– El ejército no se mete en política, cardenal.
– Pero sí las SS. Sí la Gestapo. Lo que está diciéndome es que ustedes, los alemanes, no frenarán ningún exceso de nuestras fuerzas policiales ni de las suyas.
Bora se bebió el café y dejó la taza.
– El cardenal puede ayudarnos asegurándose de que no haya necesidad de ningún exceso policial. -No había sonreído durante toda la conversación y ahora empezaba a irritarse-. Cuando hablamos de la «Roma subterránea», nos referimos a algo más que las catacumbas, y la Iglesia parece tener algo que ver en ello.
– No se atrevería a decirle eso a Hohmann. ¡Es una insolencia!
– Pero es cierto.
Borromeo cruzó las piernas con impaciencia y se levantó la vestidura para liberarlas.
– El domingo hay un concierto en la iglesia evangélica de via Toscana. Música de Hammerschmidt… Si asiste usted, le daré una respuesta. -Se encogió de hombros al ver la cara de extrañeza de Bora-. Ah, sí, voy a los oficios protestantes de vez en cuando. No vestido así, por supuesto. Es bueno saber qué tal lo hace la competencia, especialmente si hay buena música.
Cuando Bora volvió de su recado, Westphal exclamó:
– ¡Malditos curas! Les cuesta una eternidad decidirse, y lo único que queremos es que rechacen una petición imposible.
Bora le tendió algunas fotos de la ejecución de Ciano, a las que el general echó un vistazo.
– Maldito sea, también.
– ¿Debemos permitir su publicación?
– Tendrá que llamar al coronel de la Gestapo Herbert Kappler para averiguarlo. De todos modos, tenía que tropezarse con él tarde o temprano…
Bora obedeció.
***
En su lúgubre despacho de via Tasso, después de colgar el teléfono, Kappler se volvió hacia el capitán Sutor, que estaba repantigado en un sillón frente a él.
– Acabo de hablar con el ayudante de campo de Westphal. ¿Quién es ese hombre?
Sutor levantó su cabeza redonda y estiró el cuello para echar un vistazo a su libreta.
– Bora, Martín-Heinz… von Bora. De la editorial de Leipzig. Hijo del difunto director de orquesta e hijastro de ese cerdo prusiano de Von Sickingen. Fue comandante del destacamento de la Wehrmacht en el norte.
– ¿Y qué más sabemos de él?
– Es medio inglés. Lo trasladaron a petición de las SS por cometer errores en el transporte de prisioneros judíos, pero no se le puede tocar. Tiene un historial militar estelar y muchos amigos. Parece más joven de lo que es, treinta años, tiene los ojos vivos y es muy estricto, sobre todo considerando que pasó dos años en el frente ruso. El mariscal de campo es amigo personal de su padrastro. El típico enchufado.
– Eso no debería contar para nosotros.
Sutor se encogió de hombros como un burócrata despreocupado.
– Usted me lo ha preguntado.
– Bueno, no importa. Parece lo bastante listo para cuidarse solito. Señálemelo si viene a la fiesta del sábado.
Aquella noche, Guidi observó que Francesca Lippi ya había cenado, aunque ni siquiera eran las ocho.
– Los Maiuli han ido a visitar a unos vecinos -le explicó ella desde el salón-. Tendrá que servirse usted mismo.
Guidi sólo comió una pequeña ración de ensalada. A través de la puerta abierta veía a la chica, que leía sin prestarle la menor atención. Trató de distinguir si llevaba anillo, pero no vio ninguno.
Estaba sentada con una pierna doblada debajo del cuerpo, acurrucada. La punta de la lengua asomaba roja cuando se humedecía el dedo para volver las páginas. La timidez de Guidi con las mujeres no le ayudaba en momentos como aquél. Se estaba liando un cigarrillo con aire taciturno cuando ella preguntó:
– ¿Trabaja usted con los alemanes?
– No.
– ¿No vino en un coche alemán el domingo?
– No tenía relación con mi trabajo.
Ella le miró desde la silla con su carita ávida y afilada como la de un zorro.
– Supongo que tenía información de todos nosotros antes de venir aquí.
Guidi se recostó en su asiento y decidió no fumar. La antipatía por los alemanes era palpable no sólo en aquella casa, sino en las calles, e incluso en las comisarías de policía. Sólo aquellos cuyo poder inmediato dependía de su presencia seguían todavía el juego progermano, y Caruso el primero. A Guidi le desagradaban también los alemanes y le dolía que lo identificasen con ellos, pero la política sólo era parte del motivo. Influían más la historia, el carácter nacional, la conducta. En ese sentido Bora era un animal extraño, tan conocedor de todo lo italiano que de alguna forma hacía olvidar su nacionalidad. Aquella noche, Guidi era capaz de excusar el maltrecho idealismo del mayor y, sin embargo, tener celos de él y envidiar su estilo y su seguridad en sí mismo, sin por ello albergar el menor deseo de emularle.
12 DE ENERO
El viernes por la mañana, mientras Westphal y Bora leían los sombríos informes sobre la segunda incursión aérea en Brunswick de aquella semana, Guidi encontró un fajo de papeles encima del escritorio de su despacho.
– ¿Qué es esto? -preguntó a su hombre de confianza, un policía diligente llamado Danza.
– Ha llegado del mando alemán, inspector.
Guidi se apresuró a liberar los documentos del par de gomas elásticas cruzadas que los sujetaban.
– ¿Algo más?
– Sí, señor. El suboficial que lo ha traído dijo que deberá usted mantener al corriente al ejército alemán.
Guidi notó que se sonrojaba.
– Al diablo.
Danza señaló un sobre en el escritorio.
– También ha llegado esto para usted.
Contenía una nota mecanografiada y firmada por Caruso. «Mientras me informa regularmente de los avances en el caso Reiner, mi homólogo alemán será el general Maelzer. Preséntele a él sus informes a través de la oficina del general Westphal y, en particular, de…»
Guidi no necesitaba leer más para saber que a continuación venía el nombre de Bora. La cordialidad, los viajecitos en coche, la visita turística por Roma, todo cobraba sentido ahora. Inclinado sobre la pila de documentos, fue pasando airadamente las páginas hasta que encontró el primer y único nombre en la lista de sospechosos: el secretario general de la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas, que ahora dirigía su «oficina destacada» en la ciudad.
– Dios mío -murmuró.
A continuación llamó al despacho de Caruso en la piazza del Collegio Romano.
– Así es -dijo fríamente el jefe de policía-. Por eso necesitábamos a alguien nuevo. El sospechoso no lo conoce, de modo que no hará falta que sea usted tan discreto como los demás. Siga mirando el expediente, hay muchas cosas sobre los tejemanejes de su excelencia. Los alemanes quieren su cabeza, de manera que tiene que demostrar que fue él.
– Entiendo, doctor Caruso. Entonces ¿qué?
– Enseñaremos a nuestros aliados los alemanes que somos tan buenos como ellos en lo que respecta a la administración de justicia. Su excelencia podría ser la prenda que debemos entregarles. He ordenado que le adjudiquen un coche, Guidi.
Guidi miró el expediente pensando con desazón que Caruso acababa de interpretar su papel de cazador de talentos en el gran juicio-espectáculo de Verona.
– ¿Y si averiguamos que el secretario general Merlo no tiene nada que ver con el caso?
– Entonces será mejor que tenga a algún otro de reserva.
El barrio Panoli se hallaba a orillas del Tíber, al norte del parque Villa Umberto, y durante la década anterior había sido el favorito de la clase alta y los nuevos ricos. La casa del coronel Ott de las SS estaba situada en la esquina de viale Romania con via Duse, y sus elegantes lineas destacaban por encima del boj bien cuidado del jardín. Cuando Bora llegó, ya había varios invitados en el espacioso salón. Ott lo saludó en la entrada, le tendió un coñac y le presentó a su esposa, que acababa de llegar en avión para celebrar su décimo aniversario de boda. Junto al gran piano Bora vio a Dollmann, quien conversaba con un hombre que llevaba un uniforme similar al suyo. Ambos eran esbeltos y rubios, con el pelo peinado hacia atrás, de rasgos angulosos que denotaban astucia, y ambos miraban alrededor.
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