Guidi sonrió.
– Bueno, consuélese con la idea de que los alemanes tampoco la tienen.
En el otro extremo de la mesa Francesca se echó a reír. Su boca, grande y sensual, le resultaba tan atractiva que por un momento Guidi lo olvidó todo acerca de ella, como si aquel receptáculo rojo y riente le enviara un mensaje de amistad.
– Y les diré algo más -siguió Maiuli-. Mi esposa estaba sentada junto a la radio, deseando que acabasen los bombardeos y atentados, y esta misma tarde dieron la noticia de que habían encontrado una bomba en el Cafre Castellino, en piazza Venezia, y que la habían desactivado a tiempo. Debía estallar a las diez en punto, cuando los oficiales alemanes lo frecuentan. Conociendo su tendencia a tomar represalias, ha sido una bendición que no explotase. Y lo único que ha tenido que hacer esta jorobada maravillosa ha sido desearlo.
Francesca todavía sonreía pero, con la misma rapidez con que una nube modifica la luz del día, la intensidad de su sonrisa se vio ofuscada. Guidi notó el cambio, pero no formuló ningún juicio. Tenía hambre y la sopa humeante en su plato recibía la mayor parte de su atención. Sólo cuando Francesca se excusó, se preguntó si las palabras de Maiuli tenían algo que ver con el cambio experimentado por la joven. ¿Pensaba que había estado con él en piazza Venezia aquel mismo día y que la explosión podía haberles afectado? ¿Estaba asustada? Después de cenar Guidi se quedó leyendo, por si ella aparecía de nuevo, pero Francesca ya se había acostado y al final él también se fue a su habitación.
***
Horas más tarde, un golpe en la puerta despertó a Maiuli mucho después de que se hubiera quitado la dentadura postiza y puesto el pijama. No había electricidad y a la débil penumbra de una vela recorrió el pasillo a trompicones. Al abrir y ver un uniforme alemán se le erizó el escaso cabello que conservaba. Aunque intentó dominarse, la llama vacilaba tanto que hacía destellar las medallas y el cordón plateado del visitante.
– Querría ver al inspector Guidi, por favor -dijo Bora.
La impaciencia de Guidi quedó de manifiesto cuando salió de su habitación abrochándose los pantalones.
– Mayor Bora, francamente…
– Vístase, Guidi.
– Estoy seguro de que lo que sea podrá esperar hasta mañana.
– Vístase.
La penumbra no permitía descifrar la expresión de los rostros. Guidi sólo veía que Bora estaba erguido, con su habitual rigidez.
– ¿Tiene que ver con Magda Reiner?
– Por supuesto. ¿Qué otra cosa iba a ser? No tengo la costumbre de sacar a la gente de la cama sólo para charlar.
– Está bien, pero tengo que pedirle que espere fuera. Ha dado un susto de muerte a esta pobre gente. -Mientras volvía a su habitación, Guidi oyó a los Maiuli cuchichear detrás de la delgada pared y atisbó el rostro desdeñoso y pálido de Francesca a través de su puerta entreabierta. Furioso, se vistió a toda prisa, cogió las gafas de Merlo y las metió en el bolsillo de su abrigo nuevo.
En el vestíbulo del Hotel d'Italia sólo había dos oficiales alemanes que daban cabezadas junto a sus copas. Guidi, que apenas bebía, tuvo que tomar dos coñacs en el bar antes de sentirse lo bastante sociable para hablar de las últimas pruebas.
– Esto es lo que he averiguado, mayor, y espero que tenga usted algo importante que añadir. -Le irritaba que Bora buscase su compañía aquella noche, cuando acababa de pasar una semana con su mujer y podía quedarse sentado ahí, tranquilo y con expresión satisfecha, sin tocar el licor que tenía delante.
– Para serle sincero, no me di cuenta de que me había dejado un recado hasta última hora de la tarde. -Bora atizó aún más su irritación-. Mi secretaria me lo dio, pero no le presté atención.
– Es lógico, tenía otras cosas que hacer.
Con el pulgar, Bora hacía girar lentamente al anillo de oro que llevaba en el dedo anular derecho, un gesto que parecía habitual y no alertó a Guidi.
– He recibido un paquete de los padres de Magda -explicó- y he hablado por teléfono con ellos hoy mismo. Creo que debería saber lo que me han contado, pero antes -añadió sacando una nota del puño de la guerrera- lea esto; es lo que he escrito en respuesta a su mensaje.
Guidi leyó el papel.
– ¿Qué significa esto: «Registraron y limpiaron la habitación no una, sino dos veces, antes de llegar nosotros»? ¿Cómo lo sabe?
– El jefe de policía hizo una copia de la llave el trece de enero. El Servicio de Seguridad alemán entró en el apartamento la misma noche de la muerte de Magda Reiner.
Animado por la bebida, Guidi se mostró dispuesto a porfiar. -Dejarse unas gafas no es lo que yo llamaría «limpiar». ¿Qué quiere decir, mayor?
– No quiero decir nada. Usted es el investigador. Yo sólo soy un soldado que lo acompaña en el camino.
La arrogancia de Bora adoptó una forma demasiado sutil para que Guidi reaccionase. Este dejó la funda alargada de piel en la barra y dijo:
– Ahora le toca a usted leer. A ver si le resulta más fácil que a mí seguir la pista del óptico de Merlo.
Bora vio el nombre grabado en la funda.
– Sciaba -leyó para sí, y repitió-: Sciaba. Magnífico. De todos los ópticos de Roma, tenía que acudir precisamente a un judío. -Roma es suya, mayor. El establecimiento de este hombre está cerrado y no hay nadie en su casa. Nadie sabe dónde está. Bora anotó el nombre del óptico.
– Lo intentaré, pero no le prometo nada.
– ¿Le han dicho algo nuevo los Reiner?
– Sin querer, han confirmado la imagen que la mayoría de la gente al parecer tenía de su hija: ambiciosa, un poco alocada y frívola sin llegar a mercenaria. En cuanto a lo de que era poco probable que tuviese motivos para estar deprimida… eso es otro cantar. En el paquete que me han enviado hay un recorte de periódico. Mire, es una lista de bajas de guerra. Al parecer Magda estaba muy interesada por este hombre, que desapareció en el frente griego el verano pasado y seguramente murió. Su madre le quitaba importancia, pero creo que en algún momento Magda pensó en el suicidio, aunque no lo intentase. -Pensativo, Bora alisó el artículo con los dedos-. En su historial laboral figura una baja médica de tres semanas poco después de la desaparición del hombre, sin más detalles. Si pensó en quitarse la vida, sin duda lo ocultó muy bien; de lo contrario le habrían retirado la acreditación.
Libre de pronto de somnolencia, la mente de Guidi trabajaba a mil por hora.
– ¿Qué más había en el paquete?
– Cartas y fotos. Están en la caja fuerte de mi despacho.
– Maldita sea. Esperaba… ¿Por qué en la caja fuerte?
– Porque es el mejor lugar para guardarlas.
Como siempre, las palabras de Bora sonaron educadas y disuadían de plantear más preguntas. Guidi no sabía qué había querido decir. No era capaz de descifrar la expresión de su rostro. Se preguntó si Bora perdía alguna vez el control, decía palabrotas o pasaba un día entero sin afeitarse dos veces.
– He traído las fotos -añadió el alemán, y sacó del bolsillo varias instantáneas que dejó sobre la barra-. Son de ella, y unas pocas de parientes suyos. El lugar y la fecha figuran al dorso.
Guidi las miró. Había muchas de los dos últimos años; Magda posando con varios amigos de ambos sexos, sentada en una calesa tirada por caballos frente al Coliseo o tomando el sol en la playa.
– Esta la hicieron en Ostia el noviembre pasado. -Bora señaló la última-. Hace tres meses, a veinte kilómetros de aquí. Si se fija bien, verá que el hombre situado detrás de ella con una revista es el ras Merlo.
– Con gafas, nada menos.
– Sí. El resto de las fotos son más antiguas: los Juegos Olímpicos, París, el tipo del frente griego, Navidades en casa. -Bora bebió un traguito de su copa y la dejó en la barra-. Estoy leyendo las cartas. Ya le informaré si encuentro algo interesante.
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