A veces Guidi se preguntaba cómo seguía siendo tan ingenuo a pesar de su trabajo. Poco acostumbrado a las conversaciones femeninas, dijo torpemente:
– ¿Qué piensa hacer?
– Darlo en adopción. ¿Se le ocurre algo mejor?
– No sé qué decirle.
– Empieza a notarse hasta con las ropas de invierno. Creo que nacerá a últimos de mayo o primeros de junio. Lo que más me preocupa es decírselo a los Maiuli. Son muy puritanos, pero no creo que quieran perder un huésped.
– ¿Su novio no… no se hará cargo de todo?
– Vaya, qué amable es usted. No; lo más probable es que no quiera saber nada.
– Ah, ya. No me acordaba de que dijo que estaba casado. Francesca echó la cabeza atrás mientras reía.
– ¡Y usted es policía! ¿Cree todo lo que le cuento? -Bajó del coche en cuanto llegaron ante la papelería y, antes de cerrar de un golpe la portezuela, dijo-: Quizá no vaya a dormir esta noche. Dígale a los Maiuli que me quedo en casa de una amiga.
A mediodía Guidi -después de perderse sólo una vez- llegó en su coche al cuartel general del ejército alemán en el hotel Flora con la intención de informar de la inesperada aparición de las gafas de Merlo. Una joven uniformada de rostro frío le indicó que el mayor Bora había salido y no esperaban que volviese pronto. Guidi consideró que era mejor no decir que había visto su Mercedes aparcado abajo.
– ¿Puedo dejarle un recado? -preguntó.
– Sí, desde luego.
– Escriba sólo esto: «Debemos averiguar quién entró allí antes que nosotros.»
La joven se quedó mirándolo, picada por la curiosidad, pero anotó las palabras. Detrás de ella, la puerta de Bora estaba abierta y se veía todo su escritorio: papeles apilados, mapas. Faltaba algo en el despliegue de objetos, pero Guidi no sabía qué.
A lo largo de via Veneto, los vehículos blindados y las patrullas armadas y nerviosas lo disuadieron de quedarse por allí hasta que apareciese Bora. Sin embargo, si hubiese esperado diez minutos más, habría visto a Bora salir hacia la Questura Centrale, donde debía soltar una severa reprimenda a Pietro Caruso, de la Polizia Repubblicana, en nombre del mando del ejército alemán del sur.
Aquella noche, lo primero que le contaron los Maiuli fue una noticia que habían oído por la radio: un avión canadiense se había estrellado en la periferia. Lo segundo fue que Francesca no había aparecido. Guidi les tranquilizó dándoles el recado de la joven y, mientras preparaban la cena, fue a su habitación para escribir en su libreta las últimas novedades. Las notas en realidad eran preguntas. ¿Caruso había recibido las gafas de Merlo ese mismo día? Si sus hombres habían conseguido acceder al apartamento de Magda, ¿por qué no le habían entregado la llave? ¿La habían recuperado los alemanes? ¿Qué probaban las gafas de Merlo, aparte de que alguna vez había visitado a Magda?
Ahora que la necesitaba, no podía contar con la ayuda de Bora. «Desde luego, no estaba en el trabajo -pensó-. Seguro que estaba en alguna habitación del fondo con su esposa. Y la secretaria se quedó allí para cubrirle.» En su estado de ánimo negativo, Guidi sintió celos del alemán, con su bella esposa, y del uso que indudablemente estaba haciendo de «las noches con ella». Lo comparó con la falta de interés de Francesca por él… como si ella tuviese que sentirse interesada por él. «Dice que tiene un amante… ¿Será verdad? ¿Será el padre de la criatura? No me extrañaría que no tuviera ningún amante.» A la lánguida luz de la lámpara de la mesita de noche, Guidi se dio cuenta de que había escrito el nombre de Francesca en toda la página. Entonces recordó con repentina claridad que lo que faltaba en el escritorio de Bora era la foto de su mujer.
***
– Yo no le digo nada, Bora. Nunca pierdo el tiempo aconsejando a hombres adultos que aseguran saber lo que hacen. Es el mariscal de campo quien dice que está usted loco. -Sentado con los brazos cruzados, el general Westphal indicó con la cabeza un breve mensaje sobre su escritorio-. ¿No pone ahí «Dígale a Martin que está loco»? A mí me da igual que le vuelen la cabeza en Anzio. La noticia de que mi ayudante de campo ha muerto en el frente quedaría muy bien en la antepenúltima página de los periódicos de Leipzig.
Bora guardaba silencio. No quería porfiar y perder la posibilidad de que le concedieran el traslado.
Westphal se lo olió.
– ¿Sabe? Muchos hombres la emprenden contra los muebles y se emborrachan cuando les ocurre eso. Usted se ha afeitado y ha vuelto al trabajo. Eso no es bueno. Cuando descargue lo que lleva dentro, va a ser mucho peor que romper muebles.
Bora tenía ahora tal control sobre sí mismo que su propia imagen en el espejo no traicionaba sus pensamientos.
– Le aseguro al general que no «descargaré» nada, y se equivoca si cree que quiero dejar Roma porque mi mujer está aquí. Su presencia no tiene nada que ver con mi deseo de abandonar mi puesto aquí. Si el general me hubiese dado permiso, habría partido el sábado pasado.
– Sabía lo que hacía.
– Aun así, sigo queriendo que me trasladen.
Westphal le dirigió una mirada severa por encima de su corva nariz.
– No moleste al mariscal de campo con sus deseos. Está de muy mal humor después del desastre de esta mañana en Castel Gandolfo, aunque a nosotros nos viene bien. ¡Quinientos refugiados muertos en la villa Propaganda Fide y ningún alemán por los alrededores que justificara las bombas aliadas! Pasaré fuera la noche y espero que mañana haya olvidado lo del traslado. Si espera lo suficiente, le aseguro que Anzio vendrá a usted.
***
Todos los demás, hasta la secretaria de Bora, se habían marchado ya de la oficina cuando Dollmann entró con una invitación y la dejó sobre el escritorio.
– Una reunión informal en mi casa, mayor. Espero fervientemente que asista. ¿Debo entender que está, por así decirlo, de nuevo en el mercado? -Al ver que Bora, malhumorado, no respondía, Dollmann explicó-: Acabo de tener la ocasión de acompañar a su encantadora esposa a la estación de ferrocarril. Ah, no se preocupe. He cuidado bien de ella estos días. Incluso la he llevado a bailar un par de veces. Vamos, vamos, mayor, antes de sulfurarse piénselo. Mejor yo que otro. Puede confiar en mí.
– Si no le importa, prefiero no hablar de mi esposa.
– Muy bien. -Dollmann esbozó una sonrisa vacua-. Si le apetece venir a la fiesta, ya sabe que está invitado. Dios mío, no voy a decirle que lo siento por usted. Creo que en Roma se está mejor soltero. -De pronto su expresión se endureció con una desagradable mueca burlona-. He visto que su coche está ahí fuera, con el motor en marcha y el chófer esperando. Sería un estúpido si cediera y fuera a despedirla.
La punta de la pluma de Bora se dobló en el papel y se formó una mancha de tinta.
– Métase en sus asuntos, coronel.
– Ya sabe que no pienso hacerlo. El sábado de la semana que viene, a las siete en punto, con uniforme de diario. -Dollmann agitó el guante a modo de saludo y salió de la oficina.
Bora no volvió a levantar la vista de su trabajo hasta las diez de la noche, cuando la distracción que había esperado obtener con sus deberes burocráticos dio paso al agotamiento. Por desgracia, lo único que le quedó tras arrancar todo lo demás capa a capa fue el pensamiento de su mujer.
Francesca volvió a la hora de la cena. En la mesa el profesor Maiuli informó a todos de que pronto daría lecciones particulares.
– Se llama Rau, Antonio Rau. Es un muchacho que desea pulir su latín, inspector. Esta mañana pensaba que me gustaría enseñar de nuevo, en la comodidad de mi propio hogar, y esta valiosa mujercita -dijo señalando a su jorobada y menuda esposa- entra en la habitación y dice: «San Cayetano, padre de la providencia, no permitas que en mi casa falte la subsistencia.» ¿Y qué creen que ocurrió? Pues que a mediodía ya tenía un alumno. Les digo que si los americanos tuviesen a esta mujer como mascota ya estarían aquí.
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