Se quedó donde estaba hasta que ella lo llamó. Entonces la sangre empezó a entonar de nuevo su canción oscura, que era como un murmullo, como una nota sostenida, sin palabras, que se desplazaba por sus venas hasta que todas ellas cantaron a su vez y las voces se multiplicaron en su interior. Voces conocidas que hablaban de matar, engendrar hijos y probar la propia valía. A ella nada de eso le importaba, pero en las entrañas de Bora la canción era negra y lo alimentaba, lo llenaba e impulsaba, y aun así lo dejaba hambriento. Lo enfureció que Dikta lo llamara porque temía que no volviese a invitarlo si la rechazaba ahora. Imaginó su desnudez bajo las sábanas y se odió por ser como todos los hombres, cuya determinación flaquea cuando su cuerpo se siente fuerte y enloquecido.
– Ven a la cama, Martin.
La canción que sonaba en su interior lo arrastraba. Le martilleaba, pero él albergaba el deseo desesperado y desatado de hacerla cambiar de opinión. La tristeza mortal y aquella necesidad desatada y desesperada lo llevaron a desnudarse y tenderse junto a su esposa en la cama, donde sufrió mientras ella deslizaba las manos y la boca hacia la proa erguida de su vientre.
Por la mañana, Benedikta yacía en la cama con la sábana entre las piernas y los tobillos cruzados. Recostada sobre las almohadas, su torso era rosado y opalescente a la luz de la mañana, y los pezones divergían en la cúspide de sus pechos, descarados, con las areolas pequeñas de las mujeres que nunca han dado a luz. Una fina pelusilla rubia formaba una línea en el vientre debajo del ombligo, adonde llegaba, como una ola cansada, la sábana retorcida que le cubría el sexo.
– Dame un cigarrillo -dijo.
Bora estaba sentado a los pies de la cama, de cara a ella, y aun así su voz lo sobresaltó. Ya vestido, ofrecía una extraña imagen deorden en el caos del lecho. Era la última vez, pensaba, que le desconcertaría la forma en que Benedikta buscaba la relación sexual, sin juegos previos, con una implacable necesidad de hacer el amor… cómo yacer con ella era algo ágil pero duro, no «yacer» juntos precisamente, sino una lucha muda y agotadora que los dejaba exhaustos en el húmedo espacio del lecho.
Ella todavía tenía rastros de humedad en la cara interna de los muslos, lechosa y delicada. Al verlo, Bora sintió una melancolía hueca, algo casi parecido al arrepentimiento. Encendió un cigarrillo para su mujer y se lo tendió.
– Lamento que hayas tenido que enterarte así, Martin.
– ¿Que hayas tenido que decírmelo a la cara? -Reflejado de forma inmisericorde en el espejo, su rostro recibió la luz que entraba por la ventana cuando se echó hacia atrás, y la expresión que mostraba era la adusta máscara militar Lo prefiero. -Una pequeña contracción de la mandíbula cuando hablaba fue el único cambio que Dikta percibió en su semblante-. ¿Puedo saber al menos la verdadera razón?
– Ya te la he dicho. No tenemos nada en común, ésa es la verdad.
– ¿Llevamos cinco años casados y no tenemos nada en común?
– Sólo hemos compartido tus pocas semanas de permiso, nada más. -Adivinando lo que Bora iba a decir, se apresuró a añadir-: No me interesa que me participes tus pensamientos y sentimientos, Martin. Me trae sin cuidado que me llames por teléfono o me escribas desde el frente. Lo que yo quiero es alguien conmigo ahora. Sin duda tú vivías para todos esos permisos; cuando todo estaba dicho, entonces la cosa se reducía a lo que tenemos entre las piernas, y aunque intentes adornarlo la verdad es que lo necesitas mucho. Es cierto. -Se encogió de hombros y luego los relajó-. Eres un buen amante… eso lo echaré de menos. Eres el mejor amante que he tenido.
El cumplido lo hirió, ya fuese por su fundamento mercenario o porque estaba sensible y la naturaleza animal del juicio de su esposa lo volvía vulnerable.
– No quiero que digas eso.
– Aun así, lo echaré de menos.
– Pero ¿cómo puede estar ocurriendo esto? Yo te amaba, no era sólo por el sexo.
– Lo comprendo, pero eso no cambia nada. No hay posibilidad de apelar, porque he explicado a la Iglesia mis motivos… mis faltas, si quieres, y el matrimonio quedará más que disuelto; nunca habrá existido. -Las mejillas de Dikta se ahuecaron al dar una calada al cigarrillo-. En cuanto a lo que querías esta vez… Algunas personas me lo advirtieron después de que te hirieran. En estos tiempos os pasa a todos los hombres, aunque no lo digáis. Ante la posibilidad de morir sentís el deseo frenético de reproduciros. Pobre Martin… Comprendo tu necesidad, pero yo no quiero tus hijos.
– Nunca te he dejado embarazada. -Bora buscó nerviosamente el encendedor en sus bolsillos.
Ella lo miró. Luego colocó bien las almohadas detrás de la espalda.
– ¿Por qué me dices eso?
– Porque quizá no puedas quedarte encinta, aunque siguiéramos juntos.
Ella fumó en silencio durante unos minutos, con la cara vuelta. El humo se elevaba desde su boca formando volutas y quedaba suspendido sobre su cabeza, como un halo, creando una ilusión de luz azulada en torno a ella. Casi se acabó el cigarrillo antes de volver a hablar.
– Sí lo estuve -afirmó con tal calma, con tal aparente seguridad que su marido tuvo tiempo de asimilar el golpe y fingir que se recuperaba-. Cuando viniste hace un año por Navidad fue la tercera vez. Estuve a punto de decírtelo, pero pensé que era mejor callar. Me sentía fatal y no quería tenerlo. Y no lo tuve. Había visto sufrir a la mujer de tu hermano con el embarazo, las molestias, los cambios en su cuerpo, y luego el dolor al dar a luz al hijo de alguien que ya se estaba pudriendo en Rusia. -Apartó la sábana y él no reaccionó ante su desnudez, pero su respiración era pesada y rápida-. Me libré de ellos, Martin. Es mejor que lo sepas y no preguntes nada. Sólo eran unos coágulos de sangre, no eran niños. Nada más que unos trocitos de carne que quedaron en la mesa de la comadrona.
A Bora le entraron ganas de vomitar. Se levantó y fue al baño, se acercó al frío borde del lavabo y se dobló en dos, presa de las arcadas. Sólo experimentó unas dolorosas náuseas que apenas le hicieron expulsar un poco de saliva, porque no tenía nada en el estómago, que se retorcía como un trapo sin líquido que soltar. Después lo asaltó la ira, y un sufrimiento probablemente aún mayor. Un agudo dolor físico, como cuando la granada le arrancó la mano y la sangre brotó a borbotones y le salpicó; trozos de carne, de hueso, fragmentos de su cuerpo, trocitos de sí mismo, coágulos de sangre. Apoyado contra la pared alicatada, con respiraciones irregulares dejó que el aire saliera desde los pulmones por la boca abierta; luego inspiró hondo y espiró, como había hecho para soportar la atrocidad de la mutilación sin gritar, hasta que recuperó el control infligiéndose una violencia extrema, casi como si se forzara a sí mismo. El dolor persistió largo rato. Arañas de dolor tejían en él su tela, la tensaban y retorcían, y luego se comían sus hilos de saliva y se arrastraban una tras otra por sus miembros dejándolo insensible.
Desde la ventana abierta el agradable aire de la mañana le secó el sudor frío del rostro y el cuello.
Las medias caían de las manos de Benedikta como venas de agua fangosa cuando empezó a vestirse sentada en la cama. Si ella hubiese yacido muerta sobre el colchón, si él hubiera yacido muerto a los pies del lecho, no habría pasado menos entre ambos que en aquel momento. Se puso el sostén sin mirar a Bora, como si fuera un desconocido al que uno encuentra en un probador. Sus dedos abrocharon la cinta de encaje sobre el vientre, luego la hicieron girar y la subieron hasta el pecho. Se cubrió los senos con las copas y se pasó los tirantes de raso por los hombros.
Bora no podía mirarla. Pasó a su lado para coger el arma y la pistolera de la mesilla de noche, se la ciñó y salió de la habitación. Fuera el aire estaba límpido y el cielo despejado. En las calles, las sombras formaban alfombras azules sobre las cuales la gente se volvía azul. Fue en coche hasta Villa.Umberto y entró en el parque atravesando los campos de equitación, donde el verde se imponía al azul incluso en aquella época del año. Estacionó el vehículo bajo el encaje que creaban las ramas de los pinos y se quedó sentado en él. Una hora después, se acercó un policía para averiguar discretamente qué hacía allí y le dijo que no pasaba nada, aunque tenía la Walther en el regazo; cuando más tarde apareció otro agente, Bora se limitó a apuntarle con la pistola.
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