Antes de salir pasó por el despacho de Westphal.
– El único motivo por el que le dejo ir -le advirtió el general- es que no me gusta que los informantes de las SS denuncien a oficiales del ejército, no porque me importe un pimiento ese tal Foa. Si lo ve, convénzalo de que hable. En cuanto a lo demás, lo único que puedo darle es una petición firmada para que trasladen al óptico a la sección italiana de la prisión estatal, y eso sólo por motivos prácticos relacionados con el caso Reiner.
– ¿No deberían trasladar también al general Foa?
– No lo van a hacer, así que no me lo pida.
Sutor no estaba en via Tasso. Fue Kappler quien recibió a Bora y, tras leer la petición de traslado, prometió que haría lo posible.
– Si no hay ninguna acusación política contra Sciaba, se le puede trasladar, probablemente a finales de mes. -Invitó a Bora a sentarse delante del escritorio, frente a él-. ¿No le dije que no lo teníamos nosotros? Tome asiento, no tenga prisa. Dígame, ¿qué opina del atentado contra el vicesecretario fascista de hace dos semanas?
Bora se sentó.
– Que si se empeña en celebrar todos los santos del partido recibirá más.
– Sí. Le dije con toda claridad que no es momento de desfiles, pero no quiso escucharme. Tiene otras juergas planeadas para el diez y el veintitrés. -Señalando el cuello de la chaqueta de Bora preguntó-: ¿Dónde la consiguió?
Bora supo que se refería a la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.
– Me la concedieron en Rusia. Me llegó la semana pasada.
– Un poco llamativa, pero muy reveladora. Ayuda a compensarle por sus sufrimientos pasados. Ahora harán postales con su retrato para que las coleccionen los niños.
– El lunes, el mariscal de campo Kesselring visitó nuestro mando. -Bora hablaba con el tono más neutro que podía, sin apartar la vista de Kappler-. Cree que la suerte que corran oficiales como Foa es clave para mantener la lealtad de las tropas italianas que quedan en el norte.
– ¿Ah, sí? ¿Lo ha comentado con el general Wolff de las SS?
– El mariscal de campo tiene previsto hacerlo. Después de todo, Foa aceptó colaborar con las autoridades alemanas. Su arresto sólo se debe a su falta de disposición para revelar el paradero de otros oficiales.
Kappler, que hasta ahora le había escuchado con calma, dejó escapar una risita de indignación.
– Esos «otros» oficiales son precisamente los que se niegan a servir con usted y conmigo.
– Yo puedo arreglármelas sin ellos.
– De modo que ha venido a ver a Foa. ¿Y quién le ha dicho que está aquí?
– Nadie. -Apartó la mirada de Kappler por primera vez al oír la sirena de una ambulancia-. ¿Es él?
El otro no respondió. Tabaleaba los dedos nerviosamente sobre un cenicero y tenía contraída la estrecha mandíbula. El cenicero era un plato antiguo.
– Tendrá que venir a verle en otro momento.
Por encima de los papeles que cubrían el escritorio, Bora miró aquellas manos en torno al frágil plato sin pintar. Con los hombros relajados y la respiración regular, se le daba mucho mejor que a Kappler el juego de control fingido.
– Lo haría si no fuera porque tengo que convencer a Foa de que acepte nuestras exigencias e informar al mariscal de campo mañana por la mañana.
Kappler apartó las manos del cenicero.
– Muy bien. Lo verá tal como está. Es un agitador. Ya trató usted con agitadores en Rusia.
– He oído decir que montó un numerito en la prisión estatal y que deben mantenerlo aislado. Lo comprendo, coronel.
Bora no conocía a Foa, pero había visto fotos de su rostro de facciones angulosas, con el cabello cano peinado hacia atrás. Lo que quedaba de él en la angosta habitación que había encima del despacho de Kappler (indescriptiblemente hedionda y asfixiante) era una calavera que se transparentaba bajo la fina piel de los pómulos, extrañamente tirante. Sólo los ojos tenían vida; muy abiertos, siguieron los movimientos del visitante hacia la estera del rincón.
– General Foa, vengo de parte del mariscal de campo Kesselring.
Foa no se movió ni dio muestra alguna de oírlo. Sólo sus ojos parpadearon ante el uniforme de Bora. Estaba recostado contra un rincón, como si una sola pared no bastase para sostener la quebrada lasitud de su esqueleto. Cuando su vista se adaptó a la penumbra, Bora vislumbró manchas de sangre seca en la camisa del hombre y en sus pantalones. También había gotitas y salpicaduras de sangre en las paredes. Las heces sanguinolentas y la orina de la incontinencia causada por el dolor habían sido evacuadas, en un absurdo intento de intimidad, en el rincón menos visible desde la puerta.
Bora avanzó un paso y se sobresaltó cuando Foa murmuró:
– ¿Quién demonios es usted?
– Me llamo Bora. -Se inclinó hacia él-. Hablé con usted por teléfono en enero sobre una canción republicana. -La inane necedad de sus palabras rompió sus pensamientos como una sarta de cuentas diseminadas.
– Conque usted es el militar cerril al que chillé por teléfono.
– Cuando Foa estiró los labios en lo que Bora reconoció como una sonrisa, quedaron a la vista las hinchadas encías y la dentadura mellada; la lengua también estaba negra, como un extraño músculo enfermo que le hubiese crecido en la boca. Una barba gris y llena de costras cubría la barbilla del anciano, y en la comisura de los labios había coágulos de sangre seca.
– Señor -dijo Bora agachándose ante la estera-, debo hablar con usted.
– Si cree que voy a decirle algo, váyase por donde ha venido.
Foa seguía quieto. Había una horrible inmovilidad en vida -si es que aquello era vida- en aquel apestoso cuerpo pegado a las ropas ensangrentadas. Incapaz de soportar aquella inercia aplastante, Bora le tendió la mano para ayudarlo a sentarse.
– No me toque -gruñó Foa, lanzándole una mirada terrible e imperiosa con unos ojos llenos de vida en aquel rostro muerto.
Bora retrocedió. En cierto modo tenía que negar su sufrimiento pasado para aceptar aquello, avergonzado porque la pureza inmaculada de la sangre que una vez había brotado de él no tenía nada que ver con aquella forma de extraer la sustancia de la carne por medio de la tortura, espantosa como una profanación, impura. Le repugnaba y le condenaba por asociación, y ambos hombres lo sabían. La siguiente frase que consiguió articular sonó inconsistente a sus propios oídos, y Foa dijo no. Sin escuchar aquello que estaba diciendo, Bora continuó de todos modos, furioso con sus propios sentidos por agobiarle con la vista, el olfato y la pavorosa inminencia de la muerte.
– General, le ruego que nos permita ayudarle. Esto es un ultraje intolerable, no puede continuar…
– Deme un cigarrillo.
Bora tuvo que esforzarse para mantener la mano firme mientras le colocaba un cigarrillo entre los labios y lo encendía, con la cabeza gacha para no mirarle.
– Le ruego que lo reconsidere, general.
– Déjeme en paz.
– Un hombre de su edad…
Aquellos orgullosos ojos inyectados en sangre se clavaron en los de Bora.
– ¡De mi edad, de mi edad! Yo ya era coronel cuando usted ni siquiera tenía vello púbico. Déjeme en paz. Si tiene que matarme, máteme y acabemos de una vez. No quiero decirle nada a usted, ni a Kesselring ni a Kappler. Nada, nada, nada.
– Sólo quiero ayudarle.
– ¿Ayudarme? Este es mi país. Ustedes no son de aquí, ni usted ni los americanos. Escupo en su ayuda. Dígaselo a Kesselring. -Le diré lo que crea conveniente, general Foa.
– Entonces váyase al infierno con todos los demás.
Bora se irguió lentamente. El hecho de que siguiera allí no probaba más que un mortificante sentido de la vergüenza. Se volvió porque sabía que Foa lo estaba mirando de hito en hito y quería ocultar su turbación.
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