Guidi bostezó y echó un vistazo a su reloj de pulsera.
– Son casi las dos de la madrugada y tengo que levantarme a las siete para ir a trabajar. ¿Realmente era necesario traerme aquí?
– Sí. Estoy celebrando algo.
– ¿Sí? ¿Qué?
Bora bebió otro sorbo de coñac ambarino.
– Estuve en el Café Castellino hoy a las diez en punto. Creo que vale la pena celebrarlo.
12 DE FEBRERO
El sábado por la mañana, Francesca puso mala cara cuando Guidi salió del baño y pasó junto a su puerta.
– Debe usted de caer muy bien a los alemanes, ya que vienen a buscarle en medio de la noche.
Guidi se detuvo. Olvidando que llevaba la camisa puesta, se echó la toalla húmeda al hombro.
– Tenemos suerte de que no hayan venido a preguntarme por lo de piazza Venezia.
Ella se rió. En camisón, se sentó en la cama con las piernas cruzadas y el pelo le cayó sobre la cara como una lacia ola oscura. -No sé a qué se refiere.
– Yo creo que sí.
– ¿Me está hablando como policía? Porque si es así, será mejor que esté dispuesto a actuar en consecuencia. Lo único que hice fue entregar un paquete, y fue usted quien me llevó.
Sin importarle la presencia del inspector, se quitó el camisón por encima de la cabeza y apareció su torso desnudo; los senos azulados en las puntas e hinchados por el embarazo, el vientre redondeado, pero todavía casi plano.
– Puede estar seguro de que eso requerirá ciertas explicaciones. -Cogió una combinación de algodón que estaba a los pies de la cama, olió las sisas y luego se la puso-. ¿Vamos a la policía a contarlo todo?
Guidi abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada. Recordaba muy bien (con toda exactitud) la última vez que le había ocurrido algo semejante: hacía un año, seis meses y dos semanas. Lo que no recordaba era el nombre de la mujer. Su rostro enrojeció mientras seguía plantado en el umbral de la habitación, con la toalla mojada en el hombro. Con las piernas fuera de la cama, Francesca se estaba poniendo un sencillo vestido de lana encima de la combinación. Cuando acabó, lo miró.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Es que nunca ha tenido una novia a la que haya visto desnuda? ¡Pero si se ha puesto rojo!
Se echó a reír ocultando la cara en el bulto negro de sus medias de algodón. Guidi se apartó del umbral, con la respiración agitada. El tintineo de unas llaves en la puerta principal le advirtió de que la signora Carmela volvía de su misa temprana en la iglesia de Bellarmino, y su marido de su paseo diario a paso de tortuga alrededor de la manzana.
Por la noche Guidi volvió al domicilio de Magda. Traspuso la puerta principal enmarcada en piedra caliza y recorrió el pasaje abovedado que ya conocía hasta el oscuro pozo pavimentado del patio interior. No había portero, y subió por las escaleras de la izquierda hasta el cuarto piso.
Con la ayuda de Bora había elaborado una lista con algunas de las personas que habían asistido a la fiesta navideña la tarde que Magda murió. Los oficiales alemanes se encontraban ahora en Anzio o en Cassino, y los civiles alemanes habían abandonado Roma el 9 de enero. Guidi había seguido la pista de dos invitados italianos, por los cuales se enteró de que Merlo no había acudido a la fiesta. Nunca habían oído el nombre de Magda Reiner y no sabían si se esperaba que asistiese. Aquella noche, durante una hora examinó todos los detalles del dormitorio. Sabía que no podía confiar demasiado en las pistas que habían dejado los que le habían precedido en la búsqueda. El vestido de la difunta (le faltaba un botón, observó) y sus medias estaban en el sillón, como si los hubiese dejado allí para irse a la cama o se estuviera preparando para salir de nuevo. Lo único que encontró fueron algunas facturas de tiendas, un trozo de papel blanco arrugado entre la pared y el armazón de la cama y, debajo de ésta, un puñado de polvo en el que habían quedado atrapados unos hilos de tela, un pelo, unos fragmentos impalpables y finos que parecían ceniza, migas de pan o de pastel, un trocito de chocolate oscuro.
El magro expediente del ras Merlo había ido creciendo sin parar, sobre todo gracias a la habilidad de Danza para husmear en los archivos y tirar de la lengua a la gente. Incluía informes fechados de juergas en burdeles del ejército cerca de Vittorio Veneto en 1917, un par de heridas graves infligidas a adversarios políticos por la época en que desapareció Matteotti y el despotismo frustrado y mezquino que Guidi asociaba ahora con el fascismo. Aun así, parecía un hombre honrado en lo concerniente al dinero. En cuanto a su relación con Magda, Bora había averiguado por la amiga de ésta que en dos ocasiones había ido a trabajar con morados en los brazos y que últimamente le había dado por llevar un pañuelo de cuello. Era algo, pero no bastaba. Las contusiones no llevan firma. Dejó la linterna en la mesita de noche y se acercó a la ventana, probó el tirador, la abrió y volvió a cerrarla, midió los dos pasos que la separaban del lecho. La conclusión era evidente. ¿Por qué la ventana estaba abierta en una noche de finales de diciembre, si no era para arrojarse por ella?
Mientras bajaba por las escaleras, Guidi se paró ante cada puerta cerrada del edificio de apartamentos. No había rótulos con nombres ni inquilinos. ¿Qué almacenaban los alemanes en aquellos pisos vacíos? Probó la llave que tenía en varias cerraduras, sin éxito. Tras la puerta de la soprano, en la planta baja, se oía una radio con el volumen muy alto; estaban informando de que habían logrado detener el avance de la 34a División americana al sur de la ciudad de Cassino.
* * *
Bora oyó la misma noticia en el monte Soratte, donde pasaba el día con Kesselring y el general Westphal. La oscuridad se extendía ya sobre la ciudad cuando regresó, franjas violetas pintadas en un cielo claro. Pasó en el coche junto a las casas oscuras a gran velocidad, en dirección al frente de Anzio, hundido en el barro.
13 DE FEBRERO
De hecho Bora sólo llegó hasta Aprilia. Milagrosamente había conseguido circular por caminos rurales que los bombardeos habían respetado, entre cráteres, tierra levantada y árboles astillados justo cuando empezaban a brotar. Después de pasar junto a una línea férrea en desuso, al amanecer llegó a la estación de Carroceto, donde todavía se intercambiaba fuego de artillería, pero la lucha se había detenido lo suficiente para que las tropas salieran a gatas de las trincheras y recogieran a sus muertos. Un teniente con los nervios crispados y la cara grisácea le fue guiando e, incapaz de contenerse, se echó a llorar cuando Bora le ordenó que se sentase. Los muertos americanos e ingleses yacían en las calles sobre un colchón de barro ensangrentado, boca arriba, allí donde habían caído, y los camilleros parecían más bien carniceros.
– ¡Cuidado, el alambre está electrificado! -exclamó alguien.
El teniente todavía sollozaba con la cara entre las manos cuando Bora se alejó en un camión del ejército hacia Aprilia.
El humo se cernía en pálidas capas sobre la ciudad. Por todas partes se veían vehículos inutilizados, mulas muertas, carros volcados, cadáveres de civiles cubiertos de polvo y ceniza, terraplenes derrumbados, toda una geografía bélica que Bora había aprendido de memoria en otros lugares, por lo que podía moverse por ella sin desfallecer. El fuego de artillería se oía a ráfagas desde la dirección del mar, más allá de los frutales de apenas diez años y la linea zigzagueante que formaban las tapias encaladas de los huertos. Bajo los fantasmas del humo, Aprilia llevaba el nombre del mes de su nacimiento y, como otras ciudades de la tierra desecada, mostraba los habituales edificios de ladrillo que más bien parecían fábricas: ayuntamiento, iglesia, casa del fascio , algunos bloques de viviendas de trabajadores. Resultaba difícil reconocerlos en aquel momento. El fuego de artillería iba y venía.
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