Bora dejó que lo examinara, aunque sabía que su escrutinio siempre había sido muy minucioso.
– ¿Cuánto tiempo llevas en Roma? ¿Cinco semanas? ¿Y todavía no habías venido a verme? ¡Eres malo, muy malo! -La única mención que hizo a sus heridas fue-: Y pensar que había hecho afinar el piano para ti, esperando que vinieras. -Eso fue todo-. No sé por qué esperaba que lo harías. Lo sabía. Esta es tu casa y al final siempre vuelves.
Bora la dejó hablar, oprimido por la pena y luchando en vano contra ella.
– Ya se habrá enterado de lo de Peter -dijo por fin.
– Sí -afirmó ella-. Tu padrastro me escribió. Pobre Peter, con un hijo en camino. Dios nos pone a prueba, Martin… nos pone a prueba con mucha dureza. -Como Bora se limitó a asentir, añadió-: Siéntate. Dime, estás bien, ¿verdad? ¿Estás bien?
– Estoy muy bien, donna Maria.
– Aquí, siéntate aquí. Han pasado cinco años, y la última vez que te vi tenías mucha prisa por volver a casa y casarte. -Cuando sonreía, las arrugas de su rostro se multiplicaban-. ¿Y tu esposa? ¿Todavía no tenéis niños?
Bora tomó asiento. Se sentía como si fuese de arena y las amables palabras de la anciana lo erosionasen poco a poco.
– Está en Roma -se obligó a explicar-. Ha acudido al Sagrado Tribunal de la Rota.
Donna Maria apretó la mandíbula mientras palpaba el puño de su bastón. Parpadeó un par de veces.
– ¿Qué ha pasado? -Y acto seguido agregó-: Tengo que preguntarle a Nino por esto.
– Dudo que el cardenal Borromeo esté al corriente de las nulidades matrimoniales, donna Maria.
La punta del bastón tamborileó con enojo. Cuando la anciana volvió a hablar, había recuperado la serenidad una vez más.
– ¿Qué tal lo llevas?
A Bora la pregunta se le antojó despiadada, pero necesaria. Estaba preparado.
– Me temo que no demasiado bien.
– ¿La quieres?
– Sí.
– ¿Tienes una foto suya?
Cuántas veces le habían hecho esa pregunta. Sacó la que llevaba en la cartera y se la enseñó. La anciana la examinó.
– Hum -musitó-. Hum. ¿Y ella te quiere?
– Donna Maria, me ha dejado.
– A veces dejamos a las personas para liberarlas, como hice yo con tu padrastro. Por supuesto, en nuestra posición era imposible seguir casados después de que la Gran Guerra empezara en Sarajevo. Fue lo mejor que pudo pasar. Él conoció a tu madre y se casó con ella y fueron felices, y yo me enamoré de D'Annunzio -explicó con satisfacción-. Yo era la Chiaroviso de sus Faville, no la Boulanger. Pero tú… ¿qué vas a hacer?
Bora sintió que las palabras se escapaban de él y se avergonzó al pronunciarlas.
La anciana reaccionó con un imperioso golpe de la contera.
– Che sciocchezze ! Qué disparate, Martin.
– Es la verdad, donna Maria.
– Mírame y dime que es verdad.
– Es verdad, donna Maria.
– ¿Por ella? ¿Por haber perdido cinco dedos? Qué disparate. Vamos, eres un joven robusto. ¡Que tenga que oírte decir semejantes disparates, Martin! Cuando acabe la guerra, y vosotros vais a perderla, igual que Su Santidad perdió Roma ante Italia en mil ochocientos setenta… sí, sí, vais a perderla. Está perdida ya, no vale la pena hablar de ello. Bueno, pues entonces encontrarás a alguien con quien tener hijos. -Lo miró sin parpadear, sin sonreír-. Tienes muchos niños dentro, ahí donde los guardáis vosotros los hombres. ¡Eres muy joven! Cuando me escribiste desde Rusia, vi tus fotos en ese lugar dejado de la mano de Dios, con la nieve hasta la cintura. Si no deseaste morir entonces, ¿a qué viene esto ahora? No te hagas el alemán conmigo.
Bora sonrió a su pesar por el malentendido.
– No estoy pensando en el suicidio, donna Maria. Quiero que me envíen al oeste, al frente.
– ¿A Anzio?
– Lo antes posible. El general Westphal no puede alegar motivos de salud para retenerme. Estoy bien. Me siento bien.
– ¿Le harías eso a tu madre? Ya ha perdido un hijo, el de tu padrastro. Es una locura. -Más pacientemente, lo miró de arriba abajo-. ¿Tienes al menos una amante? Si no la tienes, estos días deben de ser muy duros para ti.
Bora deseaba arrellanarse en el sillón, abandonarse. Sin embargo, el miedo a perder el control lo obligaba a estar sentado muy tieso, empeñado en el esfuerzo de mantener el dominio de sí. La condesa Ascanio meneó la cabeza lentamente. Apoyándose en el bastón y la mesita, se levantó y salió de la habitación.
– No volveré hasta dentro de una hora, Martin -dijo. Bora contuvo su dolor hasta que la anciana cerró la puerta tras de sí.
9 DE FEBRERO
Francesca le pidió que la llevara en coche durante el desayuno, mientras daban cuenta de las delgadas rebanadas de pan y el café aguado sobre el mantel almidonado que la signora Carmela ponía cada día en la mesa. Guidi se quedó mirándola, y también los Maiuli, que esperaban que ambos se llevasen bien. El profesor hundió la nariz en la taza y su esposa se tocó bajo el chal el amuleto en forma de cuerno.
Enmarcado por el cabello oscuro, el rostro de la joven, pálido y con expresión preocupada, era mucho más delicado que el tono de su voz.
– Hoy hace frío y tengo que hacer una entrega en la piazza Venezia.
Guidi frunció el entrecejo.
– La plaza está cerrada al tráfico civil.
– Ya lo sé. ¿Por qué cree que se lo pido precisamente a usted?
Los Maiuli intentaban con tanta desesperación pasar inadvertidos que parecían haberse hundido en sus sillas. Impaciente, Francesca se echó el pelo hacia atrás.
– Tengo que llevar una remesa de sobres a una oficina. He pensado que, como usted tiene permiso para viajar libremente, podría ayudarme, pero supongo que no es así.
– No he dicho que no pueda llevarla.
Fuera, el hielo cubría el parabrisas del pequeño Fiat de Guidi. Mientras él lo quitaba con un trozo de cartón, Francesca resoplaba de frío embutida en su largo abrigo sin forma. Primero se dirigieron a la tienda, donde ella recogió un paquete mediano, y luego indicó a Guidi que tomase corso Umberto hacia piazza Venezia. A mitad de camino por la amplia avenida los guardias alemanes los detuvieron. Tras examinar los documentos de Guidi los dejaron pasar.
Una vez que Francesca hubo entregado el paquete, Guidi se ofreció a llevarla de nuevo a la tienda. En su torpe intento de entablar conversación mencionó a su madre, que celebraba su cumpleaños ese día, y ella dijo con tono ligero:
– ¿Su madre era maestra? La mía es modelo. No es difícil; lo único que tiene que hacer es quitarse la ropa y dejar que los pintores la miren, aunque no necesariamente porque quieran pintarla. En realidad es una puta.
Guidi estaba seguro de no haber oído bien.
– ¿Perdón? -murmuró.
Ella se echó a reír.
– ¿Le escandaliza que llame puta a mi madre? Pues lo es. Se acuesta con los hombres a cambio de dinero. Alemanes sobre todo, porque tienen dinero, y cuando se trata de meterse en un agujero caliente, ¿qué más da que la puta sea judía?
Mientras miraba de reojo el semblante sarcástico de la joven, Guidi conducía a paso de tortuga.
– ¿Y su padre?
– Me mandó al colegio. Enviaba talones de vez en cuando. Gire en la esquina siguiente, por ahí. No, ahí. Lo vi un par de veces cuando yo era más joven y se hacía pasar por tío mío. Es un hombre guapo. Un hombre de Dios. Si no cambian las cosas, preferiría aceptar su dinero que el de mi madre. Apenas me llega para la habitación y manutención. -Relajó los hombros y se puso una mano sobre el vientre-. Es demasiado tarde para solucionar esto, conque… bueno, se ha ganado el derecho a nacer en este maravilloso mundo… Tendré que aceptarlo. Ni siquiera me di cuenta de que estaba embarazada hasta el mes pasado. Hacía dos años que no tenía la regla, por lo poco que como y todo lo demás.
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