En el cuarto año de guerra la vida en la ciudad era gris, y el coche del ejército alemán recorría calles donde los escasos transeúntes también parecían grises. Guidi estaba impresionado por el enorme tamaño de Roma. Lejos de la provincia del norte (donde«alemanes» significaba Bora y su destacamento), la capital italiana, después de la pérdida del sur, se había llenado de miembros de la Wehrmacht y las SS, paracaidistas y aviadores; sus mandos se habían instalado en los mejores hoteles y se había prohibido a los civiles el acceso a las avenidas más elegantes. Roma estaba sitiada por dentro, por extraño que resultara. Muy extraño también ver a Bora con todas sus medallas. Guidi nunca se las había visto en el severo uniforme de campaña; sin embargo, daban cuenta de todo lo que había que saber militarmente de él.
Cuando el soldado alemán se apeó para abrirle la portezuela del coche, Guidi notó la mirada curiosa y hostil del vecindario clavada en él.
En cuanto a Bora, no perdió tiempo preguntándose si Guidi se había sentido obligado por su invitación. Al cabo de unos minutos el general Westphal entró con una nota escrita en italiano.
– ¿Qué pone aquí?
Bora leyó.
– Dice: «Las mujeres no nos quieren ya / porque llevamos camisas negras. / Dicen que deberíamos ir encadenados. / Dicen que deberían llevarnos a la cárcel.» Es una canción que cantan los fascistas en el norte.
– Pues es muy derrotista. Escriba una nota para Foa y el responsable de la PAI, la Polizia dell'Africa Italiana, y hágales saber que todo eso está muy bien para Saló, pero que no queremos que se cante en Roma. Si Foa se queja, échele la bronca.
– Señor, el general Foa no es un fascista, sino un héroe de guerra. No es aconsejable actuar con demasiada severidad.
– También es medio judío. Intimídele, y no le preocupe mostrarse antipático. Los ayudantes de campo no deben quedarse atrás a la hora de echar los perros a alguien.
Resultó que Foa era un anciano desagradable que no aceptaba la injerencia de los alemanes, y Bora acabó haciéndose un enemigo por la estúpida cancioncilla. Después de la llamada preparó un memorándum para la reunión de Westphal con el mariscal de campo Kesselring, que tendría que entregar él mismo donde éste se encontraba, a dos horas de distancia, en el árido macizo del monte Soratte. Los cazas aliados sobrevolaban como buitres todo el camino hasta aquel lugar, donde hacia el este la montaña distante dibujaba una silueta de piedra que guardaba un extraño parecido con Mussolini. El general Maelzer, comandante de la guarnición de la ciudad, convocó a Westphal, y antes de mediodía Bora ya se encontraba en camino hacia la guarida del mariscal de campo.
Volvió a la ciudad mucho después del toque de queda. En su escritorio le esperaba un mensaje del Vaticano con una nota garabateada por Westphal en el margen: «Informe al secretario de Estado del Vaticano de que acudirá mañana a primera hora para hablar del asunto en persona. Si es el cardenal italiano, diga que no; si es el alemán, diga que ya veremos. En cualquier caso, salúdeles de mi parte, etcétera. No se deje engañar por la cháchara filosófica de Hohmann. Infórmeme el lunes de todo esto y del viaje.»
9 DE ENERO
A las siete menos cuarto del domingo, un día frío y lluvioso en que las calles adoquinadas a lo largo de la muralla del Vaticano estaban resbaladizas por el hielo, Bora fue a ver a quienquiera que hubiese elegido la Secretaría de Estado para aquel encuentro. Secretamente esperaba que fuese el cardenal Borromeo, ya que lo conocía menos que al cardenal Hohmann y, por lo tanto, le resultaría más fácil mentir. Sin embargo, tuvo que reunirse con este último, que había sido obispo de Leipzig y enseñaba ética cuando Bora estudiaba en la universidad. El dinámico octogenario, que tenía fama de no aceptar nunca un no por respuesta, advirtió la preocupación del ayudante de campo y emitió una risita estridente.
– ¿Qué es esto? ¿El general Westphal me envía a un paisano? Bora se inclinó para besar el anillo del cardenal.
– ¿Ha ido a misa?
– Pues no, eminencia.
– Entonces vaya a misa primero. Va a empezar una en la sala contigua.
Bora se removió inquieto durante el oficio, celebrado en la capilla del bello apartamento que se encontraba justo fuera de las fronteras del Vaticano y al que tenían prohibido el paso todos los soldados alemanes. A su vuelta, Hohmann comía unos dulces junto a una mesita.
– Si no ha tomado la comunión -comentó con un vivaracho parpadeo de sus ojos azules-, eso significa que le han ordenado que me mienta.
– No he tomado la comunión -admitió Bora-, pero no por ese motivo. Eminencia, el general Westphal desea informarle de que investigaremos el asunto del arresto preventivo de civiles por las autoridades italianas.
– Eso es una mentira, porque no lo harán.
– También envía sus respetos a vuestra eminencia.
– Me importa un comino, mayor. -Hohmann tendió el exquisito plato de dulces a Bora, que lo rechazó, tenso-. ¿Qué fue del descarado universitario con quien yo discutía sobre el Glaucón ?
– Las cosas han cambiado.
– Tonterías. De un sajón a otro, mayor Bora, diga a su comandante que quiero algo más que su palabra en este caso. Si no se hace responsable por escrito, el Santo Padre puede requerir verle personalmente, o ver al general Maelzer, o al mariscal de campo.
– Incluso el mariscal de campo tiene sus órdenes.
– ¿Qué le habría dicho al cardenal Borromeo, de haber sido él el elegido para entrevistarse con usted?
– No estoy en disposición de decírselo.
Jovial, Hohmann se dio una palmada en la rodilla. -Entonces, es «no». Le han dicho que a él le diga «no» y a mí «quizá». Bueno, supongo que eso significa algo.
– Ruego a vuestra eminencia que acepte el ofrecimiento verbal del general Westphal. Me temo que es lo mejor que podrá obtener.
– Nuestra eminencia la aceptará si usted le hace notar que se porta con nosotros como el prisionero de Platón con sus compañeros.
Bora le dirigió una mirada de frustración.
– Con todos mis respetos, no puedo decir a mi comandante que es ridículo.
El profesor que había dentro del cardenal se ablandó lo suficiente para acompañar a Bora hasta la puerta y darle un paternal apretón en el hombro.
– Está bien, mayor, no tiene que decírselo.
– Aun así, necesito una respuesta al ofrecimiento.
– La respuesta es no.
Más tarde, desde la balaustrada de la colina de Janículo, Roma se veía neblinosa por el humo. La gente quemaba cartones y muebles en sus cocinas, ya que el gas y la calefacción central estaban cortados. La vista tenía los colores oníricos de un lugar septentrional, una calidad flamenca de perspectivas brumosas, con aleros de tejado suspendidos y siluetas difuminadas. Pero las cúpulas traicionaban a Roma, al igual que las oscuras copas de los pinos y el montículo de mármol blanco que formaba el monumento de Víctor Manuel, un trono adecuado para un gigante.
– ¿Cómo puede saber tanto de Roma si llegó hace sólo diez días?
Bora pensaba en Hohmann, cuya franqueza casi le había costado la vida en Alemania, y lentamente se volvió para responder la pregunta de Guidi.
– La primera mujer de mi padrastro vive aquí. Pasé muchos veranos con ella, por esa zona. -Señaló un lugar indeterminado en el centro de la ciudad, donde las venerables casas de ladrillos se apiñaban en torno a iglesias panzudas.
Durante las cuatro horas que habían pasado visitando monumentos, con una pausa para comer, la conversación de Bora fue inquisitiva pero superficial, y no tenía visos de adquirir más profundidad. Así pues, Guidi decidió provocarle un poco.
Читать дальше