– ¿Les importa que fume?
Donna Carmela puso mala cara.
– Preferiríamos que no lo hiciera, pero supongo que un cigarrillo después de comer no mata a nadie.
Una vez en su habitación, Guidi se sentó en la cama y se quedó mirando una truculenta litografía de la ejecución de san Genaro que había justo encima. Era una decapitación a todo color y le resultó especialmente desagradable porque acababa de ver las fotos de fráulein Reiner después de la caída. Quería preguntar de nuevo a Bora por ella, porque al parecer era muy conocida entre los oficiales. De momento prefería no hacer conjeturas, a la espera de que las pistas salieran de la nada, como a menudo ocurría. Después de asegurarse de que la puerta estaba cerrada, cogió la litografía, la descolgó del clavo y la colocó debajo de la cama, boca abajo, donde se quedaría hasta que viniese la criada por la mañana a limpiar.
11 DE ENERO
Por la mañana, mientras se preparaba para su primera reunión con el jefe de la policía de Roma, Guidi se cortó en la barbilla al afeitarse en su habitación. Recordó que había visto un frasco de alcohol en el baño y salió al pasillo con un pañuelo apretado contra la mandíbula. Cuando llegaba a la puerta, una joven que iba detrás de él se adelantó y puso la mano en el pomo.
– Lo siento, tengo que entrar yo primero.
Guidi se quedó sorprendido, pero retrocedió de inmediato. Estaba a unos pasos de distancia cuando la joven salió.
– Por cierto, ¿qué le ha pasado? -preguntó.
Guidi se lo dijo.
– Ah, pensaba que tenía dolor de muelas. -Así pues, aquélla era la estudiante de arte, que él pensaba que era un hombre. De unos veintitantos años, juzgó. Demasiado delgada, las ropas le quedaban muy holgadas, pero su rostro era fino y luminoso, y tenía unos ojos oscuros muy bonitos.
– ¿Es usted el policía?
– Soy el inspector Sandro Guidi.
– Y yo Francesca Lippi. Encantada de conocerle. -Y dirigiéndose hacia su habitación añadió-: Uso mucho el baño porque estoy embarazada.
El recién nombrado jefe de policía, Pietro Caruso, era miope. Su hirsuta cabellera empezaba a encanecer y la llevaba muy bien peinada sobre la cabeza alargada. Estaba sentado en el escritorio de la Questura Centrale, un puesto que ocuparía oficialmente al cabo de pocas semanas.
– ¿Sabe lo que significa mi nombre? -preguntó a Guidi, cuyas credenciales tenía delante-. Significa «aprendiz de una mina de azufre». Eso significa.
Guidi no acertaba a entender por qué se lo explicaba, a menos que fuera para dejar claro lo mucho que había prosperado. Estaba impaciente por recibir el expediente del caso Reiner, pero la segunda pregunta de Caruso no tenía más relación con el asunto que la primera.
– ¿Dónde fue usted al colegio?
– En Urbino.
– ¿Al internado o al reformatorio? -A Caruso pareció hacerle gracia su propia broma-. No, en serio… Los padres escolapios, ¿eh? Bien. ¿Y luego?
– La universidad de allá.
– ¿Cómo pudo permitírselo?
– Tenía una beca. A mi padre le concedieron una medalla de oro póstuma y gracias a eso pude recibir una educación. -Para evitar la siguiente pregunta, Guidi explicó-: Murió en el cumplimiento de su deber en Licata, en el veinticuatro.
– ¿Era carabiniere o policía?
– Policía.
– Muy bien. ¿Algún idioma extranjero?
– Cuatro años de francés en el colegio.
– Hoy en día la gente debería aprender alemán.
Guidi no supo qué decir, de modo que no dijo nada. -Bueno, tendremos que conformarnos con lo que hay -gruñó Caruso. Con la nariz pegada al papel, leyó el expediente de Guidi-. Aquí dice que usted ya ha trabajado con los alemanes.
– Bueno, a decir verdad, no…
– ¿Se llevaba bien con ellos?
– Sí.
Caruso le miró por encima de las gafas.
– Antes de pasar al caso Reiner, déjeme ver su carnet del partido.
Guidi lo sacó y se lo tendió por encima del escritorio.
A pesar de su ascendencia piadosa, la vocación del cardenal Giovanni Borromeo, más conocido por sus muchos amigos como Nino, no había sido temprana. En tiempos, cuando la ciudad era reciente capital del reino unificado de Italia, había sido un miembro destacado de la ociosa juventud de la alta sociedad romana. Entonces se viajaba por ella como por un archipiélago cuyos hoteles sobresalían cual islas de elegancia y vida decadente en un mar de calles que empezaban a ampliarse y modernizarse. Frecuentó las carreras de caballos y el teatro, y «amó mucho», como él mismo confesaba, y también fue muy amado. «Pero Dios es el que más me ha amado -añadía indefectiblemente ahora-. Él lo sabía. Lo sabía todo, y cuando me atrapó no me dejó escapar. Es el último de mis amantes. Por supuesto -concluía-, hay que tener muy presente que Dios no es ni macho ni hembra.»
La solicitud de una entrevista por parte de Bora no le sorprendió. Conocía al cardenal Hohmann lo bastante bien para competir con él, una rivalidad amistosa, pero rivalidad al fin y al cabo, y apreciaba que el ayudante de campo alemán tratase sagazmente de aprovecharse de la situación. Todavía joven para ser cardenal, según su pasaporte tenía cincuenta y cinco años, pero en realidad tenía un par más. Alto y elegante, hablaba latín con el mismo acento romano que tenía en italiano, y con la naturalidad carente de afectación de quien no necesita demostrar su valía.
Había conocido a Bora en una audiencia papal concedida a oficiales alemanes durante la visita de Hitler en 1938, y ambos acabaron hablando de música religiosa y de los órganos de las iglesias romanas. Aquel día, Bora lo encontró en su despacho de via Giulia, sentado ante su escritorio, con una pila de periódicos a la derecha y tazas de café vacías alineadas en el alféizar de la ventana. Lo primero que preguntó fue cómo había ido la entrevista con Hohmann y, a pesar de la reserva del alemán, adivinó cuál había sido el resultado por el simple hecho de que éste acudiera ahora a él.
– No apele a mi sentido común, porque no tengo -dijo con ligereza a Bora-. Yo no soy alemán.
Cuando el oficial aceptó la invitación de sentarse y se acomodó en un estrecho sofá tapizado de brocado rojo, Borromeo sonrió.
– Y preferiría que me llamase sólo «cardenal». Dejemos lo de «eminencia» para aquellos a quienes les gustaría ser Papa.
Escuchó lo que Bora tenía que decir, frunciendo el ceño de vez en cuando, pero sobre todo mirando por la ventana las adelfas bien podadas de su balcón, todavía verdes a pesar del frío viento invernal.
– Bien, ¿y por qué iba yo a darle una respuesta distinta de la de Hohmann? -preguntó-. Nos piden que aceptemos que no pueden, o no quieren, frenar los excesos de la administración fascista en Roma.
– Creo que no le digo nada nuevo al cardenal si le aseguro que al ejército alemán no le gusta ningún gobierno provisional.
– ¿Preferirían gobernar la ciudad ustedes mismos?
– Preferiríamos no tener injerencia alguna de la PAI y lo que queda de las unidades policiales fascistas.
– Eso no viene al caso. Esperábamos que frenasen el celo de los Camisas Negras que quedan en la ciudad… aunque yo mismo, en cierto modo, soy también fascista. La Iglesia era fascista mucho antes de que el Duce planeara su Marcha sobre Roma. Marchamos hacia Roma el año sesenta y cuatro después de Cristo, con Pedro y Pablo a la cabeza. -Borromeo hizo sonar una campanilla de su escritorio. Ante la tímida aparición de un clérigo en el umbral, se limitó a hacer un gesto. Poco después trajeron una bandeja con una cafetera y tazas-. No confío en la gente a la que no le gusta el café. -Así se aseguraba de que Bora aceptase la bebida- Su embajador se entiende bien con nosotros, ¿por qué el ejército no?
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