡Lo sabía! -exclamó-. Sabía que se meterían en líos. ¡Espere a que se entere el general Maelzer! Bora, póngase en contacto con Kappler para que le dé información de primera mano.
Bora marcó el número de via Tasso.
– Justamente estaba pensando en usted! -dijo Kappler-. ¿Ya está al corriente de lo de Pizzirani? No, sólo su ego ha quedado algo magullado, pero se han acabado las ceremonias. Ya lo sabíamos, ¿verdad? Desde luego, la guardia republicana cargó, pero fueron mis hombres los que cogieron a un puñado de sospechosos. Voy al lugar de los hechos para echar un vistazo. ¿Por qué no se reúne allí conmigo?
Via Tomacelli discurría recta hacia el puente de Cavour, pasado el cual se encontraba piazza Cavour, que se extendía al pie de la gigantesca y monstruosa tarta del palacio de justicia.
– Típico. -Kappler habló a Bora con el pie sobre el estribo de su coche, como un cazador pisando a su presa-. Granadas y algunos disparos, y se han largado. A los fascistas les ha entrado el pánico. A nosotros nunca nos habría ocurrido.
Bora acusó la indirecta.
– Permítame que disienta. Puede ocurrirnos a nosotros, aunque no hacemos desfiles. ¿Qué espera que le digan los arrestados?
– Quién sabe. Probablemente no tienen nada que ver con esto. El problema es que las clases altas de Roma apoyan abiertamente los atentados y actos de sabotaje.
– En ese caso no hacemos más que empeorar las cosas yendo a fiestas con ellos y brindando a su salud. Atrapar a los peces pequeños no nos lleva a ninguna parte.
– Vaya, gracias -replicó Kappler con acritud-. Y yo que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo… Los mayores delincuentes son esos amigos suyos con faldas del Vaticano. Los atacantes podían haber ido tranquilamente andando hasta el castillo de Sant'Angelo desde donde estamos ahora.
– Los mayores delincuentes son nuestros compañeros de juergas y las mujeres que nos llevamos a la cama.
– Ah. En ese caso usted y el coronel Dollmann están a salvo.
De algún modo Bora consiguió no mostrarse ofendido.
– Pizzirani nos ha informado de que planea convocar otro acto en los alrededores el día veintitrés. Quiere celebrar el día de la Fundación del Fascismo al final de esta calle, en el teatro Adriano.
– Debe de estar loco; allí no hay seguridad.
– No se inquiete por eso, coronel. Deberíamos preocuparnos sólo de nosotros mismos. Dejemos que los fascistas vuelen en pedazos al otro lado del Tíber si son lo bastante idiotas para sentarse encima de las bombas.
Kappler se echó a reír.
– No puedo creer que sea el mismo hombre que sentía debilidad por Foa.
– No tengo nada en contra de él.
– Aparte de que es judío, supongo.
Bora no dijo nada. Miró hacia el otro lado del puente, donde la achaparrada estatua de Cavour se alzaba en su alto pedestal sobre un triste oasis de palmeras raquíticas.
Más tarde, se saltó la comida para dirigirse a Santa María de la Oración y Muerte, una siniestra iglesia al final de la vieja calle que confluía con via Giulia. El único motivo por el que acudió allí fue que era el aniversario de la muerte de su padre. No tenía intención de rezar ni de ver las reliquias de la antigua hermandad que en tiempos tuvo la misión de enterrar los cadáveres abandonados. Entró y salió de la misma forma que los visitantes de Roma, que se adentran en los templos y enseguida buscan de nuevo el exterior; el tiempo justo para aspirar el olor a incienso y yeso y sentir que han cumplido con su deber.
A continuación fue a casa de donna Maria, en via Monserrato. Si había algún lugar que en aquellos momentos pudiese considerar su hogar era aquel palazzetto , de estilo casi español por su entrada barroca y su balcón de hierro forjado, donde, desde que Bora recordaba, siempre había una adelfa en una maceta. Donna Maria, conun gato encaramado al hombro, lo vio desde la ventana del salón y dio unos golpecitos en el cristal con la empuñadura del bastón. Bora la saludó y entró.
– ¡ Ma come , Martin! ¡Has encontrado flores en Roma, cuando la mayoría de la gente no encuentra ni nabos!
– Donna Maria, el día que no le traiga flores sabrá que algo malo pasa.
– Hace mucho tiempo que viste mis arriates en La Gaviota. Me temo que desde la temporada pasada sólo crecen flores silvestres.
– ¿Todavía va allí en verano?
La anciana se encogió de hombros.
– De vez en cuando, pero hace dos años que no voy. Las casas de campo son para amantes jóvenes que quieren escapar. Tuvo su momento, Martin. Todavía parece un hermoso pájaro blanco, con los versos de D'Annunzio sobre los días felices encima de la puerta. Pero él murió y yo soy vieja. -Con el rostro entre las flores miró tímidamente a Bora-. Quiero que tengas la llave.
Guidi estaba poniéndose los pantalones cuando la puerta principal se abrió y a continuación se oyó la voz chillona de la signora Carmela, que se quejaba a su marido de una cosa u otra. Se quedó helado. ¿Cómo no se le había ocurrido que volverían pronto? Por un momento fue incapaz de pensar en una forma de escapar.
– No digas nada -susurró Francesca, y a él le pareció notar cierta ironía compasiva en su tono.
La joven se puso el vestido de estar por casa y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Guidi la oyó explicar a los Maiuli que el inspector había pasado por allí (tenía que justificar la presencia del maletín en la mesa de la cocina) y se había marchado de nuevo; no volvería para comer y no debían preocuparse por él. Cuando regresó al dormitorio, limpió la sábana con una toallita húmeda.
– Puede que ellos sean tontos, pero la criada no -murmuró a Guidi, que permanecía de pie con aire avergonzado-. Ahora espera hasta que se echen la siesta y entonces finges que vienes de la calle. No se enterarán de nada.
El inspector se sentó en el silloncito del rincón sin decir palabra. El orgasmo y la escena con Caruso lo habían dejado agotado; además, se sentía humillado, en tanto que Francesca parecía tranquila e incluso divertida por las circunstancias mientras, con las piernas cruzadas sobre el lado seco de la cama, empezaba a leer un giallo , una novelita policiaca, sin mirarle siquiera.
Guidi la observó. Ahora todo era diferente y su rencor resultaba inútil. Ella lo tenía en sus manos. El se lo había permitido y ahora, escondido en su habitación, se daba cuenta de que Francesca lo tenía en sus manos en más de un sentido. Intentó sentirse enfadado, pero eso era también una farsa. Observó cómo pasaba las páginas tras humedecerse la punta del dedo con la lengua. El giallo se llamaba L'inafferrabile , un título que en cualquier otro momento le hubiese parecido risiblemente irónico. Necesitaba un cigarrillo, pero ella no fumaba y temía que los Maiuli oliesen el humo y sospechasen. Francesca, que nunca ayudaba en las tareas domésticas, parecía no reparar en el ruido que hacía la signora Carmela mientras preparaba la comida en la cocina. Lleno de odio hacia sí mismo, Guidi la observaba.
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