Bora se sentó en la esquina del escritorio, con la pierna izquierda extendida… vendada, dedujo Guidi al reparar en la tirantez de la tela en la rodilla. Sacó de un sobre marrón un paquete de cartas y se lo tendió.
– Son los originales que traduje para usted. Aun cuando escribía a casa, se cuidaba de mencionar el apellido de sus novios. ¿Era la correspondencia que recibía de otras personas lo que preocupaba a Magda?
– Posiblemente. Hay algo más. Por mera curiosidad, ¿qué se guarda en los apartamentos vacíos que hay encima y debajo del de Magda?
– Material de oficina. -Bora volvió a meter las cartas en el sobre-. Nada importante, pues de lo contrario no lo dejaríamos en una casa sin portero ni seguridad. Espero que me permitan acceder a esas dependencias.
– Por favor, inténtelo. Hasta ahora sólo sabemos a ciencia cierta que el día veintinueve de diciembre llegó a casa antes de las siete de la tarde, se cambió de ropa y a las ocho yacía muerta cuatro pisos bajo su ventana. Si se quitó la vida, por el motivo que fuera… bueno, caso cerrado, pero si alguien la mató, no sería tan idiota como para dejarse las gafas.
– O unas cartas.
– En el supuesto de que Merlo se hubiera dejado las gafas, aquella tarde bien pudo ir al apartamento sólo para recogerlas y encontrarse en el escenario del crimen. Lo que vio bastaba para provocar náuseas a cualquiera. -Guidi observó cómo Bora colocaba las cartas dentro de una caja fuerte empotrada en la pared-. En cualquier caso -agregó-, mi situación es comprometida. No puedo acusar abiertamente a Merlo, pero tampoco puedo exculparlo. No sé qué ocurre entre el jefe de policía y la facción de Merlo, pero yo estoy en medio. Los otros casos que llegan a mis manos son menudencias: pequeñas bandas en el mercado negro, disputas de vecinos, cosas por el estilo. Por lo visto me han traído aquí por una sola razón: para probar la culpabilidad de Merlo y asumir las consecuencias.
Bora volvió a sentarse en la esquina del escritorio.
– Eso no excluye que Merlo sea culpable. Comprobaré lo de los apartamentos vacíos, pero no le prometo nada. También intentaré localizar al óptico de Merlo.
19 DE FEBRERO
– ¿Sciaba? -En la fiesta, Kappler repitió el nombre que Bora acababa de pronunciar-. No tenemos ningún detenido llamado así. Es un poco impertinente por su parte suponer que, como ese hombre tiene un apellido judío, lo tenemos nosotros. -No obstante, parecía divertido por la pregunta de Bora.
Este estaba bastante seguro de que Sutor había hablado de Magda Reiner a su superior y se arriesgó.
– Lo busco en relación con el caso Reiner.
Kappler arqueó las cejas en señal de sorpresa o interés.
– Si rascas un poco, detrás de todo judío encuentras un mujeriego. ¿Por qué no prueba suerte en la prisión estatal?
Bora dijo que lo haría. Como Dollmann había prometido, era una reunión íntima e informal. Los invitados eran sobre todo hombres de las SS y el Servicio de Seguridad, y algún que otro miembro del ejército de tierra y las fuerzas aéreas. Maelzer no estaba y Westphal acudiría más tarde. Sonaba música americana en un gramófono, una canción de amor cadenciosa y melancólica con la que se podía tanto bailar como llorar.
– Podría haberme pedido a mí que le presentara a algunas damas -prosiguió Kappler-. Creo que mis gustos son más parecidos a los suyos que los del capitán Sutor. No parece usted una persona a quien le cueste conseguir lo que quiere. Posee una perseverancia algo caprichosa, pero así somos los militares. Las mujeres son distintas.
Dollmann, por su parte, iba de invitado en invitado.
– ¿Por qué demonios ha pedido a ese cabeza de chorlito de Sutor que le haga de celestina? -susurró a Bora al pasar por su lado.
– Necesitaba hablar con él y ésa era una excusa creíble.
– Se está jactando de ello con todo el mundo y ahora usted se verá obligado a llevarse una mujer a casa.
– Yo va no estoy obligado a nada.
Dollmann cambió de tema.
– Hemos oído hablar de su valor en Aprilia. Se abrió paso entre los escombros, a pesar de las heridas, y por los prisioneros heridos, nada menos.
– Verse atrapado como una rata no es algo apropiado para fanfarronear.
– Nosotros lo sabemos, pero usted debe decir a los demás que fue un acto de valentía. -Dollmann le guiñó un ojo-. Aquí viene una de las candidatas del bueno de Sutor. Lo dejo con ella.
Bora cogió un vaso de la bandeja más cercana antes de que la mujer se aproximase a él. Era una rubia corpulenta con cintas cubiertas de lentejuelas en el pelo y una expresión cordial y obtusa. Se llamaba Sissi, Missy o algo por el estilo, llevaba un escote más que generoso y tenía acento austriaco.
– Hola, mayor. ¿Dónde se hospeda usted?
Bora había bebido bastante, pero todavía medía sus palabras.
– En el Flora -mintió a medias, porque su oficina estaba allí.
– ¡Yo también! Qué curioso. No lo he visto allí ninguna noche.
– Es que a menudo paso la noche fuera.
– Podría quedarse en el hotel y no perderse nada de lo que puede encontrar fuera.
– Tal vez, pero usted no sabe qué busco.
La mujer sonrió abiertamente, dejando ver manchas de carmín en los dientes. Aunque todavía era joven, Bora advirtió en ella cierto cansancio de los hombres mezclado con el deseo.
– No será tan extraño que no pueda adivinarlo. Se me da muy bien adivinar cosas.
Al otro lado de la habitación llena de humo, Dollmann miró a Bora y alzó a modo de brindis el vaso que tenía en la mano. Bora bebió un sorbo de bourbon.
– A mí también.
¿De veras? -Con el rostro alzado, la mujer parecía juzgar por la expresión de su rostro si estaba lo bastante excitado para tomar una decisión-. Espero que no sea usted de los difíciles, mayor.
– Pues sí. Debería verme cuando no he tomado un par de copas. Soy testarudo. ¿Y qué puede enseñarme usted que ya no sepa?
Ella se puso de puntillas y le susurró algo al oído. Bora se echó a reír.
– Eso lo aprendí en España.
– No como lo hago yo.
Cuando Bora se dio cuenta de que estaba llegando a una fase de peligrosa sinceridad, decidió buscar una compañía más segura para el resto de la noche. Al final se acercó a Dollmann, que comentó:
– Parece que no se le da mal con las mujeres. He contado cinco hasta el momento.
– Sí, y ya he tenido suficiente.
– Probablemente sea por la bebida, no por ellas. De todos modos, las entretiene casi tan bien como yo. A ellas les apasiona la seducción y, mientras se la proporcionen en cantidad, el resto no les importa. Pero probablemente usted tampoco quiere eso.
Bora no confirmó ni desmintió sus palabras. Con mano firme encendió el cigarrillo de Dollmann y el suyo. Se sentía intranquilo, alterado por la excitación superficial que le producía hablar con mujeres disponibles.
– ¿Le dijo mi esposa por qué pidió la nulidad?
– Pensaba que no quería hablar de ella.
– Como ve, se lo pregunto.
– Lo mencionó de pasada.
– ¿Y qué opina usted?
– Una pareja inadecuada… carente de lealtad. Muy distinta de usted. Me intriga qué fue lo que los unió y mantuvo juntos, aunque sospecho qué pudo ser.
La mirada de Dollmann era como un anillo alrededor de Bora, que no hizo nada para eludirlo. Las palabras salieron de sus labios con amargura.
– Nada especial, coronel. Sencillamente la follaba mejor que los otros.
– Sabía que era eso. -Dollmann se rió de su propio comentario y de la rápida explicación de Bora-. Pero no deje que estas mujeres se enteren.
Pasada la medianoche, en el gramófono sonaba a todo volumen una música más alegre, los invitados bailaban y Dollmann tardó unos minutos en darse cuenta de que el mozo esperaba con el teléfono en la mano. Un momento después llamó a Westphal, que palideció de repente. El general se abrió camino entre las parejas que bailaban hasta Bora, que estaba apoyado contra la pared con dos actrices parlanchinas.
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