Unas pocas calles más allá, Bora salió de la fiesta de Ott a la una de la noche, bajo una llovizna que caía al sesgo y empezaba a convertirse en aguanieve. A menudo conducía él mismo, sobre todo de madrugada, y tomaba rutas distintas por la ciudad oscura. Debía admitir que estaba furioso con Dollmann, a cuya locuacidad había correspondido en exceso soportando una buena carga de cotilleos.
Sin embargo, eso no era todo. La melancolía y la soledad, que había logrado enterrar durante el año anterior, se habían removido en su interior y ahora asomaban su feo rostro. No quería reconocerlas como propias, no quería renunciar a la invulnerabilidad. Además, los crueles chismorreos le provocaban náuseas tanto por los actores como por el escenario. Los líos de Kappler, los líos de Magda Reinen… ¿Qué querría saber Westphal de todo eso? Notaba como si tuviera barro en la boca.
Hablar de su mujer había estado a punto de desarmarlo. Pensar en ella le causaba dolor… aparte del deseo, el mal de amor, la angustia que lo encrespaba y mantenía en vela muchas noches. Ella estaba en su interior, a pesar de sí misma incluso. El estaba siempre a la defensiva respecto a sus sentimientos hacia ella, y Dollmann le había hecho demasiadas preguntas después de las groseras palabras de Maelzer.
– ¡Está usted enamorado, mayor! -El comentario jocoso había surgido cuando ambos se mostraban menos reservados-. ¡Incluso diría que es usted apasionado!
La simple idea lo avergonzó.
– Soy un hombre disciplinado -señaló.
– Claro, y la disciplina sirve precisamente para dominar las pasiones, ¿verdad?
16 DE ENERO
El domingo, el cardenal Borromeo, vestido con traje y chaleco bajo el abrigo marrón claro, estaba puntualmente en la iglesia evangélica, donde un contralto con gafas cantaba All praise be to you, Jesus Christ . Sentado en el primer banco, no dio muestras de reconocer a Bora y lo tuvo en vilo hasta el final del concierto. Entonces le informó que la Santa Sede respaldaba la posición del general Westphal. Bora se sintió visiblemente aliviado. Dio las gracias al cardenal y se disponía a irse, pero el religioso lo retuvo bruscamente en su asiento.
– Por otra parte, mayor, me ha sorprendido oír que su oficina está colaborando con la policía italiana.
Bora lo negó.
– Mi comandante me habría informado si tuviéramos que avergonzarnos ante Su Santidad por aceptar una cooperación que declinamos expresamente.
– Compruebe sus fuentes, mi querido amigo.
Hasta el lunes Bora no averiguó la verdad, en un memorándum del general Maelzer.
– No sé nada de esto -dijo Westphal-. ¿Y usted?
– Es la primera vez que lo veo, mi general.
– Bueno, Maelzer tendrá sus motivos para hacerlo participar a usted en el caso de una chica que se ha roto la crisma. De todos modos, deberá tratar con la policía italiana en su tiempo libre.
– No se puede hacer gran cosa a deshora -observó Bora-. No con los italianos.
– Bueno, pues reúnase con ese tal Guidi cuando pueda y que le dé sus informes. -Westphal le tendió el mensaje de Maelzer-. Esto no me gusta más que a usted. Ahora no podemos decir al Vaticano que no tenemos nada que ver con la policía italiana, y ese asno de Caruso acabará causándonos problemas.
Los días siguientes al 19 de enero Bora tuvo otros asuntos de que preocuparse aparte del jefe de policía. Las largas horas que pasaba con Westphal (a menudo incluso quince al día) prácticamente se convirtieron en veinticuatro cuando los británicos avanzaron más allá del río Garigliano y dejaron atrás Minturno, junto a la costa, en dirección al pueblo de Santa Maria Infante, situado en un cruce de caminos. El jueves se lanzó un contraataque desde Ausonia sobre el próspero sur de Cassino, y por entonces todo el mundo hablaba con nerviosismo de un inminente desembarco. Kappler llamó para preguntar el número de soldados disponibles en Roma para su inmediata incorporación al frente, si fuese necesario. Bora respondió que unos diez mil. Westphal pasó todo el día en Soratte y regresó tarde, cansado después de su conferencia con Kesselring. Aun así, se quedó la mayor parte de la noche ante un mapa que sujetaban unas tazas de café vaciadas a toda prisa, evaluando las posiciones enemigas y el tramo inacabable de costa en estado de alerta. A la espera.
Kappler telefoneó de nuevo a las cuatro de la madrugada para advertir de que la Gestapo y las SS estaban preparadas para proceder a movilizar a conductores de vehículos y acompañantes.
– Adelante -dijo Westphal, y se llevó un puño a la boca para disimular un bostezo-. Si eso es lo que vamos a llevar ante un ejército invasor, nos merecemos lo que nos pase. -Miró a Bora, que había estado examinando los mapas del litoral desde Livorno a Nápoles-. Bueno, la cosa ya no va tan lenta -comentó-. El mariscal de campo tiene razón; han bombardeado demasiado los alrededores para que no ocurra lo mismo en el sector de Roma. Sobre todo después de que ayer atacaran el aeródromo de Littorio.
– En cualquier caso, debería ser en esta costa si los informes sobre las actividades en la bahía de Nápoles son correctos.
– La cuestión es dónde y cuándo. -Westphal se pasó las manos por su barba incipiente-. Sea bueno, Bora. Aféitese y corra al cuartel general de la Gestapo, a ver qué se le ocurre a Kappler.
21 DE ENERO
En el calendario eclesiástico se celebraba la fiesta de Santa Inés con una lectura del Evangelio según san Mateo, la parábola de las vírgenes prudentes y las necias. Durante las horas de luz llegaron informes telefónicos contradictorios del frente, y al caer la noche las únicas noticias de interés hacían referencia a un intenso ataque aéreo sobre Londres. Dominado por una premonición tenaz, Westphal se quedó levantado hasta tarde. Luego, sobre todo debido a que Kesselring había aceptado rebajar la alerta después de tres días de gran tensión, dijo a Bora que iba a acostarse.
– Llámeme si pasa algo.
Bora se preparó para hacer guardia durante las horas muertas que seguirían, cuando incluso la alerta nacida de la premonición había cedido ante el cansancio físico. No ocurrió nada. No podía ocurrir nada. En torno a él y a aquella habitación todo el edificio parecía embrujado, envuelto por el silencio. Poco después de medianoche empezó una carta para su mujer, la releyó y decidió no enviarla.
Un cigarrillo más tarde, sus pensamientos derivaron hacia temas dispares e irrelevantes, como si estuviese soñando. ¿Quién era el SS con quien se había citado Magda Reiner, y de verdad era Dios el último amante de Borromeo? ¿Era cierto que Kappler coleccionaba arte etrusco, como le había dicho Dollmann? ¿Era aquél un buen momento para coleccionar nada? Y así siguió. El café se le enfrió en la taza, los nombres de los mapas se convirtieron en confusos garabatos en la ladera de las montañas y a lo largo de las onduladas costas. En cierto momento apagó la luz y abrió la ventana. Fue como sumergir el rostro en agua helada, una sensación tonificante y benéfica. A aquella hora tardía reinaba la calma. Una fina neblina se extendía como un dosel de gasa sobre la ciudad. Se sentó ante su escritorio a oscuras, frente a la ventana. A las tres llegaron por fin las noticias.
Bora trató de serenarse después de colgar el teléfono y, de camino hacia la habitación del general, se detuvo un momento para alisarse el uniforme. No hizo falta despertar a Westphal. Miraba hacia la puerta cuando su ayudante de campo apareció erguido y con la cabeza descubierta.
– ¿Dónde? -preguntó de inmediato.
– Código Opción Richard.
– ¿Anzio?
– Y Nettuno. -Bora desvió la vista mientras el general se vestía a toda prisa, furioso-. Van directos hacia el interior.
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