– Llame a Soratte enseguida.
Bora ya se alejaba del umbral cuando la voz de Westphal le hizo retroceder.
– Hay que prepararse para evacuar este edificio y la ciudad.
A primera hora de la mañana se evaluó la magnitud del desastre. Para entonces ya habían despachado tropas de urgencia a fin de acordonar la zona de desembarco, y el hueco que quedaba tras ellos probablemente sería rebasado en cualquier momento. Sin embargo, a mediodía el tapón seguía firmemente en su sito.
– Si no se deciden hoy ni mañana -dijo Westphal, verbalizando su deseo, con los ojos brillantes de angustia y esperanza-, todavía podríamos deshacer las maletas.
A Bora le resultó más fácil no sonreír.
– Están a menos de sesenta y cinco kilómetros. En Rusia recorrimos esa distancia en una hora.
– Pero no se enfrentaban a soldados americanos. No, no. Schlemm y Herr lo están haciendo muy bien. La división sesenta y cinco es un fantasma resucitado, pero pronto tendremos la trescientos sesenta y dos y las demás, si logramos contenerlos hasta entonces. La división blindada lo conseguirá. -Westphal se puso el sobretodo-. Voy a Soratte y no volveré hasta que aparezca Von Mackensen. Si Kappler reclama más hombres, dele lo que pida.
Bora salió tras él del despacho.
– Dada la importancia de las noticias, me permito indicar que en los próximos días asistiremos a un recrudecimiento de los ataques de la resistencia en Roma.
– Sí, claro. Me aseguraré de que el mariscal de campo escuche la voz de la experiencia… y le prometo que pondré sacos de arena en mi coche. Hablando de experiencia, ¿sabemos algo de Holz?
– De sus subordinados. Lo han matado hoy a primera hora.
– Qué pena. Bueno, duerma un poco mientras pueda. Si le llaman del Vaticano, no se ponga, a menos que sea del secretario de Estado para arriba. Ya sabe lo que debe hacer si el enemigo consigue pasar. -A punto ya de marcharse, Westphal parecía alterado, pero de pronto se volvió sonriendo hacia el semblante pálido e impasible de Bora-. Quién sabe. Se pueden oír los cañones desde Roma…
23 DE ENERO
El domingo parecía que los alemanes se habían desvanecido por ensalmo. Sus vehículos grises no patrullaban las calles. Incluso las feroces bocas de los tanques se habían retirado de todas las avenidas y las plazas recoletas. Rumores disparatados de liberación corrían por la ciudad y se negaban, pero el retumbar sordo de la artillería hacia el oeste no mentía. Guidi se sorprendió al oír la educada voz de Bora, quien le proponía por teléfono tomar juntos un almuerzo tardío.
– Imposible, mayor. -Decidió rechazar la invitación-. Tengo trabajo.
– Muy bien. Entonces iré a verlo.
Guidi no tuvo oportunidad de decir nada, porque el alemán ya había colgado. Durante los diez minutos siguientes se dedicó a ordenar el escritorio, pues sabía que Bora no tardaría en llegar a via Boccaccio desde via Veneto. Pronto el Mercedes negro se detuvo junto a la acera y el ayudante de campo se apeó con aire despreocupado, con el abrigo doblado en el brazo izquierdo, y subió por la escalera con su andar rígido y rápido.
– Deje la puerta abierta -indicó a Guidi-. He pedido que traigan la comida.
– ¿Aquí?
– ¿Por qué no? -Bora no dijo que apenas había probado bocado en los dos últimos y frenéticos días-. Tengo hambre.
Los hombres de la comisaría desaparecieron discretamente. En cuanto a Bora, consciente de que nadie se atrevería a preguntarle por la situación militar, se mostró más despreocupado de lo que la situación requería. Preguntó amablemente a Guidi por su nuevo domicilio y si podría serle de ayuda «ahora que al parecer trabajaremos juntos».
Guidi observó al alemán, plantado junto a la ventana, de espaldas a ésta con evidente desprecio de toda prudencia, y sospechó que tal vez intentaba ocultar las señales de la falta de sueño o la preocupación. Se acercó a él para verle mejor la cara.
– ¿Quiere decir que no lo sabía en nuestro primer encuentro?
– Claro que no, me enteré hace sólo una semana, pero me alegro. -Para mirar al inspector a la cara, Bora se volvió hacia la luz del día, que estaba algo nublado. En su fino cutis las arrugas desaparecían cuando cambiaba su expresión-. ¿Por qué me mira de esa forma? -Se echó a reír.
Guidi se encogió de hombros.
– Pensaba que quizá no sea buena idea hablar junto a la ventana -se limitó a contestar. Retrocedió unos pasos y señaló una silla-. ¿Quiere tomar asiento?
– No, gracias. Mi trabajo en Roma me obliga a pasar demasiadas horas sentado.
Había tal despreocupación en aquella respuesta que Guidi se sintió tentado de creer que los rumores de invasión no podían ser ciertos. No obstante, Bora parecía cansado, eso era evidente.
Mientras comían, conversaron sobre el caso Reiner.
– Roma es nuestra. -Bora dejó caer aquella insinuación política como si estuviese hablando de una propiedad inmobiliaria-. No permitiremos que el asesino escape… si es que hay asesino. Queremos atraparlo.
– El Rey de Roma quiere atraparlo -apostilló Guidi con ironía-. No es posible que sienta usted aprecio por Maelzer, mayor. Es un zopenco y un borracho. Los romanos no lo soportan.
– Bueno, yo no soy romano.
– Le conozco demasiado bien para creer que simpatice con él. Bora comía despacio, sin levantar la vista.
– Usted no me conoce en absoluto.
Mientras Guidi, al ver aparecer las viandas, descubrió que tenía apetito, el alemán parecía haber perdido el interés por la comida. Se reclinó en su asiento, sacó una llave del bolsillo y la dejó encima de la mesa.
– Tengo una agenda muy apretada, así que visitaremos la casa de Reiner en cuanto acabemos.
– Si no le importa, iré en mi coche.
– Bien. Yo preferiría ir mañana a primera hora, pero estaré un poco ocupado. -Bora quitaba hierro a su misión (como hacía a menudo), ya que de hecho tenía que visitar el frente de Anzio en nombre del general Westphal. De todas maneras, su calma era genuina, porque no tenía miedo-. Sin embargo, mañana después de trabajar iremos a ver una obra de Pirandello. Ya le explicaré luego por qué.
En el apartamento de Reiner, en via Tolemaide (una bocacalle de via Candia, en el barrio de Prati), Bora se asomó por la ventana y miró la acera, cuatro pisos más abajo.
– ¿Alguien la vio caer? -preguntó a Guidi.
– No. El toque de queda era a las siete entonces, y pasaba de esa hora. Tal como está prescrito, todas las luces estaban apagadas. Un vecino dice que oyó gritar a una mujer entre las siete y media y las ocho, pero no está seguro de que tuviese que ver con el incidente.
Bora se volvió.
– No es un invierno demasiado frío comparado con los de Alemania, pero desde luego hace frío. ¿Por qué tendría abierta la ventana del dormitorio?
– Quizá porque pensaba quitarse la vida. A pesar de que no se hayan encontrado las llaves (alguien pudo cogerlas en la calle, si las llevaba encima cuando cayó), no podemos descartar el suicidio, ni siquiera un accidente. Investigaré todas las posibilidades.
Mientras Guidi empezaba a registrar la habitación, Bora se quedó junto al alféizar de la ventana observando con aire taciturno los pequeños restos de vida que había allí: excrementos de paloma, una pelusa, unas pavesas llegadas de Dios sabía dónde. «Qué poco queda después de nuestra muerte», pensó. Su siguiente pregunta sonó despreocupada por encima de la vibración de los cristales que producía la artillería lejana:
– ¿Qué ropa llevaba cuando murió?
Con la cabeza metida en el armario, Guidi sacó un sobre del bolsillo y se lo tendió.
– Aquí tiene las fotos. Quizá prefiera verlas cuando haya pasado más tiempo desde la comida.
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