Cuando salieron del teatro la noche estaba clara y hacía mucho frío; incluso Bora lo admitió. Se oía claramente el retumbar de cañones más allá de la ciudad. Guidi lo miró en la penumbra y el ayudante de campo comentó:
– Qué noche más bonita. -Después de su visita al frente sabía que lo peor ya había pasado y que habían conseguido contener al enemigo. Sin embargo, no dijo nada que permitiera a Guidi aventurar conjeturas-. He recibido un telegrama de mi padrastro -agregó-. Mi mujer llegará la semana que viene.
25 DE ENERO
– He investigado lo que me pidió, inspector -dijo Danza a Guidi-. La chica figura en el registro con el apellido de su madre, Di Loreto. No consta apellido paterno. Ha asistido a clases en la academia de bellas artes, se hace llamar Lippi y dice que es estudiante de arte. Complementa los ingresos de su trabajo en una papelería posando para algunos pintores, que al parecer es como se gana la vida su madre. Poco más hay que añadir… Trabaja en una papelería en la piazza Ungheria.
– ¿Tiene amigos o amigas?
– Conocidos. Va al cine con ellos de vez en cuando. No se sabe que tenga una relación estable. Si está embarazada, ignoramos de quién ni de cuánto.
– Intente averiguarlo. ¿Algo más?
– Depende de lo que ande buscando. Podemos pedir que la sigan, inspector. Tal vez descubramos algo.
Los datos sin más revelaban tan poco como los que atañían a Magda Reiner, y el paralelismo provocó cierta desazón a Guidi. Anotó el nombre de los estudiantes y de la mujer de los labios pintados de rojo.
– No. Investigue a éstos.Danza leyó la lista y se echó a reír.
– ¡A ésta la conozco!
– ¿Qué quiere decir? ¿Está fichada?
– En la brigada antivicio. Nada importante. Prostitución callejera sobre todo. En los dos últimos años se ha portado bastante bien. Supongo que no quedan demasiados hombres por aquí.
– ¿Política?
– ¿Pina? No; nada por encima del ombligo.
De no ser por el uniforme, el teniente coronel Kappler le habría parecido un hombre insignificante. Lejos de consolar a Bora, a quien habían invitado al cuartel general de la Gestapo para hablar de las operaciones contra la resistencia, la idea en cierto modo lo angustió. El capitán Sutor, después de presentarle con una rigidez que denotaba animosidad, salió de inmediato cuando Kappler rodeó el escritorio para estrecharle la mano.
– Me alegro de que haya podido venir, mayor. Quería hablar con usted desde que nos conocimos en la fiesta de Ott. Después de todo, ambos tenemos una larga experiencia haciendo frente a las dificultades. ¿Ha oído que Graziani ha desaparecido de la ciudad?
Con la única ventana del despacho cerrada y la luz eléctrica encendida, el espacio resultaba claustrofóbico. Bora se mantuvo en guardia, pero procuró no traslucir la tensión. Era el momento de estudiar el carácter del otro, de observarse mutuamente con detenimiento y tomarse las medidas. Era consciente del escrutinio de Kappler y de la necesidad de transmitir una imagen de tranquilidad.
– No estoy destinado a los servicios de inteligencia en Roma. Mi experiencia se centra en el fin militar de las operaciones de la guerrilla, nada más.
Kappler se echó a reír.
– El general Westphal me ha hablado de su preocupación por las actividades de los partisanos después del desembarco en Anzio. Los atentados del miércoles y de ayer demuestran que tenía usted razón. Comparto su preocupación y me parece muy inteligente que coordinemos nuestros esfuerzos. Da igual lo que tarden los aliados en llegar; usted sabe que estamos aquí de prestado. Nada más.
Bora lo miró sin decir nada, de modo que Kappler añadió:
– Estimo que tardarán de dos a seis meses, quizá menos. -Como Bora seguía sin hablar, asintió con la cabeza y cogió una hoja del escritorio-. Estamos en las últimas, en lo que concierne a Roma. Por eso debemos hacer algunos preparativos.
– Yo he realizado la mayor parte de mi servicio en Rusia, coronel, y sólo algunos de los principios son aplicables a Roma. Todo depende de la cohesión ideológica de los partisanos y del apoyo social que reciban. Seguramente cuentan con la ventaja de la proximidad.
Kappler le tendió una lista de organizaciones clandestinas.
– Ideológicamente son un cajón de sastre, pero todos nos odian por igual. Vienen a ser lo mismo.
Bora leyó el papel. Sin levantar la vista dijo:
– El terreno es de lo más difícil, tanto si retrasamos dos horas el toque de queda como si no. En lo que a mí respecta, las condiciones son similares a las de la selva, y sabemos qué zonas de la ciudad se han convertido en reductos inexpugnables.
La alusión al Vaticano llevó a Kappler a apostillar:
– Y en verdaderos refugios y santuarios.
Bora levantó la vista del papel, pero no miró a Kappler sino el mapa de Roma que había en la pared.
– No cabe duda de que fuera de la ciudad los aliados les están suministrando armas. Cuando estuve en el norte, el número de partisanos se estimaba en un millar en todo el país. No tenían armas buenas, sólo granadas Brixia, pistolas baratas, ningún arsenal digno de ese nombre. ¿Cuántos calcula usted que son miembros pasivos o realizan alguna operación de vez en cuando, y cuántos están en activo y a tiempo completo?
Kappler le dio unas cifras que Bora no discutió.
– No obstante, hay muchos agentes extranjeros ocultos en Roma. Americanos, británicos… personas que, como usted mismo, hablan el idioma lo bastante bien para pasar por italianos. Se rumorea que hay por aquí cuatrocientos prisioneros de guerra aliados que lograron fugarse. Vaya usted a saber, quizá asisten a nuestras fiestas… Y con colegas como Dollmann…
Bora hizo caso omiso del comentario y sacó un fajo de documentos de su maletín.
– He traído copias de las directrices del ejército que recibimos entre finales de noviembre y principios de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. Tome, por favor. En Rusia las unidades de la resistencia ascendían a más de quinientas. Tenían grandes extensiones de tierra a su disposición, conocían el terreno, hablaban el dialecto local y podían presumir de disponer de comandantes bien adoctrinados.
– ¿Ahorcó usted a alguno? -Ahorqué a más de uno.
– Pero ¿acaso las compañías como la suya no perdonaban la vida a los que se rendían, que era una buena costumbre del ejército al principio de la guerra?
– Yo hablo ruso. Los comandantes que desconocían la lengua estaban en desventaja a la hora de preparar panfletos de propaganda y hablar con la población. Los ahorcamientos indiscriminados sólo contribuyen a causar más problemas, a menos que se sepa mantener bien la presión. Como sabe, coronel, gobernar mediante el terror en los territorios ocupados tiene sus inconvenientes.
– En Roma no nos enfrentamos a unos chapuceros analfabetos.
– Se puede ser muy culto y al mismo tiempo chapucero. Nuestro problema en Italia está en el norte, igual que en el pasado reciente. Incluso podrían formarse «repúblicas partisanas» según el modelo soviético. En cuanto a Roma, yo prestaría atención al santoral fascista… Las tropas irregulares tienden a lanzar ataques en fechas significativas, lo que ideológicamente es correcto pero predecible.
Kappler tenía una expresión extraña, entre admirativa y maliciosa.
– En cualquier caso, debemos asegurarnos de que no surja ningún problema. Estoy hablando, creo, con una persona que comprende muy bien el peaje personal que hay que pagar en aras del valor. Es decir, creo que usted debe de sentir cierta amargura. -El silencio de Bora animó a Kappler a continuar-. Deje que le enseñe cómo hacemos nuestro trabajo, mayor.
Lo que siguió fue una visita guiada por los demás pisos del amplio edificio, donde los apartamentos se habían convertido en un conjunto de celdas. Bora se fijó en los tabiques y en las ventanas cegadas con ladrillos, y notó que el aire viciado estaba impregnado del característico olor dulzón de las salas de interrogatorios, a sudor masculino y sangre lavados con agua y jabón. En apariencia nada de eso le puso nervioso, por lo que Kappler pudo apreciar.
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