Guidi leyó entre líneas que Bora, en el momento de escribir aquello, no estaba seguro de poder volver del lugar adonde se disponía a partir.
***
14 DE FEBRERO
Las cabezas de los gruesos girasoles de cara marrón se mecían formando olas sobre la tierra negra y se agitaban sobre sus larguísimos tallos. Un cielo profundo, las granjas encaladas bajo los tejados de paja como una cabellera bien cortada. Aves y aviones cosidos en el cielo como heridas, las manos apartaban los tallos y las hojas vellosas y nadie le detenía. Una risa amarilla hecha de luz parecía correr entre los girasoles mientras se doblaban y caían para dejar al descubierto más cielo y más tierra; lanzaban vítores y aplaudían con sus hojas barbudas. Se hinchaban e intentaban aplastarlo bajo el negro y el amarillo mientras caminaba, pero nada podía librar a Bora de lo que iba a encontrar.
La aleta del timón de cola se recortaba, sobria y verde, muy alta, contra el cielo.
Ojalá los girasoles lo hubieran rodeado y atrapado como a alguien que desea ahogarse. Pero se levantaban y se apartaban a un lado y nadie le detenía, nadie le detenía.
– Por el amor de Dios, Bora, ¿está vivo?
El mayor miró al hombre que lo zarandeaba y al fin reconoció al general Westphal junto a la cama. No tenía ni idea de dónde se encontraba, aunque era obvio que Westphal había conseguido llegar hasta allí. El general seguía zarandeándolo.
– Maldita sea, llevo diez minutos llamando a su puerta y al final el conserje ha tenido que abrirme con la llave maestra. ¡Pensaba que se había ido al otro mundo! ¿Cuándo volvió y, en el nombre de Dios…? ¡Pero si hay sangre por todas partes!
Con gran esfuerzo, Bora se incorporó hasta recostarse contra la cabecera de la cama. Se sentía vacío y tenía náuseas, pero empezaba a recordar.
– No he tenido tiempo de cambiarme -se disculpó-. Ya sé que llego tarde. -Y añadió algo que resultó incomprensible hasta para él mismo.
Cuando intentó levantarse de la cama, Westphal se lo impidió.
– No se mueva, idiota.
Se volvió hacia el umbral, donde había alguien a quien Bora no veía, y añadió:
– Que venga un médico inmediatamente.
16 DE FEBRERO
Según le pareció a Guidi, el «chico» a quien el profesor Maiuli había empezado a dar clases de latín hacía tiempo que había dejado atrás la edad escolar. Probablemente era un estudiante universitario, ya que se habían suspendido las clases. Guidi llegó pronto a casa y, después de cruzarse con Rau por las escaleras, preguntó al profesor:
– ¿Cómo ha evitado el reclutamiento? Es curioso que los alemanes no lo hayan cogido para trabajos forzados.
Maiuli se tocó el pecho.
– Tiene mal los pulmones. No debe preocuparse por Antonio, inspector. He visto sus documentos universitarios y todo está en regla. Vive con sus padres junto a San Lorenzo.
– Un lugar ideal para que te caiga una bomba. ¿Y atraviesa toda la ciudad para que usted le dé clases?
– Ha oído hablar de lo bueno que es el profesor -intervino la signora Carmela-. No tiene nada de raro.
Francesca se había quedado en casa porque le dolía la cabeza, aunque no tenía pinta de encontrarse mal. Había oído toda la conversación con una sonrisita indescifrable en los labios.
– El tal Rau tiene un perfil muy bonito -afirmó. Cuando Guidi se volvió hacia ella, añadió-: ¿Qué? Es cierto. -Se llevó un trozo de pan a la boca y se puso el abrigo-. Voy a ver a mi madre. No me esperen despiertos.
En las últimas horas había sonado varias veces la alarma antiaérea y el día anterior varias bombas habían caído por error en la comisaría de Monteverde.
– ¿Quiere que la lleve en el coche? -se ofreció Guidi. Llovía, estaba oscuro y era casi la hora del toque de queda cuando llegaron. No se veía gran cosa de la casa, excepto que era igual que las demás de via Nomentana, donde los restos de un horno de ladrillo marcaban los límites del casco antiguo.
Guidi bajó la ventanilla.
– ¿Quién vive aquí? -preguntó.
– Mi madre, ya se lo he dicho. ¿Por qué?
El resentimiento de Guidi iba en aumento. No sabía cómo dominarlo, y de pronto se volvió más descarado.
– No me gustaría haberla traído a ver a su amante -dijo malhumorado.
En el pequeño coche, Francesca era una melancólica presencia sin rostro hasta que la iluminaron los faros de un camión que se acercaba. Los faros tenían unas franjas maquiladas de negro y no proyectaban más que una astilla de luz de un amarillo turbio en su mejilla.
– ¿Y a usted eso qué le importa? No tengo por qué darle cuenta de lo que hago con mi vida.
Cuando se apeó del vehículo y la casa se la tragó, Guidi no se movió del sitio. Por la ventanilla bajada entraba la lluvia helada, y sin embargo seguía asomado, mirando la casa. Francesca conocía bien a Antonio Rau, eso estaba claro. Una mirada, una palabra apenas pronunciada, la forma en que se rozaban al cruzarse en el vestíbulo. Guidi había visto a Rau tres veces y no le gustaba. Era el amante de la joven, su contacto con la resistencia clandestina o ambas cosas. Tres veces había estado a punto de decirle algo y sólo lo había retenido la certeza de que Francesca estaba peligrosamente implicada, lo que suponía un riesgo inmediato para los propietarios de la casa, y de que él tendría que hacer algo al respecto. Los alemanes eran el enemigo, ahora más que nunca… No; no se trataba de eso. Sin embargo, no quería ni pensar en qué situación le colocaban los tejemanejes de la muchacha con respecto a Bora.
De vuelta en via Paganini, Pompilia Marasca le salió al paso en la escalera, con una vela en la mano.
– Quería hablar con usted -dijo, con la otra mano apoyada en la cadera.
Era difícil quitársela de encima.
– Son casi las diez. ¿No puede esperar?
– Como buena ciudadana, creo que no.
En la penumbra Guidi miró sin el menor interés su ceñido vestido negro.
– Bueno, ¿de qué se trata?
– Es sobre ese visitante nuevo con pinta de judío que reciben en su apartamento. Ha venido tres días, entra y sale libremente; vaya usted a saber qué viene a hacer aquí o a quién viene a ver. ¿Cree que los vecinos estamos ciegos? Por menos de eso se denuncia a la gente ante los alemanes. -Entrecerró los ojos y haciendo un mohín con sus labios pintados de rojo añadió-: Tendría que decir a la joven dama que tenga cuidado con sus relaciones antes de que alguien haga algo impropio de un buen vecino.
– Gracias por su preocupación -repuso Guidi secamente-. Continúe vigilando.
Procurando mantener derecha la vela, Pompilia retrocedió de mala gana.
– Si nadie hace nada, ¿para qué sirve que me fije en las cosas?
17 DE FEBRERO
El jueves, de vuelta al trabajo desde hacía dos días y cojeando de nuevo, Bora telefoneó al capitán Sutor de las SS para invitarle a comer.
Sutor se mostró receloso.
– ¿Y a qué se debe?
– ¿Aparte de celebrar nuestro desfile de prisioneros angloamericanos de ayer? Voy a ver qué daños causaron ayer los aliados en el Coliseo y el cementerio protestante. Como pasaré por ahí de camino hacia la puerta de San Pablo, he pensado que quizá quiera acompañarme.
– ¿Y por qué iba a querer? Me importan un bledo las ruinas antiguas. En cuanto a usted, suponía que después de Aprilia se le habrían quitado las ganas de ver lo que hacen las bombas.
Bora mantuvo la calma.
– He oído que lo de Montecassino fue mucho peor. Bueno, no quiero apartarle de su trabajo. Si cambia de opinión, estaré en el Coliseo a las doce.
A mediodía, cuando el Kfz 15 de Sutor se aproximó a su Mercedes en el Coliseo, por el lado del Palatino, Bora no se sorprendió.
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