– ¡Martín!
Era evidente que no esperaba encontrarlo allí, pero Bora interpretó su sorpresa como una reacción ante sus heridas, un obstáculo que había previsto pero que ahora le resultaba insoportable. De pronto todo -su mutilación, las flores, el mismísimo espacio que había entre ellos- le sobraba. La estrechó entre sus brazos y se besaron, y desde el abrigo desabrochado el perfume del vestido de Benedikta ascendió vertiginosamente hacia él; su contacto lo excitó de inmediato v le provocó un dolor jubiloso, y la sangre aulló en sus venas mientras la vida lo reclamaba y se reafirmaba. Explorar con la lengua su boca, encontrar al instante el manantial de su saliva, el dulce borde de su lengua, lo hizo ruborizar hasta notar el rugido de la sangre en los oídos.
Los ojos de Benedikta, tan tristes en otras ocasiones, lo miraban como estrellas resplandecientes, pero él sólo vio en ellos la excitación física.
– Sigues sabiendo muy bien… -dijo ella-. ¿Cómo te encuentras? Me alegro de que hayas venido a recibirme.
Las flores habían quedado aplastadas en el abrazo y ella se echó a reír.
– ¿Por qué me dijiste que cojeabas? ¡No cojeas!
Se dirigieron hacia la salida. Bora no recordaría después si había más personas en el tren o en el andén; era de suponer que sí, pero no las vio. Dikta llenaba con palabras nerviosas el silencio de su admiración y lo observaba por debajo del fino arco de sus cejas.
– No sé por qué te ha dicho tu padre que venía. Sí, están todos bien. Mamá está bien. Tu cuñada te manda saludos. Blubo y Ulki tienen cachorros. Y tú, Martin, ¿estás bien?
Bora estaba demasiado excitado para pensar. La llevaba cogida del brazo, aspiraba su perfume y se decía que todo iba bien, porque ella estaba allí y lo quería. Respondió a la pregunta como solía, con brevedad, y ella rió de nuevo.
– Qué bien se te da.
Fuera les esperaba un coche con chófer. Dikta le preguntó adónde la llevaba y Bora contestó:
– Al Hotel d'Italia. Es donde me alojo.
Ella se volvió hacia el chófer, que estaba cogiendo sus maletas del carrito del mozo de estación para cargarlas en el portaequipajes, y le indicó:
– Cuidado con la sombrerera; no es un macuto militar. ¿Seguro que quieres que nos alojemos juntos, Martin?
– Pues claro. ¡Ni se me ocurriría otra cosa!
– Como quieras.
– Es un lugar seguro, Dikta.
Durante el breve trayecto hasta el hotel, Bora contuvo su ansiedad y respondió distraído a las preguntas acerca de los monumentos por los que pasaban. El costado de Benedikta, su musculosa cadera de deportista, se apretaba contra el suyo en el asiento; ninguno de los dos tenía un gramo de grasa, y él se estremecía con el mero contacto. El deseo desenfrenado por su esposa lo dominaba, era como si no conociera su propio cuerpo y lo que le ocurría fuese algo extraño y terrible. Se controlaba porque estaba el chófer y porque estaba acostumbrado a la autodisciplina, pero ansiaba tocarla a través de sus finas ropas, meterse debajo del vestido de lana gris. Era como si todo sufrimiento valiese la pena sólo por disfrutar de aquel momento, como si el dolor y la proximidad de la muerte y el peligro se disiparan en ella, quedaran encerrados dentro de ella.
– ¿Has adelgazado, Martin?
– No lo sé.
– Estás pálido. Se te notan las venas en las sienes. ¿Es una cicatriz lo que tienes en el cuello?
– No es nada. Del parabrisas, cuando estalló.
Ella apartó la vista. Cuando tomaron un recodo de la calle, el sol de pronto iluminó el cuello de lana de su abrigo; al ver aquello y el mohín de sus labios recortados contra el frío brillo del día, a Bora se le hizo la boca agua. Pródiga y bella, pródiga y bella. Sintió el desvergonzado deseo de lamerle el rostro lentamente, buscar su boca y romper de nuevo su sello, enloquecido por extrañas imágenes de intimidad que le hacían mudar el semblante. Dikta lo sabía, por supuesto, pero no hizo nada hasta que llegaron al hotel y cruzaron el vestíbulo, donde otros oficiales se volvieron a mirarla. En el ascensor, inesperadamente le puso una mano entre los muslos y lo besó detrás del mozo cargado de hombros.
Cuando se cerró la puerta de la habitación, él la abrazó codiciosamente. Se hablaban contra la boca del otro, pero ahora los labios, las manos y los movimientos habían perdido su delicadeza y sus cuerpos se frotaban en un frenético y silencioso roce de ropas, hasta que Benedikta dejó caer la falda y la enagua hasta los tobillos y su cuerpo cubierto hasta las caderas casi desnudas resultó escandaloso e irresistible. Bora le acarició los muslos y perdió la cabeza. Se liberó sólo de la parte del uniforme que le estorbaba y no reparó en cómo desgarraba la seda que cubría la húmeda y profunda hendidura del cuerpo de su mujer.
Más tarde, Benedikta se mostró divertida por el bochorno que él sentía. Descuidadamente recogió los jirones de su ropa interior y se dirigió hacia el baño.
– No te disculpes, Martin. Después de todo, ha pasado un año entero. Debería guardarlo como recuerdo, porque siempre eres tan comedido…
Bora se quedó de pie, avergonzado, con las ropas húmedas, viendo cómo ella se duchaba. Lamentaba que el encuentro se hubiera producido así, no sólo por su rapidez, sino porque le parecía degradante. Porque él la amaba y su corazón ansiaba un amor más lento y más completo, pero Dikta siempre calmaba su propia urgencia de forma rápida. Se excitó de nuevo al ver su cuerpo brillante por el agua, mientras ella se enjabonaba y se pasaba las manos por los pechos, los muslos y las rodillas. Se preguntó anhelante cómo se redondearía su vientre para albergar a un hijo de su sangre. Quizá la Navidad próxima… ¿Por qué no? Le daba vueltas la cabeza sólo de pensar que podía haber ocurrido ya, por aquel líquido translúcido que había pasado de él a ella. Así de rápido. La latencia de una vida, en su precariedad, hacía que todos los peligros fuesen soportables, irrelevantes incluso, y la volvía a ella mucho más valiosa aún.
Mientras la observaba, fuera de la habitación el silencio sólo quedaba roto por el rítmico paso y los cantos de las columnas de SS que, como todos los días, marchaban para su entrenamiento por via Rasella.
Como si saliera de una lluvia cálida, Benedikta se recogió el pelo y lo retorció para eliminar el exceso de agua.
– Vamos, prepárate, Martin.
Mientras iban en el coche (ella no quería comida italiana, de modo que se dirigían al Corso, a un restaurante húngaro), Bora no podía pensar en nada más. Cuando una joven embarazada entró en el restaurante, se sonrojó, pero su esposa no lo notó.
A media tarde ya estaban de vuelta en el hotel. Benedikta le dijo en tono de broma que debía mirarla menos y comer más. De la maleta abierta sobre la cama empezó a sacar su ropa. La alisaba con las manos y la colocaba a un lado. De cada prenda que desdoblaba se desprendía su perfume, como si sus propios movimientos fueran un aroma.
– Gracias por las rosas, son muy bonitas -dijo-. Y por ir a recibirme a la estación.
– ¿Cómo podías pensar que no acudiría?
Ella sonrió después de colocar en silencio algunas prendas.
– Bueno, habría sido comprensible teniendo en cuenta… En todo caso, me alegro de que no lo hayas mencionado, Martin.
– ¿Que no mencionara qué? -preguntó Bora, que creía que Benedikta estaba hablando de tener un hijo o de sexo. Encendió un cigarrillo para ella y se lo tendió por encima de la cama-. Creo que ambos estábamos pensando en eso.
– Eres estoico. Es admirable cómo te enfrentas a la adversidad.
– Ah, es eso. La verdad es que no tenía mucha elección, Dikta. Ella dio una calada y dejó el cigarrillo en equilibrio sobre el borde del cenicero. Cuando se inclinó sobre la maleta, dejó ver la deseable curva del busto bajo la blusa.
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