– No puedo irme sin que me dé alguna garantía.
– ¿Para que no se sienta tan culpable quizá? -Foa agitó una mano débilmente-. No. Tengo que mear. Ayúdeme a levantarme.
Bora obedeció. Lo ayudó a ponerse en pie cogiéndolo por el codo y lo llevó hasta el otro rincón, donde lo sujetó mientras Foa se desabrochaba los pantalones con movimientos torpes. Quería apartar la vista, pero el chorro era pura sangre y el prisionero se desmayó. Su cuerpo desmadejado estuvo a punto de caer al suelo y Bora tuvo que sujetarlo. Lo llevó medio a rastras de vuelta a la estera.
Cuando se marchó de la celda, se enteró de que Kappler se había ido y no volvería aquel día. Mejor, pensó, porque toda salvaguarda de discreción había desaparecido y una disputa en aquel momento podía poner en peligro lo que pensaba hacer a continuación. Cuando la recia puerta que había al pie de las escaleras se abrió, agradeció el aire fresco y tonificante de la calle y lo aspiró a bocanadas. Al otro lado de la calzada lo esperaba su coche, con el conductor en posición de firme junto a él. Comparado con las heridas y miserias de Foa, su pálido semblante juvenil parecía casi una hoja en blanco. Bora le ordenó que volviese solo al cuartel general.
Caminó bajo la lluvia evitando la seguridad de las calles amplias y las plazas, manteniéndose apartado de las imponentes iglesias varadas en húmedas playas de adoquines, pasando por zonas donde nunca se aventuraban los alemanes, mientras cavilaba qué podía decirle a Kesselring que, con la ayuda de Dios, resultase «conveniente».
Aquella noche, llamó a Guidi justo cuando la comisaría estaba en plena agitación porque habían tiroteado a un mensajero alemán en via Veintitrés de Marzo. Al enterarse, Bora recordó el paso de la ambulancia cuando estaba en el despacho de Kappler y que el coronel había abandonado el edificio a toda prisa. Preguntó si contaban con una descripción del asesino.
– Había algunos niños jugando en la calle. Ahora los estamos interrogando. -Guidi se abstuvo de añadir que se había visto a una mujer huir corriendo con el maletín del soldado.
Bora se retiró del teléfono un par de minutos, presumiblemente para informar a Westphal, y a su vuelta refirió a Guidi su visita a Regina Coeli.
– Mayor, ¿está en condiciones de garantizar que podremos contar con el testimonio de Sciaba si se celebra un juicio?
– Ni siquiera puedo garantizar que no le pegasen un tiro en cuanto salí a la calle. ¿Qué le hace pensar que yo puedo garantizar algo en esta maldita ciudad?
Guidi sabía cuándo debía dejar correr un tema.
– Me reuniré con el capitán Sutor mañana por la tarde -dijo-, y después me pondré en contacto con usted.
– Haga lo que quiera.
Hasta las nueve y media se dedicó a redactar un informe completo de las hazañas militares de Foa para reforzar la posición de Kesselring ante el general Wolff. Rara vez le dolía la cabeza, pero aquella noche la tensión le agarrotaba los hombros y el cuello, como si tuviera una varilla clavada en la base del cráneo.
Su secretaria se preparaba para irse. Se escurrió como un líquido detrás del escritorio, con sus largas y firmes piernas bajo la ceñida falda del uniforme. Bora la vio aproximarse a su mesa (lo hacía cada noche, a fin de pedir instrucciones y permiso para retirarse) con las manos entrelazadas sobre la falda.
– Buenas noches -se limitó a decir.
Volvió a bajar la vista hacia los papeles, pero con el rabillo del ojo siguió mirando las manos de la mujer, una mancha blanca sobre la oscura falda. Por primera vez reparó en que desprendía un leve aroma que, sin embargo, le resultaba familiar, inseparable de la oficina. La secretaria llevaba las uñas muy cortas, pero bien redondeadas; a la luz de la lámpara de mesa se apreciaba una pelusa muy fina y rala en sus muñecas.
Bora levantó la vista. El sereno rostro de la mujer quedaba fuera del cono de luz de la lámpara. La placidez de sus rasgos prometía seguridad. No amistad ni apoyo; sólo seguridad. Ella lo observaba con la expresión controlada de una mujer a quien no se ha invitado a ir más allá.
– ¿Algo más, señor?
Bora leyó en su rostro palabras y movimientos, y fue como si una breve embriaguez intentase abrirse paso a través de él, densa v callada. Las manos de la secretaria continuaban enlazadas en el nido de su regazo, sin anillo alguno. Bora notaba el calor de la lámpara en el rostro, suave pero ardiente, y el dolor le bajó desde el cuello por la columna vertebral. Se reclinó en la silla y ella notó la resistencia de su mente, no de su cuerpo. Inmóvil, temió perderlo de forma rápida e irremediable en aquel momento. La excitación de Bora ya se había convertido en algo más, era algo más. Volvió la vista hacia los papeles que tenía delante.
– No, gracias. Buenas noches.
En casa de los Maiuli, mientras tanto, la signora Carmela decía:
– No, inspector. No ha salido de casa en todo el día porque le duele la garganta, pobrecilla. -Sin reparar en el alivio de Guidi al oír aquellas palabras, le sirvió la cena-. No entiendo por qué no nos dijo que se había casado; le habríamos hecho un regalito.
– ¿Casada? ¿Qué quiere decir?
– Bueno, si no, ¿cómo es que está esperando una criatura? Vaya a preguntarle qué tal se encuentra.
Guidi dijo que no. No quería ver a Francesca después de que la noche anterior se hubiera negado a responder a sus preguntas sobre Rau. «Le debía dinero y se lo he devuelto», se había limitado a decir. Ante su insistencia la joven se había levantado del sillón y lo había besado impulsivamente en la boca. Eso era una respuesta, desde luego, pero no la respuesta.
2 DE MARZO
En el monte Soratte, Bora se sintió decepcionado al enterarse de que el general Wolff de las SS ya había llegado y estaba reunido con Kesselring. Se vio obligado a dejar su documentación sin posibilidad alguna de defender la causa de Foa. De vuelta en Roma el jueves por la mañana, fue convocado al palacio Propaganda Fide, donde los cardenales Hohmann y Borromeo, coaligados en contra de su costumbre, le soltaron un sermón sobre los daños causados por los bombardeos nocturnos en los patios interiores del Vaticano y la estación de ferrocarril.
– ¿Han sido ustedes? -preguntó Hohmann con una reprobadora mirada de profesor.
Bora intentó no sentirse ofendido por la pregunta.
– ¿Por qué íbamos a bombardear Ciudad del Vaticano? La otra noche fue bombardeada piazza Bologna… Está claro que no fuimos nosotros. Nos han golpeado brutalmente en esta parte de la ciudad, eminencia.
– Una ciudad abierta debería estar libre de ocupación militar, mayor.
– No por definición. Por definición debe estar simplemente desmilitarizada.
– Y supongo que su uniforme no denota ningún carácter militar.
– Depende de si «carácter» se considera un rasgo distintivo o bien una cualidad inherente.
– Así pues, mientras esté en Roma, aducirá su militarismo accidental, más que metafísico. Soldado sólo exteriormente, ¿eh?
– Yo no participo en ninguna acción ofensiva, eminencia. -Sólo si restringe de manera engañosa su definición de «ofensa».
– Hablando de definiciones escolásticas, mayor Bora -terció Borromeo-, ¿por qué no viene a ver los libros que hemos salvado de las ruinas del palacio episcopal en Frascati? -Enseguida lo condujo a la habitación contigua-. ¿Está usted loco? ¿Qué hace tratando de emplear evasivas con Hohmann? Hará picadillo cualquier racionalización que se le ocurra a su ejército. Está exasperado por lo que ha ocurrido hoy en la prisión de trabajos forzados.
Bora se desmarcó educadamente.
– No dispongo de información suficiente para hablar de ese incidente.
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