La luz bañaba con su brillo los espacios abiertos al cielo, pero en la zona sombreada donde él se encontraba caía una llovizna que parecía arrojar monedas sobre la hierba helada y amarillenta, y hacía que el coche semejara la piel de un leopardo. Al cabo de un rato se volvió blanca y las sombras, todavía moteadas, se movieron sobre la tierra. Bora las miró y recordó el cielo estival sobre su cabeza cuando su hermano murió. Unos niños comían pipas de girasol alrededor del lugar donde se había estrellado el avión. « Gdye nyemetsky pilot? », les había preguntado, y con las manos se abrió camino a través del bosque frondoso, de altas flores y espinos, oyendo el crujido del barro salado entre sus dientes. Cómo corrían las sombras ya entonces. Apartó la vista del exterior y buscó una superficie neutra dentro del coche.
Allí estaba la hendidura en la tierra rusa, como si un arado la hubiese abierto a fin de prepararla para la siembra, y la humedad de los terrones se evaporaba con el calor hasta que el campo de girasoles tembló doblemente, un espejismo suspendido sobre él mismo. Flores y más flores, y más allá el timón dentado y verdoso que sobresalía como la aleta de un pez muerto.
Los chicos comían pipas de girasol y su hermano estaba muerto.
Transcurrió mucho tiempo antes de que el tañido de las campanas de las iglesias de la Trinidad y de San Isidoro llegase a través de los espacios ahora ocres y rojos. Transcurrió aún más tiempo hasta que el aire se quedó sin sombras y adquirió el color muerto de las cenizas. Entonces la luna menguante se levantó para pintar de gris la oscuridad.
Bora no notaba el frío. Tenía el cuerpo insensible y su mente pasaba ordenadamente de un pensamiento a otro con el ritmo delos mecanismos bien dentados. Pensamientos sobre Rusia, sobre la muerte, sobre Benedikta. La oscuridad se aproximaba hasta que, como una cortina, se pegó a las ventanillas y ya no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. Se pasó todo el día y la noche sentado en el coche, reflexionando.
Por la mañana, la escarcha vestía las agujas de los pinos mientras viajaba a via Veneto, con la cabeza despejada. Allí estaba el mundo cerrado que conocía, con pasillos alfombrados y el tecleo de máquinas de escribir tras las puertas, donde los ayudantes tenían rostro adolescente y los murmullos nunca creaban ecos. Dejó sus cosas a mano en el escritorio y se lavó y afeitó antes de presentarse en la oficina de Westphal.
– ¿Qué hace aquí tan temprano, mayor? -El general lo miró con expresión afable.
La respuesta fue extraordinariamente fría, carente de emoción, como si las asombrosas palabras no guardasen relación con su significado.
5 DE FEBRERO
El tiempo todavía era frío, pero no helado.
– Ya sabe lo que dicen de los años bisiestos -comentó la signora Carmela a Guidi cuando éste se disponía a salir hacia su trabajo-. «Año bisiesto, año siniestro.»
– No puede ser peor que hasta ahora -observó Guidi-. ¿Quiere que le compre algo en la tienda?
– No, gracias. Recuerde que hoy es el día del tabaco, por si acaso le hace falta. Yo no apruebo que se fume, pero como no tengo ninguna queja de usted en todo lo demás… -La signora Carmela se tocó el pequeño amuleto que llevaba sobre el pecho, un fino cuerno de oro que le gustaba mucho acariciar-. No sé si debería preguntárselo, pero ¿qué tal le van las cosas con Francesca?
Guidi estaba con la guardia baja.
– No estoy seguro de cómo deberían ir.
– Esperábamos que usted la ayudase a abrirse un poquitín -explicó ella con un suspiro-. Es una chica muy rara. Apenas habla, come como un pajarito. Parece que no quiere tener con nosotros más relación que la propia de un huésped. Nos gustaría estar más unidos a ella, si nos dejase.
Guidi se despidió con alguna fórmula de cortesía y, como era el día en que debía informar a Caruso, se fue directamente a la
Questura Centrale. En la sala de espera le relataron con hilaridad contenida el percance sufrido por el jefe, al que habían arrestado por error en una de las habituales redadas de civiles y retenido unas horas, hasta que consiguió probar su identidad.
– Todavía está irritable, inspector. Tenga cuidado cuando entre. También está muy enfadado con el Vaticano.
– ¿Por qué? ¿Por recriminarle que haya violado el derecho a la extraterritorialidad de San Pablo?
– Dios le libre de mencionar esa operación.
Con su hirsuta cabellera, la cabeza de Caruso parecía el lomo erizado de un gato. Cuando Guidi entró, levantó el brazo derecho para indicar que reparaba en su presencia, sin despegar la nariz de los documentos que estaba leyendo.
– Sea breve. ¿Alguna novedad en el caso Reiner? -Cuando Guidi le informó de lo que había averiguado, Caruso lo miró por encima de sus gafas y ladró-: ¡Novios, novias! ¿De qué está hablando? ¡Como si pudiera dedicarse a perder el tiempo! Le han entregado en bandeja un sospechoso. Lo único que tiene que hacer es probar su culpabilidad. ¿Qué ha estado investigando por su cuenta?
Guidi seguía de pie, porque el jefe de policía no le había invitado a tomar asiento.
– Naturalmente, estoy investigando la implicación de Merlo. Hasta ahora no he encontrado razón alguna por la que quisiera matar a esa mujer.
– Está claro que no ha leído el material que le di.
– Le gustan las faldas y es celoso, doctor Caruso, pero…
– ¡Aquí tiene! -Caruso sacó del cajón una funda de piel y la arrojó sobre el escritorio-. No creía que fuera a necesitar tanta ayuda. Encontramos estas gafas en el baño de Reiner, con las iniciales y todo. No son mías, ni de sus supuestos novios alemanes, sino de Merlo.
Guidi no daba crédito.
– ¿Cuándo…?
– ¡Eso da igual! El caso es que las encontraron. Siga las pistas, en lugar de investigar a tontas y a locas. En esta oficina no nos da miedo inculpar a uno de los nuestros. Y a usted tampoco debería dárselo.
– Me habría ayudado muchísimo haberlo sabido antes. Creía que no teníamos acceso al apartamento.
El jefe de policía le dirigió una mirada llena de odio. El Osservatore Romano estaba doblado sobre su escritorio. Sin duda había leído las reacciones del Vaticano ante su asalto nocturno a San Pablo Extramuros. Guidi tuvo la osadía de decir:
– Todos sabemos que no le asustan las consecuencias, doctor Caruso. Es una gran lección para todos nosotros que arrestase no sólo a judíos y objetores de conciencia, sino también a oficiales del ejército y la policía.
Caruso no captó la ironía.
– Sí, fue una operación brillante. La Iglesia se queja, pero nunca pasa de ahí. Me he limitado a cumplir con mi deber. Ahora lárguese y haga usted lo mismo. Merlo es culpable y no hay por qué protegerlo.
Guidi cogió las gafas y salió de la oficina con la maliciosa necesidad de hacer un comentario despectivo, y los hombres que estaban en la habitación contigua, que habían oído toda la conversación, lo precipitaron al sonreír de oreja a oreja.
La condesa Ascanio parecía verde a la luz que se filtraba por las ranuras de las persianas bajadas; verde y listada, y frente a ella la figura de Bora también quedaba diseccionada por esas franjas alternas de luz y oscuridad.
– Donna Maria -dijo.
Ella golpeó las baldosas del suelo con la contera de goma del bastón y abrió los brazos en una invitación imperiosa.
– ¿A qué esperas? ¡Ven! -Su abrazo fue largo y fuerte. Luego lo apartó lo suficiente para cogerle la cara y besarlo en las mejillas (sus labios eran suaves y fríos), y añadió con voz quebrada-: Qué apuesto eres. Retírate un poco. Fammiti vedere, quanto sei bello .
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