– Hay gente de lo más variopinto esta noche. ¿Se da cuenta de que puede haber miembros de la resistencia y agentes extranjeros entre nosotros, comiéndose nuestros pasteles y espiándonos con toda frescura? -Soltó una carcajada de desprecio-. Sí, no me extrañaría que se atrevieran. Yo siempre estoy alerta, pero ¿quién sabe? Por eso me gusta Roma. La intriga es espléndida.
A su debido tiempo Bora se acercó al cardenal Borromeo, junto al cual se encontraba la esposa de un diplomático estadounidense, «actualmente fuera de Roma». Ya se había percatado desde lejos de que el vestido que lucía era de una sencillez exquisita, un conjunto de color hueso y líneas rectas. Ahora se fijó en que no llevaba joyas, sólo una fina cadena de oro. Su rostro era juvenil y anglosajón, de expresión franca, terso y atractivo. Con su mal inglés, Borromeo se la presentó como la «signora Moorfi», y Bora se inclinó para besarle la mano sin darse cuenta de que Dollmann había aparecido por atrás y se dirigía a la mujer.
– El mayor Martin-Heinz Douglas freiherr Von Bora, señora Murphy. Mayor, la señora Murphy, Carroll de soltera, de Baltimore, cuyo marido es agregado de la embajada en la Santa Sede. El mayor es un héroe del frente ruso, señora Murphy. Su especialidad son las operaciones contra la resistencia.
Al levantar la vista de la mano de la mujer, Bora vio que su expresión se volvía fría, pero de nada servía enfadarse con Dollmann por haber frustrado sus posibilidades de diálogo. Una vez causado el daño, el coronel se alejó. La señora Murphy retiró la mano y lacolocó sobre el codo izquierdo como si quisiera crear con el brazo una barrera entre ambos.
– Y bien, mayor, ¿no tiene usted ninguna virtud?
El no esperaba la pregunta. La primera respuesta que le vino a la mente fue:
– Me gustan los niños.
– Ah. ¿En qué sentido?
– En el buen sentido, madam. Me gustaría tener hijos.
Como todavía llevaba la alianza de boda, pensó que podía decirlo sin parecer atrevido. El hecho de que ella casi se sintiera tentada de sonreír al oír el tratamiento británico hizo que Bora se relajase. Separó un poco las piernas y se distendió, pero sin resultar insolente.
– Habla inglés muy bien. La mayoría de los alemanes tiene un acento espantoso.
Bora rió y dijo:
– Nací en Edimburgo. Mi abuela era escocesa.
Ella sonrió en esta ocasión, cosa que él encontró tan seductora que la sangre se le aceleró.
– Voy a menudo al Vaticano -añadió el oficial-. Lamento no haberla visto allí.
La señora Murphy bajó prudentemente la mirada hacia la insignia dorada que él llevaba en el pecho, con unas serpientes enroscadas y atravesadas por una espada dentro de una calavera.
– Difícilmente podía verme. No me gustan las reuniones de militares. La única razón por la que estoy hablando con usted es que el cardenal Borromeo le tiene en gran estima. Me ha comentado su generosidad con los prisioneros heridos.
– Estoy en deuda con el cardenal -afirmó Bora con sinceridad. Pocas veces se había sentido tan atraído como ahora por una mujer. Casi se había olvidado de Dollmann, Guidi y la fiesta. Estar a su lado era maravilloso. Maravilloso. Pensaba que no sería capaz de retroceder hasta un estadio de placer tan elemental sólo por la proximidad de alguien.
– ¿Qué tal se encuentra en Roma?
– Pues de ninguna forma. Vivo en Ciudad del Vaticano. Ustedes tienen Roma… ¿Sabe cuánto disfrutarían muchos niños, ya que al parecer le gustan tanto, con las exquisiteces que hay esta noche en las mesas?
– Damos según nuestras posibilidades, madam. Además, no son caramelos lo que lanzan sus compatriotas.
Ella lo observó y él pensó que vislumbraría el nudo de inseguridad y dolor que tenía en su interior. La miró a su vez con su franqueza habitual, pero con cierto esfuerzo. Ella se sentía halagada por su mirada, de eso estaba seguro. Sin ternura, sus labios le interrogaban, formulaban a propósito preguntas banales que él respondía con cautela. Pero Bora sí sentía ternura, además de la necesidad impulsiva de ganarse su aprecio.
– ¿Qué más piensa de mis compatriotas, mayor?
– Encuentro superficiales a los hombres, pero admiro a las mujeres.
– A mí no me gustan los hombres alemanes.
– Eso es algo que debo lamentar, madam.
Sólo cuando Borromeo recuperó su lugar junto a ella y reanudó la conversación, Bora pidió permiso para retirarse y continuó de mala gana su ronda por el vestíbulo.
Dollmann se llevó a la boca un canapé de mantequilla y le comentó con toda naturalidad:
– Está usted excitado. -Al ver su expresión de asombro añadió-: Pero no se nota, se lo aseguro. -Recorrió con la mirada el uniforme de Bora de forma inocente y franca-. ¿Le gusta esa mujer?
– Mucho.
El coronel miró hacia donde la señora Murphy hablaba con otras damas del cuerpo diplomático.
– Es inexpugnable.
Bora bebió un largo trago de agua mineral.
– Eso la honra -repuso.
– ¡Es usted un hombre admirable!
– O un idiota.
– No, no. De buena ley, ésa es la expresión.
– Pues de poco me sirve, coronel. Cuando la virtud tiene en sí misma su propia recompensa, es que uno se está haciendo viejo.
– ¿Ha aceptado su ofrecimiento de llevarla a casa en coche?
– ¿Cómo sabe que se lo he preguntado?
– He pensado que lo haría.
– No ha aceptado.
– Qué lástima. Cuando acabe la fiesta yo llevaré a su secretaria, si no está usted interesado. Pobre chica, sólo tiene ojos para usted, pero me temo que al final accederá a contentarse con menos. -Al advertir que Bora miraba discretamente a Guidi para ver cómo se desenvolvía, agregó-: Me cae bien su colega, ese tal Guidi. Un buen tipo. ¿Se lleva bien con él?
– Sí y no. Somos muy distintos.
– Eso es culpa suya, si lo piensa bien. Es peligroso buscar un hermano.
Bora encajó el golpe, pero no bien. Había bajado las defensas mientras hablaba con la señora Murphy y ahora intentaba reconstruirlas a toda prisa, pero no con la rapidez suficiente para contestar a Dollmann. Cuando hubo recuperado la compostura, Egon Sutor, ya borracho, se acercó lentamente con otro oficial de las SS llamado Priebke.
– ¿Se divierte, mayor, o todavía está con el rabo entre las piernas?
Bora sonrió ante el doble sentido de las palabras.
– Este es un mundo muy duro, capitán Sutor.
– ¿Y qué va a hacer, dejar que siga colgando?
– La alternativa es enderezarlo. Pero ya sabe que el perro que mueve la cola se delata.
– Es un buen tipo, ¿verdad? -Sutor se volvió hacia Priebke-. No suda, no se emborracha y es fiel a su esposa, de la que está separado. Sería aburridísimo si no fuera porque es un hijo de puta en el campo de batalla, y eso que va a misa cada domingo.
Priebke esbozó una ancha sonrisa.
– Veo que ha traído a su perro policía, mayor. ¿Es para que le haga compañía o por seguridad?
– Me sobraba una invitación.
– Es el que investiga lo de Magda -explicó Sutor-. Me preguntó cosas de ella. Como si tuviera que hablar con un asqueroso italiano de las mujeres que me he follado. ¿Qué tal van las pesquisas, mayor Bora?
– Tendrá que preguntarle al perro.
En un rincón, Guidi no daba crédito a sus ojos. Mejor vestido que de costumbre, con su rebelde cabello negro bien peinado hacia atrás y su atractivo perfil recortado contra el espacio blanco de una cortina corrida, Antonio Rau conversaba de pie junto a la mesa de los canapés. Un alud de pensamientos atascó la mente de Guidi y sólo uno se salvó del atolladero: Francesca corría un grave peligro si Rau trabajaba para los alemanes. Enseguida desechó la idea de preguntar a Bora por él. Como Dollmann estaba a su lado, mirando melindrosamente los dulces que traían en una bandeja, se volvió y reanudó la conversación con él. Al cabo de un rato le preguntó:
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