El hospital de campaña improvisado, donde se apiñaban los heridos enemigos todavía sin interrogar, era el destino de la misión de reconocimiento que habían encomendado a Bora. Ocupaba una casa cuadrada de dos pisos construida con ladrillo barato (en la ciudad sólo había casas de ladrillo de dos pisos) y estaba abarrotado de camas y camastros entre los cuales un médico del ejército se movía con paso cansino.
Durante todo el día había percibido y reconocido los olores de la batalla, y al entrar en el hospital se sintió consternado al darse cuenta de que los había echado de menos. Dulzones, íntimos, agrios y fuertes, los olores de la carne herida y muerta eran dolorosos y obscenos, pero habían formado parte de él durante tanto tiempo que su obscenidad le resultaba incluso bienvenida. El médico (el capitán Treib, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y una rubia barba de días en el rostro) se quedó mirando los galones de la campaña rusa que adornaban el pecho de Bora y luego lo condujo por las salas atestadas. El fuego de artillería, procedente de algún lugar al oeste (Bora sabía de dónde: la extensión llana y fangosa de tierra saneada y sembrada a la fuerza, afirmación de grandeza de Mussolini), se había recrudecido. Una explosión cercana hizo oscilar las lámparas del techo, incongruentemente ornamentadas. Los cristales de la ventana vibraron, el yeso se descascarilló y cayó. En el otro extremo de la sala, un soldado al que la explosión había amputado un miembro dijo en inglés «Dios mío», y luego lo repitió a voz en grito. Bora se volvió para mirarle.
En ese momento, cuando se enderezaba después de haberse inclinado sobre el lecho de un americano, un proyectil alcanzó la esquina del edificio. Espacio, tiempo y palabras parecieron explotar. Una palangana de metal salió despedida y se estrelló contra un anaquel; cristal, yodo y fenol volaron alrededor. Cayeron trozos de ladrillo, azulejos y piedras, una lámpara se desplomó con un montón de yeso y cables unidos a ella, las ventanas quedaron oscurecidas mientras el tejado se derrumbaba, y por entre sus cristales destrozados entró un furioso alud de escombros. Polvo, fragmentos de cristal y metal irrumpieron en el interior, mientras desde el piso superior caían cascotes que bloquearon las escaleras y la puerta. Un aullido inquieto y agudo dio paso a una segunda explosión y la onda expansiva hizo vibrar el montón de escombros de la escalera y lo derribó. Enormes nubes de humo y yeso pulverizado inundaron la habitación. El techo se hundió por el centro.
Esta vez Bora se vio arrojado de espaldas contra la pared y quedó atrapado tras un montón de vigas de madera. Por encima de los escombros vio las altas llamas que devoraban un camión aparcado junto a la ventana con los cristales reventados, y una verdadera tormenta de polvo de yeso llenó la habitación, donde la única lámpara que aún colgaba del techo se balanceaba, humeante como un incensario. Intentó liberarse pero no pudo; estirarse lo suficiente para llegar hasta el lecho medio aplastado, pero tampoco lo consiguió. Lo único que podía hacer era apaciguar la respiración y contener las náuseas. No era el miedo lo que se las provocaba. Era la repulsión física de verse atrapado, la neurótica reacción de su cuerpo a los días de Stalingrado, cuando la impotencia de ver que no había salida lo hacía vomitar antes de la acción, como si su envoltorio animal tuviese que vaciarse para reivindicar su autonomía de la inanición y la derrota. Conocía muy bien la sensación, que amenazaba con hacerle perder el control incluso mientras, con la coronilla apoyada contra la pared, se esforzaba por recuperar el dominio de sí mismo y de la respiración.
Siguieron otras explosiones, acompañadas del estrépito y los chasquidos de cosas que se rompían, se aplastaban y caían. Bora encontró espacio suficiente para deslizarse hacia el suelo y agacharse, con la espalda pegada a la pared, ahora tan dueño de sí que casi era preferible el pánico a estar constreñido interiormente de aquella manera por la disciplina, poseído por ella, incapaz de soltarse.
– ¡Oh, Dios mío! -vociferaba el soldado mutilado en la habitación destrozada.
Se levantaban y caían nubes de polvo que oscurecían hasta los objetos más cercanos. La tensión de Bora era tal que apenas era consciente del dolor en la pierna izquierda, pero cuando se tocó la rodilla palpó la sangre. El líquido cálido y pegajoso había tenido tiempo de empapar la ropa y el cuero de sus pantalones. También había llenado la bota izquierda. El dolor llegó lentamente, viajando a través de su cuerpo embotado. Se preguntó cómo era posible que no lo hubiera notado, aunque de haberlo hecho a duras penas habría podido controlar su respiración. Se llevó a la nariz los dedos manchados de sangre y aspiró ese olor íntimo, a sí mismo, tan terrorífico y conocido. El sudor frío lo invadió igual que cuando estaba en Rusia, pero esta vez no venía acompañado por el miedo. Su mente no elaboraba ni preveía nada, de modo que cada momento era un desastre en sí mismo, único, soportable por su brevedad, independiente de lo que viniera a continuación.
«Habría sido mejor que murieses», había dicho su mujer. Y tiempo atrás (ahora le parecía mucho, mucho tiempo, desde su época en Polonia y el primer silencio de Dikta) su corazón le había advertido de que ella ya no lo quería.
Se oía el rugido de los aviones. Bora reconoció el sonido de los bombarderos de medio alcance, de una precisión mortífera. Alrededor del hospital caían racimos de bombas y el eco de cada una devoraba el de la anterior, hasta que parecía no haber obstáculo alguno de cráneo o carne entre el estruendo atroz y el cerebro, y el estrépito daba la impresión de desaparecer. Con un esfuerzo sobrehumano Bora alcanzó el lecho por encima de las vigas y apretó la mano frenética del hombre que yacía en él.
La impasible secretaria de Bora miró a Guidi con indiferencia. -El mayor no está y no creo que venga hoy. No ha dejado mensajes para ningún civil.
Guidi se tomó con calma su sequedad y su italiano con fuerte acento alemán.
– ¿Ha dejado algún paquete para mí?
La secretaria lo miró con enojo. Bajo la gorra militar su cabello, cuidadosamente peinado, formaba en las sienes sendos rodetes que brillaban como si fueran de metal.
– ¿Ha dicho Guidi? -Sacó de debajo del escritorio sus torneadas piernas enfundadas en seda y se dirigió al despacho de Bora.
El inspector la oyó revolver papeles. Enseguida regresó con las manos vacías.
– Lo siento, no hay nada.
Guidi respiró hondo.
– Tendría que haber un paquete de cartas.
La mujer se sentó al escritorio y con fingido aire absorto colocó una hoja en blanco en la máquina de escribir.
– ¿Cartas? Entonces tendría que haberme dicho que buscaba unas cartas.
De un cajón sacó un sobre de papel marrón cerrado, con la indicación « Briefe » de puño y letra de Bora. Sin malgastar más palabras se lo tendió y empezó a mecanografiar.
El sobre contenía la traducción de las cartas de Magda y una nota de Bora que Guidi decidió no leer hasta salir del edificio. Nerviosos después del ataque aéreo de la mañana sobre la linea de ferrocarril que cruzaba el Tíber, los alemanes se mostraban rudos e inquisitivos, y al inspector le desagradaban en especial los uniformes de la Gestapo, que salpicaban sombríamente los vestíbulos.
Bora había anotado el nombre de pila de los dos hombres mencionados en la correspondencia más reciente de Magda. Uno, Emilio, era italiano y «muy joven, ahora ausente de la ciudad». El otro era alemán, todavía se encontraba en Roma, se llamaba Egon y era capitán de las SS. «Creo que es el capitán Sutor, pero no sé si mi mediación serviría de algo ante él -concluía la nota-. Si lo necesita, le pondré en contacto con él. Si las cosas no fructifican en los dos días próximos, póngase en contacto con el coronel Eugene Dollmann de las SS, cuyo número de teléfono mi secretaria tiene instrucciones de darle.»
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