– Bora -lo llamó con apremio-, venga. Han empezado a lanzar bombas incendiarias sobre Leipzig.
Al cabo de unos minutos los sajones se encontraban ya en el Flora a la espera de más noticias. De pie junto al teléfono en su despacho, Bora se sentía totalmente sobrio. Era como si por su torrente sanguíneo no corriese la menor pizca de alcohol mientras esperaba saber qué barrios y zonas residenciales habían sufrido los ataques. Westphal se paseaba nerviosamente.
– El objetivo debe de ser la fábrica de aviones, Bora.
Éste le miró sin apartar el auricular del oído.
– Esperemos que así sea.
– ¿Dónde viven sus padres?
– En Lindenau.
– Yo tengo parientes políticos en Moeckern. Vuelva a intentarlo.
Bora no necesitaba que lo animasen. La comunicación de larga distancia, vacilante y entrecortada, condujo desde el cuartel general de las fuerzas aéreas a otras llamadas, otras pausas densas. Recordó los versos de Thomas Hardy, unos fragmentos significativos que en aquel momento estaban cargados de angustia. «Sobre los campos de Leipzig, salpicados de hojas y recorridos por una veta blanca, el puente de Lindenau… Hasta el cielo voló el puente de Lindenau…» Westphal seguía paseándose y Bora permanecía al teléfono.
Cuando llegó la confirmación de que el fuego enemigo sólo había alcanzado las fábricas de cazas y bombarderos de Leipzig, ya era domingo por la mañana y hasta la última de las chicas de Sutor dormía.
20 DE FEBRERO
El domingo por la mañana, menuda y contrahecha, sentada en una silla de la cocina, la signora Carmela frunció el entrecejo.
– El profesor es muy bueno y dice que no soy chismosa, y eso me enorgullece. Por supuesto, es demasiado amable conmigo y no merezco muchos de los cumplidos que me hace, pero la verdad es que chismosa no soy. Ni siquiera le mencionaría esto, inspector, si no estuviera preocupada por Francesca. El profesor y yo somos viejos, tenemos nuestra vida hecha, lo que Dios nos tenga reservado ahora bien estará, pero ella es joven y corren tiempos difíciles. La verdad, estoy muy preocupada por ella.
Guidi prefirió no preguntar por los motivos.
– ¿Ha hablado con ella?
– Es como hablar con la pared. La pared no dice ni sí ni no. Pero lo que me dejó helada fue ver cómo anoche le entregaba algo a Antonio Rau. Yo no estaba espiando, pero lo que le dio fue un fajo de billetes muy grueso. -La signora Carmela se estremeció bajo el chal-. ¿De dónde puede sacar tanto dinero una joven? ¿Y por qué se lo da a un hombre a quien acaba de conocer? Temo por ella. Me gustaría que la vigilara un poco, para que no se meta en líos.
Guidi asintió sin pensar. Su reloj de pulsera marcaba las siete de la mañana, llovía a cántaros v Francesca no había dormido en casa. Prometió «hacer algo» y de una bolsa de papel sacó el botín obtenido en una redada contra estraperlistas la noche anterior, en forma de hogaza de pan.
Los Maiuli y él se disponían a disfrutar, para variar, de un desayuno de lujo, cuando Francesca entró en el apartamento, empapada y pálida de frío. Se detuvo ante la puerta de la cocina.
– ¿Pan blanco? -exclamó-. ¡Qué bien! -Sin saludar a los ancianos se dirigió a Guidi, que en ese momento estaba masticando un trozo-. Me cambio en un momento y me uno a usted.
Minutos después volvió en camisón, una ofensa al decoro de aquella casa decente.
– Espero que no les moleste que me haya puesto cómoda. -Se quedó de pie junto a la mesa mientras cortaba una rebanada de pan.
Con el rabillo del ojo Guidi vio la consternación de los ancianos al notar el bulto bajo la holgada prenda de franela. El semblante del profesor denotó indignación cuando la joven añadió alegremente:
– Buenos días a ustedes también. ¿Qué pasa? ¿Les ha comido la lengua el gato?
1 DE MARZO
Todavía llovía a mares diez días después, cuando Bora cruzó el Tíber hacia las «nuevas prisiones» de Regina Coeli, que se alzaban frente al puente como un dique de ladrillos. Había pasado una semana fuera de Roma visitando a las tropas que intentaban recuperar Anzio, charlando con los soldados en Cisterna y otros puestos amenazados del interior, interrogando a prisioneros con rango de oficial y, en general, buscando el peligro. La vida en el cuartel general «empezaba a agobiarle», como había dicho con calma a Westphal, y éste le había dejado marchar una semana.
Entró en la prisión con un permiso firmado por Maelzer. Aldo Sciaba estaba en el ala tercera, controlada por los alemanes, donde Bora esperaba encontrar también al general Foa, pero no fue así. Sacaron a Sciaba de su celda para que se entrevistara con él en un cuarto vacío y sin ventanas. El hombre escuchó sin pronunciar palabra mientras Bora le explicaba por qué estaba allí. Cuando le tendió la funda que contenía las gafas de Merlo, las sacó para examinarlas.
– ¿Y bien? -lo apremió Bora-. ¿Las ha hecho usted?
– Sí.
Bora ordenó al guardia italiano que saliera.
– Cuénteme algo más.
– ¿Me sacará de aquí si hablo?
– No. Lo único que puedo hacer es arreglarlo para que su esposa pueda visitarlo.
– ¿Y que la arresten también?
– ¿Por qué? Ella no es judía.
Sciaba era un hombre bajito, de aspecto paciente y tez cérea que debido al largo encarcelamiento había adquirido un matiz grisáceo.
– No, no. -Agitó una mano con aire cansino-. Déjela fuera de esto. Simplemente hágale saber que estoy vivo. -Durante el minuto siguiente examinó con atención las gafas, miró a través de los cristales, las levantó ante la débil bombilla eléctrica-. Estas ya no le sirven a su excelencia -concluyó-. Son las que le hice hace dos años. Nunca ha tenido demasiado bien la vista, pero últimamente ha empeorado. Tenía que graduárselas con frecuencia. Estas no podría llevarlas ahora. ¿Dónde las ha encontrado?
Bora decidió no contestar.
– ¿Cuándo fue la última vez que se las graduó?
– En octubre, antes de que me encerraran aquí. Seguramente llevará el último par que le vendí, hace unos seis meses.
– ¿Y usted suele guardar las gafas usadas?
– Sí, señor. Estas estaban en mi almacén. Por eso le pregunto dónde las encontró.
– No las encontré. Bien, es todo lo que necesito saber por ahora.
Al ver que Bora se disponía a marcharse, Sciaba añadió:
– Por favor, diga a mi mujer que no se preocupe por mí. Dígale que me tratan bien y todo eso.
Bora asintió, con la mirada inescrutable bajo la sombra de su visera.
– Nací como ciudadano italiano. Eso debe de contar, ¿no?
Bora cogió las gafas, las guardó en la funda, que se metió en el bolsillo de la pechera, y fue hacia la puerta. Antes de llamar con los nudillos para que le abrieran sacó de la manga izquierda un trocito de papel muy bien doblado. Su mano se unió a la del prisionero sólo lo justo para efectuar la entrega.
– De su mujer -se limitó a decir.
De vuelta en su despacho, dio a su secretaria la tarde libre y llamó a la oficina de Dollmann. Este no respondió a su pregunta, sino que inquirió a su vez:
– ¿Por qué quiere conocer el paradero de Foa, mayor Bora?
– Porque con un «suicidio» como el de Cavallero basta.
– ¿Qué sabe usted de eso?
– Sólo que los generales italianos que se niegan a colaborar no se disparan dos veces en la sien derecha, y menos si son zurdos.
– Por lo que sé, Foa está vivo. -Dollmann arrastró las palabras, indicio de que no quería facilitarle la información por teléfono-. No puedo decirle dónde se encuentra. Creo que sería mejor que siguiera usted con sus visitas turísticas y fuera a la Domus Faustae.
Dicho esto, colgó, pero Bora ya había captado la indirecta en el consejo de Dollmann. El nombre latino de la basílica de Letrán sin duda apuntaba a la prisión de Kappler en la cercana via Tasso.
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