Guidi miró a Francesca, que seguía junto a la radio, escuchando atentamente con la cabeza baja.
– ¿Quién lo dice? -preguntó.
– ¿Qué más da? ¡Los americanos están aquí! -La mujer de los labios pintados de rojo, Pompilia Marasca, conocida como Pina, estaba extasiada-. ¡Los americanos, nada menos!
Guidi miró al extraño corrillo. El profesor anunció con una sonrisa que compraría un número de lotería con la fecha de ese día. Los dos estudiantes del piso de arriba, que por su edad pronto serían llamados a filas, se daban codazos y hacían chistes infantiles que revelaban alivio. La signora Carmela lanzaba besos a los santos en sus urnas de cristal.
– Siento tener que decirlo -exclamó Guidi-, pero los alemanes no se han ido. Puede que vengan los americanos pero todavía quedan alemanes aquí. Vayan a verlo ustedes mismos.
– ¡Eso no significa nada! -Francesca lo miró con expresión iracunda, la extrema palidez de su rostro acentuada en la penumbra del pequeño salón-. Es el fin de los alemanes, ¿es que no se da cuenta? ¡Es sólo cuestión de tiempo!
– Además -susurró el profesor entre sus dientes postizos-, ¿cuánto tardarán setenta mil hombres bien armados en llegar hasta nosotros? Yo hacía carreras en bicicleta hasta Anzio y volvía.
Los estudiantes juraron haber visto el resplandor de la batalla las noches pasadas; discrepaban de la dirección y la hora, pero coincidían en que se trataba del avance aliado.
– Esperemos que tengan razón -repuso Guidi.
– ¿Y qué ocurrirá si los alemanes no se van de Roma? -preguntó de pronto Pompilia-. ¿Habrá lucha en las calles? -Eso espero.
– ¡Oh, Dios mío!
– Pero recibirán de todos los lados. -Francesca se puso en pie para irse, desdeñosa. Estaba a punto de añadir algo más (y Guidi deseó que no lo hiciera), pero se abstuvo. Se echó hacia atrás el cabello y tiró de él hasta que su rostro adquirió los rasgos de una extraña muchacha oriental. Cuando salió, la oscuridad del salón pareció acentuarse.
La perspectiva de que la batalla se desplazara a Roma dio pie a una discusión sobre si los alemanes se situarían fuera de las murallas o se harían fuertes en el Vaticano.
– Sea ciudad abierta o no, los aliados podrían bombardear Roma hasta arrasarla -opinó uno de los estudiantes.
Al oír aquellas inoportunas palabras Pompilia creyó conveniente desmayarse a los pies de Guidi.
– Que alguien apague la radio -ordenó él-. No vale la pena preocuparse hasta que lleguen noticias fidedignas. Profesor, ¿le importaría ayudar a esta dama?
Pompilia seguía inconsciente, a pesar de los suaves cachetes y de que le humedecían el rostro con agua, y sólo recuperó el conocimiento cuando Guidi decidió decir que la cogería por los tobillos si alguien la agarraba por las axilas.
– Puedo andar -susurró, y tras levantarse salió del salón.
Aquella noche, Guidi se acostó temprano. Durmió mal y soñó que los americanos habían entrado en la ciudad y que él les decía cómo llegar al despacho de Bora. Este le telefoneaba para agradecerle que le hubiese mandado a los americanos, porque así podían ir juntos a ver una obra de Pirandello. Pero los norteamericanos lo mataban.
La habitación estaba muy oscura y fría cuando despertó con el cuello dolorido. Incapaz de encontrar una postura cómoda, estuvo un rato dando vueltas en la cama hasta que su agudo oído captó que una puerta se abría en el otro extremo del pasillo. Francesca iba al baño. Oyó chirriar las bisagras de la puerta de éste cuando la joven la cerró.
Guidi se incorporó en la cama para ahuecar las almohadas. Alemanes, americanos… Tal vez Bora le había mentido y en ese mismo momento se dirigía hacia el norte con un ejército en retirada. De vuelta al norte, donde los partisanos tenían tantas oportunidades de matarlo como los americanos. «Que se pudran», pensó, pero en realidad no se lo deseaba a Bora.
Se tumbó boca arriba. ¿Por qué tardaba tanto Francesca? No había oído el agua del lavabo ni el de la cisterna, y tampoco había vuelto a abrirse la puerta. Esperó unos minutos más y se levantó. Caminó a tientas en la oscuridad, con el oído aguzado. Giró la llave en la cerradura sin hacer ruido y salió al pasillo. Por debajo de la puerta del baño no se filtraba la luz de ninguna vela. Antes de llamar con los nudillos probó su resistencia y se abrió de inmediato.
– ¿Francesca? -susurró, sin pensar en lo embarazosa que resultaría la situación cuando la muchacha contestara.
Pero no hubo respuesta. Al percibir una corriente de aire helado encendió la luz; el baño estaba vacío y la ventana que daba a la calle, abierta de par en par.
24 DE ENERO
El lunes por la noche, Bora comentó que Pirandello lo ayudaba a comprender a los italianos.
– No lo dirá en serio. -Guidi se sintió ofendido-. Sus obras son absurdas.
– Precisamente. -Desde donde estaban sentados, ahora que el entreacto les permitía ver a todo el público, distinguieron la cabeza engominada del ras Merlo, que se movía arriba y abajo junto a un sombrero verde chillón. Bora miró hacia allí con una mueca de desagrado-. Las autoridades de dos naciones le siguen la pista y aquí está ese hombre, asistiendo a una representación sobre verse atrapado con las manos en la masa.
Durante toda la velada Bora se había mostrado de muy buen humor, no del todo justificado por el sarcasmo de la obra, y a Guidi le pareció incluso relajado, mucho más de lo que jamás lo había visto. En cuanto a él, no compartía su estado de ánimo. No había pegado ojo hasta el amanecer esperando a que Francesca regresara.
En lugar de interrogarla directamente, había pedido que le pasaran un informe sobre su pasado. No sabía exactamente qué buscaba, pero se sentía apesadumbrado.
Bora se dirigió a otro palco, donde Guidi lo vio saludar a un grupo elegante, besar la mano de las damas v charlar casi hasta el final del entreacto.
– Unos conocidos -explicó al volver-. ¿Sigue aquí Merlo? No veo su cabeza pringada.
– Está recogiendo algo que se le ha caído a su acompañante.
En el siguiente entreacto Bora volvió a ausentarse del palco. Guidi lo vio en la platea, donde avanzó con paso firme entre las filas medio vacías hasta acercarse a Merlo y su acompañante. A continuación le pisó torpemente el pie y se disculpó, y así tuvo ocasión de entablar conversación con él. Incluso lo invitaron a sentarse a la izquierda de la joven, donde pasó el resto del entreacto. Se unió a Guidi cuando las luces, que milagrosamente funcionaban aquella noche, ya se habían apagado.
– ¿Está mal de la cabeza, mayor?
– ¿Por qué? Merlo no me conoce.
– Sabe que usted es un ayudante de campo alemán.
– Somos muchos, Guidi. Quería asegurarme de estar cerca por si se iba la luz. No sea aguafiestas. El tipo quedaría bien en un anuncio de brillantina Linetti, y ella… bueno, ¿qué podría decir? Merlo le dobla la edad.
– No se deje engañar por su cara de gordinflón inocente. Aunque no tenga nada que ver con el caso Reiner, participó directamente en el asunto Matteotti.
– ¿Quiere decir en su asesinato? -No había nada que pudiera desanimar a Bora aquella noche-. Una forma bastante fea de eliminar a la oposición socialista. ¿Le he dicho que estaba en Roma cuando ocurrió, hará unos veinte años? La mujer de mi padrastro me contó cómo enterraron al pobre hombre en una tumba improvisada en la Campagna. Sí, imagino a Merlo cavándola. Fue el tercer verano que pasé aquí, y todo el mundo buscaba el cadáver, pero nadie logró encontrarlo. ¿Cómo puede decir que los italianos no son absurdos? -Se reclinó en la butaca y, cuando se alzó el telón, añadió en voz baja-: Fue Merlo quien vomitó en los alrededores de la casa de Reiner, por cierto. ¿Que cómo lo sé? No todo el mundo tiene miedo de delatar al ras fascista, por lo que parece.
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