– ¡Por el amor de Dios, mayor! ¿Qué se puede decir cuando matan a tiros a una pobre mujer por pedir ver a su marido? -Los libros estaban guardados en cajas de embalaje dentro de un pequeño laboratorio, adonde entró el cardenal, seguido de Bora-. Le complacerá saber que un conjunto de obras rescatadas del siglo dieciocho es de la editorial de su familia en Leipzig, con su lema Fidem Servavi y todo. El cardenal York reconoció los excelentes comentarios sobre santo Tomás de Aquino cuando los vio.
– Los nuestros no eran tan buenos como los de Grocio -repuso Bora. Dudaba que Borromeo lo hubiera sacado de la sala sólo para separarle de Hohmann, y su forzada cordialidad le molestaba.
– Debo coincidir en que su edición crítica de Spinoza era mucho mejor.
Empezaron a hojear los venerables libros, que a Bora le interesaban menos que los motivos de Borromeo para no hablar con claridad.
– Conque ya se ha aprobado la nulidad -espetó de pronto.
– Sí -asintió el religioso.Bora dejó el libro.
– Es asombroso cómo se pueden eliminar de un plumazo cinco años.
– La Iglesia ata y desata como juzga oportuno, mayor.
Hacia mediodía el cielo romano atronaba de nuevo con el rugido de los aviones que bombardeaban el extrarradio, probablemente las cocheras ferroviarias del este. El estrépito procedente de los barrios occidentales indicaba que los depósitos de munición podían ser el objetivo prioritario. La respuesta de las baterías antiaéreas sólo retumbaba de vez en cuando, poco convencidas de su efectividad. A pesar de todo, Bora estaba sereno cuando Guidi se reunió con él frente a la casa de Magda Reiner.
– Siento llegar tarde, mayor. La calle está cortada.
– No llega tarde, es que yo he llegado pronto. Aquí tiene las llaves de los apartamentos vacíos. ¿Subimos?
No había electricidad, de modo que tuvieron que subir por las escaleras. Como Bora cojeaba, Guidi lo precedió hasta el primer rellano.
– Estamos en un callejón sin salida, mayor -dijo-. Las gafas de Merlo aparecieron en un almacén requisado sólo cuando pareció que yo no era lo bastante rápido siguiendo la pista oficial. ¿La intención de Caruso es perjudicar a Merlo o proteger a otra persona?
Bora se detuvo ante la puerta y se inclinó para introducir la llave en la cerradura. Guidi reparó en las canas que salpicaban su pelo oscuro.
– Cuando lo averigüe, probablemente le relevarán del caso. Pero ¿Caruso es el único que podría tener interés en enredar las cosas?
La puerta se abrió a un recibidor pequeño y completamente oscuro. Guidi entró primero, con la linterna.
– Bueno, me viene a la mente el capitán Sutor. La trajo a casa aquella tarde y dice que la dejó en la puerta no más tarde de las siete y cuarto. Sin embargo, he hablado con un testigo, un oficial de la Polizia dell'Africa, que recuerda haber visto un coche con matrícula alemana aparcado junto a la acera al menos hasta las ocho menos veinte. Así pues, en teoría Sutor podía estar por la zona cuando Magda murió.
Excepto el recibidor, todas las habitaciones del apartamento estaban llenas de cajas casi hasta el techo. Guidi oyó a Bora trastear a la débil luz de su propia linterna y decir:
– Da por supuesto que ese coche era de Sutor. Recuerde que aquella tarde había una fiesta en el edificio, a la que asistían alemanes. Además, Sutor se ofreció a hablar con usted voluntariamente, incluso insistió.
– El capitán sabe que no puedo comprobar su coartada aunque quiera, mayor. El caso es que él y Merlo estaban por el barrio. Las pruebas pudieron ser eliminadas por las SS o por la oficina del doctor Caruso. Dígame, ¿sabe lo que hay en estas cajas? -preguntó Guidi, y Bora le mostró libros de contabilidad en blanco, resmas de papel de escribir, sobres-. ¿Alguien está cubriendo a Sutor, o protegiendo su inocencia, y haciendo lo contrario con Merlo? No se practicó a la víctima ninguna prueba de alcoholemia ni toxicológica, de modo que no sabemos si Magda estaba borracha o drogada, y mucho menos si era una suicida. Aceptaría continuar investigando y planteando las preguntas para las cuales no tengo respuesta, pero me presionan para que cierre el caso.
– Si lo desea, puedo vérmelas con Caruso.
– ¿Y también con las SS, que puede que estén detrás de él?
Bora no respondió y devolvió el material de oficina a las cajas. Fueron de habitación en habitación y de un apartamento deshabitado a otro, y en todos había montones de artículos de escritorio sin usar, los suficientes para más de un siglo de burocracia. En el último apartamento (el 7B) encontraron más de lo mismo, pero desde la cocina Bora exclamó:
– ¿Qué es esto? Enfoque aquí, Guidi.
El inspector lo hizo. La unión de los haces de ambas linternas reveló qué había pisado Bora: migas y cortezas de pan, y un corazón de manzana seco. El espacio era pequeño, no más de dos metros por uno y medio, un hueco entre las cajas, que Guidi examinó de rodillas. Se habían cuidado de no abrir las ventanas, pero ahora el inspector fue hasta la pila de cajas que tapaban la de la cocina, las quitó y abrió los postigos. Aparecieron pocas pruebas más: restos de cenizas en que había quedado impresa una pisada, pelusa de una manta. Guidi lo examinó todo y recogió cada material en un sobre de los que Bora le tendía.
Después se sentaron en el coche del alemán para hablar del hallazgo.
– Aunque no nos apresuremos a sacar conclusiones, mayor, debemos admitir que es muy extraño que alguien se pusiera a merendar en un apartamento vacío perteneciente al ejército alemán, y en el mismo edificio donde se produjo una muerte.
Bora observó que Guidi sacaba una cajetilla casi vacía de Serraglio y se apresuró a ofrecerle sus Chesterfield.
– Me costó mucho conseguir que el jefe del Servicio de Suministros me entregara las llaves. Me hizo firmar y me dijo que desde mediados de octubre no se abría ningún apartamento. Supongamos que alguien se coló en el siete B. ¿Está relacionado este hecho con la muerte? ¿Un criminal que acecha a su víctima, en un edificio propiedad de los alemanes, dejaría huellas de su paso?
– No, a menos que se viera obligado a salir precipitadamente. -Guidi aceptó el cigarrillo, más largo que los Serraglio, y lo colocó en su cajetilla para fumarlo más tarde-. Pediré que analicen estos restos, a ver si nos dan alguna pista.
Bora encendió un Chesterfield.
– Puede que no tenga nada que ver, pero resulta que el hombre del frente griego no murió en el campo de batalla. Si desapareció fue porque desertó. Me lo han confirmado fuentes fidedignas de Berlín. Por supuesto, no se sabe dónde pudo acabar, ni siquiera si sigue vivo, duda que estaría fuera de lugar si hubiera caído en nuestras manos después de su hazaña.
Por la acera, justo en el sitio donde Magda Reiner había caído, pasaba una joven bien vestida y con un ramo de hojas verdes. Ninguno de los dos hombres se interesó en ella, pero la siguieron con la vista mientras hablaban. Para Guidi, que desde el beso de Francesca se sentía flotar en una nube, todas las cosas estaban pervertidas por su creciente interés en la chica. Observó la mano de Bora en el volante, con la alianza en el dedo, pensó en lo que significaba, y la pregunta surgió sola.
– ¿Puede aconsejarme sobre un tema completamente distinto, mayor?
– Desde luego.
– ¿Qué…? Bueno… ¿Cuánta compostura considera conveniente mantener en una relación?
Bora no se mostró sorprendido o supo ocultar bien su sorpresa. Apagó el cigarrillo a medio fumar.
– Eso depende de las personas implicadas. ¿Los dos son libres para seguir adelante?
– Posiblemente. La conozco desde hace poco, pero sé que no está casada.
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