– Probablemente lo mismo pueda decirse de casi todo el mundo.
– Algunas personas se crean enemigos inútiles.
– Algunas circunstancias hacen inútiles los amigos.
Bora se levantó el cuello del gabán para protegerse del viento nocturno.
– ¿Se refiere a la guerra? La diferencia entre nosotros es que usted no la ve como una contingencia.
Guidi ignoraba por qué estaba enfadado con Bora. Sólo sabía que no quería que conociese a Francesca ni que tuviese nada que ver con ella. Temía por la joven, aunque aparentemente no había motivo para preocuparse por Bora, que nunca invadía su intimidad. De quien debía preocuparse era de Rau. Y éste se codeaba con los amigos de Bora.
Siguieron andando. Bora sentía la dolorosa necesidad de compartir la angustia que lo acosaba, pero se contuvo. Porque no se podía o no se debía hacer, lo que venía a ser lo mismo. Caminaba junto a Guidi oyendo el sonido de sus propios pasos, pasos que se hacían más regulares a medida que la pierna sanaba de nuevo, y Bora volvía a sentir la misma fuerza de antes, pero casi neurótica por haberse visto interrumpida, una gran cantidad de energía vengativa, física e implacable. La acompañaba la sensación de virilidad, le quisiera o no Dikta, la esperanza de que, como la guerra, después de todo, ella sólo fuese algo circunstancial para él y no la necesitase.
Sin embargo, la estructura interior era débil, delgada. Los apoyos que la sustentaban no resistirían. Y la mujer americana de aquella noche… Se había sentido atraído por ella de una forma irresponsable, seguramente ella lo había notado pero había decidido no usarlo contra él, compasiva como son a veces las mujeres buenas. Bora se lo agradecía. Todavía sentía en la boca el sonido blando y líquido del idioma inglés, como un caramelo que se deshiciera lentamente, sabroso, balsámico, refrescante.
– Me han ascendido a teniente coronel -dijo como si tal cosa.
– Felicidades.
– Gracias. Añadiré una tachuela al galón del hombro el primero de junio.
Guidi caminaba con las manos hundidas en los bolsillos, sumido en sus pensamientos, que Bora desconocía, aunque tenía una mente perspicaz y percibía cosas y estados de ánimo; al final siempre los rechazaba y por eso su esposa podía decirle: «¿No lo sabías?», o «Tendrías que haberlo comprendido, eres un hombre inteligente», como si la inteligencia tuviese algo que ver con el conocimiento tal como él lo experimentaba la mayor parte del tiempo, lo aceptase o no. A veces le parecía que el mundo era espeso y él muy fino, transparente, y que atravesaba la realidad como una aguja de cristal penetra en una madera gruesa y porosa que se resiste pero al final cede.
Quizá fuese significativo que, desde que Dollmann le preguntó si tenía pesadillas («No con la guerra de guerrillas», respondió), éstas lo acosasen casi todas las noches. El animal desconocido lo perseguía incansablemente. Incluso ahora, mientras caminaban por la ciudad (la luna llena se había elevado por encima de los tejados y borraba las estrellas, las sombras se alargaban y desenrollaban alfombras ante ellos), veía el siniestro triángulo del timón del avión y la pesadilla era no llegar a él, sabedor de lo que había allí. Era impensable compartir con Guidi lo que tenía en el corazón.
* * *
10 DE MARZO
– Si hubieras estado en casa ayer, te lo habría dado.
Francesca miró el paquete plano que Guidi tenía en las manos.
– ¿Por qué? ¿Qué pasaba ayer?
– Que era tu santo.
– ¿Ah, sí? -Ella cogió el regalo y empezó a abrirlo, sonriendo al principio, pero sólo hasta que vio lo que contenía. Entonces se puso seria-. Medias de seda. Dios mío, ¿son unas medias de seda?
Guidi, que se había gastado una fortuna en ellas, y para colmo las había comprado en el mercado negro, dijo:
– Espero que no te parezca un regalo demasiado personal. -Sin embargo, deseaba que lo tomara como un regalo personal.
Francesca se chupó las uñas para humedecer las ásperas cutículas antes de deslizar la mano derecha en el interior de uno de los delicados tubos tejidos.
– Son preciosas.
Era viernes por la mañana y estaban solos en el apartamento. Los Maiuli habían ido al hospital de San Giovanni a visitar a un conocido que había resultado herido en uno de los ataques aéreos recientes. Las ventanas seguían vibrando mientras se bombardeaban las distantes cocheras ferroviarias. Guidi, que quería alertar a Francesca sobre Rau sin estropear aquel momento, permaneció de pie en medio de la cocina, indeciso. Ella interpretó que su actitud se debía a otro motivo.
– Está bien -dijo, y le besó menos precipitadamente que la otra vez, pero fue un beso superficial, sin abrir los labios.
Guidi se lo devolvió de la misma forma y luego la besó más apasionadamente.
– ¡Vaya! ¿Te enseñaron a hacer esto en la escuela católica? -Me gustaría hacer el amor contigo, si quieres.
– Ya. ¿Y qué hay de mi amante?
– No tienes amante.
– Si tú lo dices. -Francesca devolvió las medias a su envoltorio-. Llegarás tarde al trabajo si no te das prisa.
Su falta de respuesta fue una irritante decepción para Guidi. -Mira -dijo dejando súbitamente a un lado la diplomacia-, ¿sabes que Rau se relaciona con los alemanes?
Una vez más, la respuesta de la joven lo sorprendió.
– Sí. Qué agallas tiene, ¿verdad? Me ha dicho que asistió a esa gran fiesta a la que fuiste anoche. Es sorprendente la cantidad de cosas de las que se entera escuchando. No te preocupes por él. No vendrá esta semana.
– ¿Ya ha recibido suficientes lecciones de latín?
– No vendrá, eso es todo.
En su despacho, Bora leía los informes sobre el ataque aéreo de tres días sobre Berlín. El tiempo en Roma había empeorado de repente y dudaba que los bombarderos atacaran la ciudad, pero los oía volar por encima, y la señora Murphy seguramente también los oiría desde el Vaticano, como una hermosa prisionera en un laberinto. ¿Tenía hijos? Debería habérselo preguntado. Sería maravilloso tener hijos con ella. Sólo de pensarlo se le estremecían el cuerpo y el alma. Entretanto, repasaba la terrible lista de pérdidas en Berlín. La fábrica de aviones de Daimler-Benz había volado, y también las oficinas de la Bosch. Leyó acerca de esos objetivos y de los secundarios preparándose para informar a Westphal.
El cuartel general fascista telefoneó para confirmar que el desfile de aquel día comenzaría en via Tomacelli. Sí, sabía dónde caía, y no, no pensaba asistir. No iría ningún alemán. ¿Podía enviar al menos a algún representante? No. No iría ningún alemán.
De hecho, Westphal le había indicado: «Evítelos como la peste.» Bora echó un vistazo al mapa de Roma colgado en la pared. Cada vez parecía más una isla, su contorno irregular se veía erosionado por los ataques diarios. Las antiguas carreteras que partían en abanico de la ciudad (Aurelia, Flaminia, Casia, Salaria, en el sentido de las agujas del reloj hacia las más meridionales, Appia y Ardeatina) podían volverse intransitables cualquier día. Y seguía la claustrofobia del ejército y las SS. Oyó que su secretaria entraba en la habitación contigua e iniciaba sus movimientos habituales de la mañana: se quitaba el abrigo, se acercaba al escritorio, apartaba la silla para ver qué órdenes le habían dejado, las leía.
Al poco apareció en la puerta del despacho y se puso firmes.
– ¿Por qué no se toma el día libre? -propuso Bora.
– ¿El día libre, mayor?
– Se lo merece. Tómeselo.
Ella dejó de nuevo los papeles en el escritorio.
– Gracias, mayor.
– Estaba usted muy guapa en la recepción.
Ella captó no sólo la cortesía de sus palabras, pero se limitó a decir:
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