– ¿Quién es el oficial que está hablando con ese hombre de cabello oscuro? -Así se acercaba al tema indirectamente-. Me parece que he visto su foto en alguna parte.
Dollmann miró al militar.
– Lo dudo. No es más que un oficial de enlace, trabaja en una de nuestras oficinas. Se llama Gephardt. Y está hablando con uno de nuestros traductores de italiano.
«Ah, conque a eso se dedica Rau», pensó Guido, intentando disimular su ansiedad.
– Creía que con intérpretes tan buenos como usted su ejército no necesitaría la ayuda de ningún traductor.
– Yo no hago trabajos menores. Supongo que ustedes también tienen gente que escribe mensajes y avisos para la población en italiano sencillo. ¿Ve a aquella chica de rojo? Es la secretaria del mayor Bora.
– Tuve ocasión de verla en su despacho. Es muy guapa.
– ¿Verdad que sí? -Dollmann parecía hacerle preguntas irrelevantes, sin ninguna intención-. Es una lástima, pero no consigue interesar al bueno del mayor. Como sabe, es un buen partido. -Picado por la curiosidad, Guidi siguió la mirada de admiración que Dollmann dirigió a Bora-. Y muy simpático.
Junto a la mesa de los canapés, Rau había visto a Guidi, pero continuaba charlando. Cada vez que el inspector se arriesgaba aobservarlo, recibía a cambio una atenta mirada por parte del otro. Llevaban un rato observándose mutuamente cuando Bora se acercó a Guidi.
– ¿Qué le parece la fiesta? -A diferencia de Dollmann, Bora nunca se prestaba a facilitar información y sus preguntas tenían siempre una intención.
– Jamás había visto a tantos oficiales de las SS juntos. El coronel Dollmann dice que puede haber espías, agentes enemigos e incluso algún aprovechado entre nosotros.
– Es posible.
Guidi observó que Bora llevaba en la mano un vaso lleno para evitar que le diesen bebidas que no deseaba. A él le habían cambiado tres o cuatro veces la copa y empezaba a sentir el efecto agradable pero peligroso del alcohol, que podía llevarle a bajar la guardia. Cuando miró de nuevo hacia la mesa, Rau ya no estaba.
– ¿A quién busca? -inquirió Bora-. Está inspeccionando toda la sala.
– ¿Yo? No, mayor. Es que soy un poco cateto.
Guidi se sintió pronto aliviado al ver que Rau seguía en la fiesta. Ahora se movía entre los grupos de invitados italianos. Unos pasos más allá, Bora se reunió con la elegante mujer a quien Guidi había visto que se acercaba antes. Fuera lo que fuese lo que le decía, ella le escuchaba con expresión escéptica, aunque al mismo tiempo parecía querer sonreír.
Momentos después se fue la luz, pero los candelabros ya tenían velas y de inmediato unos criados las encendieron. A su tenue luz, las calaveras de las condecoraciones y el brillo de las botas y los cinturones resultaban siniestros. Bora continuaba hablando con la señora Murphy y Dollmann se había vuelto hacia otro grupo. Rau conversaba con un civil gordo, cada uno con un plato de comida en la mano. El general Maelzer se servía una copa y Westphal observaba a Guidi, lo que causaba cierta desazón a éste, puesto que no podía comunicarse con él de un modo inteligible.
Después de la fiesta Rau se marchó solo, lo que significaba que tenía el privilegio de un salvoconducto. Guidi lamentó no haber llevado su propio coche, que le habría permitido seguirlo. Frente a él en el vestíbulo, unos minutos más tarde, con aire despreocupado Bora se ponía el guante en la mano derecha con ayuda de los dientes.
– Vamos a dar un paseo, Guidi. Necesita despejarse. Y yo también, y eso que no me he emborrachado.
Pronto Bora caminaba delante de Guidi por via Veneto, que por la noche parecía un canal bordeado de grandes edificios, árboles y jardines frondosos.
– ¿Qué hay de los restos que encontramos? No los ha mencionado ni una sola vez esta noche. -Al no obtener respuesta se volvió hacia Guidi. A la luz de la luna, en el aire frío su respiración formaba impacientes nubes de vapor en torno a su figura uniformada-. ¿Y bien?
– Nada, mayor. Los envié a la Questura Centrale y se ve que se han perdido. Mañana hablaré del tema con Caruso y es muy posible que me aparte del caso.
Bora sonrió y Guidi comprendió por qué las mujeres le encontraban «encantador», como había dicho Dollmann.
– Caruso no pinta nada -dijo con tono poco amistoso-, y tendré que recordárselo.
– Es el jefe de la policía, mayor.
– Porque nosotros queremos. Por cortesía nuestra. Tendrá que vérselas conmigo y no hay más que hablar. No me irrite, Guidi. ¿Por qué se niega a recibir ayuda?
– Por el mismo motivo que usted.
– Se equivoca. -Bora se detuvo en la acera, y Guidi también-. Yo acepto la ayuda de algunas personas. Mis heridas me han enseñado a ser humilde. No me gusta, pero he aprendido. No podía ser de otro modo, ya que una monja me ayudaba a hacer mis necesidades cuando estaba demasiado débil para tenerme en pie. Podría haberme muerto de vergüenza, pero en lugar de eso pensaba: «Es una monja, y mira lo que está haciendo.» No; hay un momento en que se debe aceptar que te echen una mano.
»Cambiando de tema, no crea nada de lo que haya podido decirle el capitán Sutor esta noche. Me ha dado la impresión de que no se tomaba demasiado en serio su conversación con usted.
Guidi se aflojó la corbata.
– Voy un paso por delante de usted, mayor. Sospecho que el capitán Sutor se encontraba en la habitación de Magda la tarde que murió. ¿Por qué, si no, estaba tan impaciente por hablar de ella conmigo? No era sospechoso y sin embargo, como usted mismo dijo, se ofreció a hablar. Reconozco que he perdido algunas pruebas por culpa de las maquinaciones de Caruso, pero los últimos tres días no he estado cruzado de brazos. He seguido la pista de un invitado más a la fiesta de aquella tarde, un italiano. Al parecer llegó tarde y, como había electricidad, subió en el ascensor. Con las prisas se equivocó y bajó en el cuarto, en lugar del tercero. Aunque no dobló el recodo del pasillo para ver qué pasaba, oyó una violenta discusión entre un hombre y una mujer que hablaban alemán. Eso fue a las siete cuarenta. No sé qué opinará usted, pero yo creo que Sutor estaba en el edificio justo antes de que Magda muriese.
Dejaron de formarse rápidas nubes de vaho ante la cara de Bora, por lo que el inspector dedujo que debía de contener el aliento. El alemán no dijo nada. Guidi miró el enorme vacío oscuro de la calle. Olió el gélido aire nocturno.
– Así pues -prosiguió-, comprenderá que quizá Caruso esté trabajando para los alemanes y su intervención, mayor Bora, tal vez contribuya a empeorar las cosas. No puedo probar que Sutor matara a Magda Reiner, pero han tendido una trampa a Merlo para incriminarlo… de eso estoy seguro. Es posible que usted no sea más que un títere, como yo mismo, y puede ser que su propia gente esté detrás de todo esto. No voy a ayudar a condenar a un hombre inocente y, ocurra lo que ocurra, continuaré investigando la muerte de esa mujer hasta que el resultado me satisfaga.
– ¿Y qué me dice del hombre que se escondía tres pisos más arriba del apartamento de Magda Reiner?
– ¿Qué quiere que le diga, suponiendo que fuese un hombre? Desde que estoy en Roma me han hablado de espías e informantes escondidos por todas partes, ¡incluso en las fiestas elegantes!
De nuevo Bora se quedó callado. Había escuchado las palabras de Guidi sin exteriorizar frustración ni resentimiento. Ahora caminaba junto a él pero casi en el borde de la acera, junto a la calzada. El cielo nocturno parecía interesarle mucho más que lo que el inspector le había dicho.
– Es Capela -dijo señalando una estrella-. La Cabra, en la constelación del Auriga. Una estrella preciosa, ¿no le parece? Se encuentra tan lejos que la luz que vemos ahora mismo fue emitida cuando mi madre tenía siete años. Y la luz que despide ahora la veremos cuando tengamos setenta y dos. -Soltó una risa apagada, cordial-. Cuando usted tenga setenta y dos, vamos. Yo no apostaría por Martin Bora. -La estrella parecía sola en una oscura y vacía región del firmamento-. Es mejor tenerme como amigo que como enemigo, Guidi.
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