– Sí, por favor.
– Bien. Tenga. Yo también fumaré. -Bora encendió el pitillo y exhaló una rápida bocanada de humo-. Podrían haberme trasladado a un hospital alemán el pasado septiembre, pero no quise poner en peligro mi misión. Creo que hicieron un buen trabajo en Verona. De todos modos, la mano no podía salvarse. Ya lo sabía.
– Parece que se defiende bien.
– Ya. -Bora sonrió-. Tendría que haberme visto esta mañana. Me rajaron los cuatro neumáticos del coche. ¿Ha intentado alguna vez cambiar una rueda con una sola mano? Bueno, pues cambié las cuatro, yo solito. Me defiendo bien, sí. -Aunque estaba sentado de cara al espejo de la pared de enfrente, Bora evitaba mirarlo-. Me pasé semanas aprendiendo a abrocharme y desabrocharme los pantalones, ponerme la camisa y abotonármela, colocar la correa metálica del reloj en la punta del larguero de una silla para poder meter la mano derecha, y todo ello en un tiempo récord. Ahora me visto más deprisa que antes con las dos manos. Me afeito, conduzco, escribo a máquina, hago flexiones, disparoun fusil. Sin embargo, estrictamente hablando, ahora no puedo lavarme las manos, aplaudir ni abrazar a nadie. También se ha acabado lo de tocar el piano, que a veces es lo que más me cuesta sobrellevar. -Dio varias caladas al cigarrillo y, animado por el silencio de Guidi, añadió-: No; eso no es cierto, claro. Lo más difícil será ver a mi mujer el jueves.
Guidi no entendía cuál era el problema.
– ¿Ella no lo sabe?
– Sí, lo sabe. La última vez que hablamos por teléfono fue en octubre.
– Estoy seguro de que está deseando verlo.
– Eso espero. -Bora sonrió con timidez-. De todos modos, está claro que quiere sorprenderme. Me he enterado de su llegada por el telegrama de mi padrastro. Se quedará ocho días. Yo estaré trabajando, por supuesto, pero gracias a Dios podré pasar las noches con ella. No hace falta que le diga lo insoportable que resulta físicamente una separación de un año.
En ese momento se fue la luz. El sonido de las sirenas, que empezaron como un gañido quejumbroso, aumentó de tono en la oscuridad.
– ¿Un ataque aéreo? -preguntó Guidi-. Yo creía que Roma era una ciudad abierta.
– Sí -repuso Bora con tono seco-. A veces las bombas también se equivocan.
– ¿Qué hacemos?
Ningún ruido que delatara movimiento acompañó a la respuesta de Bora:
– Hay un refugio en el sótano del hotel. En caso de un ataque directo, podemos elegir entre volar en pedazos o quedar entenados bajo los escombros de todos estos pisos.
– Me arriesgaré a quedarme aquí, si a usted no le importa. -No. Yo también me quedo.
Del otro lado de la puerta llegaba ruido de gente que bajaba a tientas por las escaleras. Guidi tenía la boca seca. En la oscuridad absoluta, el aullido de oscilante intensidad era como un fantasma sonoro que corría por la ciudad. «Espero que Francesca esté a salvo -pensó de pronto-. Me da igual con quién esté… pero que esté a salvo.»
La llama del encendedor de Bora parpadeó.
– ¿Otro cigarrillo?
– No; ahora no.
El ascua del cigarrillo permitió a Guidi ver a Bora en los minutos siguientes… unos minutos largos que se prolongaban y achataban en tiras de tiempo, y durante los cuales Guidi intentaba discernir si tenía miedo o sólo estaba nervioso. Desde luego, la posibilidad de morir agudizaba su sensación de soledad; era como si de repente ninguna regla fuera aplicable y toda vida resultase vulnerable. Si Bora estaba pensando que era injusto morir a pocos días de la llegada de su esposa, lo único que mostraba eran los lentos arcos luminosos que dibujaba su cigarrillo cuando le daba largas caladas. Guidi se reclinó en la silla y expulsó todo pensamiento de su mente para no sentir apego a nada cuando las explosiones recorriesen la ciudad de punta a punta.
Pero las explosiones se retrasaban. En aquel extraño silencio Bora dijo:
– No entiendo por qué tardan tanto.
Guidi lo oyó caminar con impaciencia hacia la ventana, tantear en busca del tirador y abrir. El frío aire de la noche inundó la habitación. Los reflectores barrían el cielo y su luz acariciaba aquí y allá la parte inferior de las nubes y se diluía o se reflejaba en ellas. No se oía ruido de motores ni de baterías antiaéreas, ni siquiera desde el asediado barrio de Castro Pretorio. El único ruido de artillería que sonaba a intervalos regulares procedía de Anzio.
– Sólo obuses -observó Bora-. Puede que los reflectores hayan iluminado una nube, o quizá era un avión amigo. -No cerró la ventana hasta que empezó a sonar la señal de que la alarma había pasado.
Pronto volvió la luz, se fue de nuevo y luego volvió definitivamente. Guidi se sentía avergonzado porque había tenido miedo y a buen seguro no había conseguido disimularlo.
– No ha sido exactamente un bautismo de fuego, ¿verdad? Bora tuvo la cortesía de fingir no haberlo notado.
– Demos gracias por lo que tenemos. ¿Le apetece un coñac? -Pues no me importaría.
Cuando bajaban hacia el bar, se encontraron con otros huéspedes, tanto civiles como militares, que volvían a sus habitaciones desde el sótano, algunos medio vestidos. Uno de ellos era el capitán Sutor de las SS, a quien Bora no esperaba ver allí en mangas de camisa y con una mujer, pero al que saludó con una leve inclinación de la cabeza.
3 DE FEBRERO
– Bueno, ¿por qué han detenido a Foa? -decidió preguntar Westphal a Bora.
– No hay ninguna acusación concreta, excepto que no ha colaborado con los oficiales de la Gestapo. Al parecer se negó a dar informes de algunos colegas de los carabinieri reales.
– Lo tienen en arresto domiciliario, ¿no?
– No; está en la prisión gubernamental. Francamente, es poco razonable esperar que denuncie a sus camaradas oficiales.
Westphal tomó un papel con filigrana y empezó a escribir.
– Si es listo, eso es lo que hará. Por supuesto, yo a los de las SS o las SD no les daría ni la hora, pero Foa no tiene elección. Gracias por decírmelo, Bora.
– ¿Debemos pedir que tengan un poco de consideración con él? Tiene casi setenta años.
Westphal estaba de un humor excelente por las noticias de la sangrienta derrota de las tropas americanas en Cisterna y no se enfadó.
– No. ¿A nosotros qué nos importa? A usted lo insultó por teléfono. Tome. -Le tendió la hoja de papel firmada-. Dos días de permiso a partir de mañana. Vaya a recibir a su mujer a la estación, por el amor de Dios. Faltan tres horas, pero tenerlo rondando por aquí es como tener un ternero enfermo en una granja. Ahora no me sirve de nada. A menos que llegue el fin del mundo, procuraré que nadie lo moleste hasta el lunes por la mañana.
Bora se apresuró a ir a la estación Termini.
Cuando entraba, se encontró con el coronel Dollmann, que salía sin prisas.
– ¡Bueno, bueno! -Se detuvo sólo lo suficiente para saludarlo, sin apartar la vista de las flores que llevaba Bora-. ¡Qué galantes estamos esta mañana! ¿Es legítima o ilegítima? -Cuando el otro respondió a regañadientes, se echó a reír-. También puede ser divertido. Que lo disfrute.
Bora caminó de arriba abajo por el solitario andén hasta que el tren entró por la derecha y se detuvo en las vías blancas por el hielo. La estación (mármol, piedra caliza, superficies desnudas) dejó de parecer tan grande cuando el rostro de Benedikta, borroso detrás de la ventanilla y enmarcado por su cabello rubio, apareció ante él. Notó con claridad que su corazón se encogía convulsivamente y bombeaba sangre mientras ella se apeaba. Con mirada ansiosa escrutó la plenitud de sus pechos bajo el vestido gris de lana, las piernas esbeltas, el cabello recogido flojamente bajo el ala del pequeño sombrero.
Читать дальше