11 DE MARZO
El sábado por la mañana, Pompilia Marasca estaba sacando brillo a la aldaba de su puerta cuando Guidi salió del piso para comprar el periódico.
– ¿Hoy no trabaja, inspector?
El ni siquiera levantó la vista.
– Me he tomado el día libre.
– Vaya, en esa casa todo el mundo libra del trabajo. La signorina Lippi lleva diez días sin acudir a él.
Guidi se rindió y decidió seguirle la corriente.
– ¿Y usted cómo lo sabe?
– Fui a comprar unos sobres ayer y el dependiente de la tienda me lo dijo.
– Quizá tiene unos días de vacaciones. Pregúntele a ella.
La mujer pasó cariñosamente su mano grasienta sobre el llamador en forma de pera.
– Sí, seguro que es eso.
12 DE MARZO
Era una tarde lluviosa de domingo y se celebraba el aniversario de la coronación de Pío XII en la plaza de San Pedro. Maelzer había prohibido que los oficiales asistieran al acto y se habían apostado centinelas en los puentes para asegurar el cumplimiento de la orden. Bora, a quien habría encantado ver de nuevo a la señora Murphy, oía el discurso del Papa por la radio y se lo traducía a Westphal, así como los ocasionales lemas antialemanes que coreaban las tres mil personas congregadas. Cuando llegó un ordenanza para entregar uno de los folletos encontrados en la plaza, se lo tradujo también. Estaba firmado por el grupo comunista Unione e Libertà .
18 DE MARZO
A pesar del dolor en el brazo izquierdo, más agudo que de costumbre, Bora llevaba cinco horas trabajando cuando, antes del mediodía, sonó la alarma antiaérea. Westphal se hallaba en Soratte, y sobre el escritorio había pilas de informes relativos a la línea de Cassino, que se venía abajo. Como siempre, Bora se negó a salir de su despacho, pero pidió a su secretaria que se uniera a los demás en el refugio. Al otro lado de la puerta abierta ella levantó la vista de la máquina de escribir y dijo que se quedaba también. Las bombas cayeron muy cerca esta vez. El rugido de los motores y el estrépito de las explosiones hacían difícil identificar de dónde procedían. Bora suponía que el objetivo era la vía férrea del este, pero las cargas parecían explotar incluso fuera de ese perímetro, a no más de seiscientos metros de distancia. No había nada que hacer. Después de Aprilia tenía una visión más que fatalista de los ataques aéreos. Encendió un cigarrillo y continuó trabajando.
En un momento dado la jefatura del mando alemán pareció a punto de hundirse en sus propios cimientos. Ciudad abierta o no, Bora pensó que el Flora bien podía ser el siguiente objetivo de los bombarderos. Su secretaria entró, más pálida que serena, y se sentó al otro lado del escritorio. Bora le tendió un cigarrillo y, al ver que le temblaba demasiado la mano para prenderlo, se lo encendió. Permanecieron una hora sentados y luego (eran las doce y media) el ayudante de campo subió a la azotea para ver qué barrio habían atacado. Cuando volvió, Dollmann estaba en su despacho, con su aspecto impecable de siempre. Quitándose el abrigo, el SS preguntó:
– ¿Qué ha visto desde arriba?
– Hay una columna de humo negro hacia el este, fuera de Porta Pia. Parece que han atacado via Nomentana y los hospitales universitarios. Debemos organizar alguna ayuda.
Dollmann se quedó mirándolo.
– Lo único que podemos hacer por los romanos es abandonar Roma, y ahora mismo es imposible. De hecho han atacado via Messina, y también via Nomentana, piazza Galeno y al menos un ala entera del hospital policlínico de via Regina Margherita. Es un amasijo de cristales rotos y escombros, con tuberías de agua reventadas por todas partes. La gente que guardaba cola para comprar comida ha volado en pedazos. No sé cuántos heridos hay. Es lo peor que he presenciado en Roma. En los próximos días veremos numerosos desplazados por las calles. -Cerró suavemente la puerta del despacho con el pie-. En realidad he venido en misión caritativa. Voy a librar a su viejo amigo Foa de las garras de Kappler. Incluso las manos de Caruso son mejores en este caso. -Le guiñó un ojo sin simpatía alguna-. Ahora me debe una, mayor Bora.
***
20 DE MARZO
El lunes, cuando el jefe de policía menos lo esperaba, Bora entró en su despacho sin anunciarse con una copia del informe de Guidi en la mano.
– Ha llegado a oídos del general Westphal la minuciosidad con que su oficina está llevando a cabo la investigación de la muerte de nuestra compatriota Magda Reiner. Estoy aquí para expresar el agradecimiento del general al inspector Guidi por un trabajo bien hecho.
Caruso pareció tragar un trozo de comida repugnante.
– Esta visita inesperada, mayor… -empezó, pero la actitud de Bora le disuadió de continuar en aquel tono-. Lamento no poder compartir la opinión de su jefe -dijo-. He asignado el caso a otra persona. El inspector Guidi perdió algunas pistas importantes. Cometió graves descuidos. Estoy seguro de que ustedes quieren que se haga justicia, y se hará.
Bora sacó de su maletín la declaración escrita de Sciaba y, en lugar de entregársela, la colocó ante la cara de Caruso.
– Estamos totalmente de acuerdo. Por supuesto, cualquier fechoría cometida en el seno de la policía italiana hace que nos resulte imposible confiar en ninguno de sus miembros. Tengo órdenes de asumir de inmediato un papel más activo en la investigación. Por lo tanto, estoy aquí para recoger todas las pruebas y documentos del caso.
Caruso todavía estaba leyendo.
– ¿Qué es esto? -exclamó airado-. ¿Guidi ha ido a suplicar a su puerta?
– En absoluto. -Bora volvió a guardar el documento en el maletín-. No veo al inspector desde hace más de una semana. ¿Puede decirme dónde se encuentra?
– En su casa, supongo. Está suspendido.
– Comprendo. Queremos que se reincorpore.
Con su habitual bravuconería, Caruso dio una palmada en el escritorio.
– ¡Mire, mayor, yo tengo grado de general, y le recuerdo cuál es su posición!
– Mi posición es representar tanto al general Westphal como al mariscal de campo Kesselring, cuyos deseos he expresado. Si prefiere una orden directa, puedo conseguirla también. Por favor, sea tan amable de llamar al inspector Guidi para comunicarle su restitución, mientras yo me llevo todo el material del caso Reiner.
Caruso se puso en pie de un brinco.
– ¡Esto es un ultraje! ¡No se atreverá usted a tocar nuestros archivos!
– No. Tengo dos hombres fuera que lo harán por mí.
Momentos después, la signora Carmela anunciaba a Guidi que tenía una llamada.
– Es para usted.
La última voz que el inspector esperaba oír era la de Caruso. La penúltima, la de Bora, que le telefoneó al cabo de media hora para invitarlo a comer.
Guidi comprendió que era improbable que se tratase de una coincidencia.
– Mayor -dijo con irritación-, acaban de reintegrarme a mi puesto después de retirarme del caso. ¿Tiene usted algo que ver?
– Dios me libre. Sólo me ocupo de mis propios asuntos. Le llamo porque no me gusta comer solo.
Al final Guidi agradeció la invitación. En el Hotel d'Italia todas las demás mesas estaban ocupadas por hombres de uniforme. Bora se lo hizo notar amablemente.
– Espero que no le importe que hayamos quedado aquí, donde estoy en familia, por así decirlo. Corren tiempos difíciles y nosotros tenemos una desventaja con respecto a los romanos: nos bombardean desde abajo también.
El inspector se sentó tras echar una ojeada alrededor para ver si por casualidad Rau estaba allí. Tal como Francesca había dicho, el joven no se dejaba ver desde el día 10, cuando ocurrió el atentado en via Tomacelli. Prefería no sacar conclusiones de aquel hecho. Al otro lado de la mesa, Bora parecía tranquilo y descansado, perocuando el camarero sirvió las bebidas se tomó tres aspirinas con un vaso de agua.
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