Ben Pastor - Kaputt Mundi

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Aristocrático y cosmopolita, melancólico y contradictorio, Martin Bora es mucho más que un simple oficial de la Wehrmacht. Desde su rango de militar privilegiado en la Roma invadida por las tropas alemanas, donde las atrocidades de la guerra conviven de modo asombroso con un mundo de lujo y exuberancia, Bora ejerce de investigador de casos criminales, dispuesto a jugarse la vida en una lucha contrarreloj por salvar a inocentes.
En este primer caso publicado en castellano, Bora debe aclarar los puntos oscuros del supuesto suicidio de una joven y algo casquivana secretaria de la embajada del Reich. Con la ayuda del inspector de policía Sandro Guidi, Bora se adentrará en una intrincada maraña de odios, traiciones y alianzas secretas donde la curia vaticana desempeña un ambiguo y a veces peligroso papel. Tras una investigación obstaculizada tanto por amigos como por enemigos, las respuestas que aguardan a Martin Bora y al inspector Guidi sacudirán para siempre sus vidas y sus conciencias, uniéndolos, a pesar de sus diferencias, en una lucha contra la barbarie, mientras la bellísima y desolada Roma, con sus gentes, sus invasores y sus cobardes gobernantes, vive los últimos días de un mundo en decadencia.
Ben Pastor conduce con mano maestra el pulso de esta historia, en la que personajes históricos como Dollmann, Kesselring o Caruso se alternan en una trama detectivesca que constituye una impresionante y fidedigna reconstrucción de los últimos días de ocupación nazi. Roma, Caput Mundi, cabeza del mundo, es también escenario de un mundo en destrucción.
«Una originalísima autora de novela negra […]. Una vez más, se demuestra la extraordinaria capacidad para evocar e involucrar al lector que tiene una trama de misterio cuando está en manos expertas.» – La Repubblica
«Mucho más que una simple historia de delincuentes […]. Novela tras novela, Ben Pastor va componiendo uno de los frescos más vigorosos, emocionantes e inteligentes sobre la historia "criminal" del siglo XX. Y Martin Bora es un personaje sencillamente extraordinario.» – Tuttolibri
«Con Ben Pastor la novela negra da un salto de calidad y se impone, más allá de las etiquetas, como literatura a secas, que logra entretener, emocionar y hacer reflexionar.» – Sergio Zavoli
«[Una novela] que se lee con devoción y admiración, y que aumenta el ambiguo encanto de un personaje redondo como Martin Bora.» – La Stampa

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La manecilla fosforescente de su reloj marcaba las cinco en punto cuando se levantó. «Un lobo -pensó-, el animal es un lobo.» Se afeitó bajo la ducha (el agua estaba casi fría y caía poca), se vistió y bajó por las escaleras para tomar una taza de café. «Y es hembra.»

A aquella hora no había nadie en el bar, excepto la camarera, que parecía haber pasado una mala noche.

A Bora le esperaba un día largo y ajetreado. Repasó su agenda mientras el silbido de la máquina de café parecía lo único que impedía que la mujer se quedara dormida. Sus obligaciones empezaban a las seis, hora en que debía acudir a la oficina; a las siete y cuarto, despacho con el general Westphal sobre las últimas novedades; a las siete y media, reunión con el general Maelzer en el Excelsior; entre las 8.45 y las nueve se le esperaba en el Centocelle, donde las fuerzas aéreas evaluaban los daños que había sufrido el aeropuerto durante el último ataque. A mediodía, una comida rápida con Westphal antes de que el general partiese hacia Soratte y lectura crítica de la prensa romana. Antes de las dos debía asistir alas celebraciones fascistas, bien en el Ministerio de las Corporaciones (los alemanes habían conseguido convencer a los italianos de que se congregaran allí, en lugar de en el teatro Adriano) o en el palacio de Exposiciones. Después debía partir hacia Soratte para reunirse con Westphal y esperar a que Kesselring volviera de Anzio.

Se bebió el café y salió del hotel, donde le aguardaba su chófer. A medida que se alejaban en la luz grisácea que precede al amanecer, echó un vistazo a via Rasella, donde los adoquines descendían como escamas de pescado hacia la comisaría y las oficinas de Il Messaggero .

Mientras el ayudante de campo despachaba con Westphal, Guidi llegó a via Boccaccio, esquina con via Rasella, y empezó a trabajar. En el Excelsior, el Rey de Roma todavía no se había levantado de la cama a las siete y media, de modo que Bora lo esperó mirando de reojo a las personas que poblaban el hotel a aquella hora de la mañana. Reconoció al ministro del Interior, a varios oficiales que aparecían siempre que había comida gratis y al menos a dos estrellas de cine que, según había oído, tomaban drogas y, en consecuencia, tenían los ojos vidriosos. El general Maelzer le recibió a las 7.50 con el mal humor propio de quien sufre de resaca.

Mientras Bora cambiaba una rueda pinchada de camino al aeropuerto de Centocelle, Guidi telefoneaba a la signora Carmela para ver si Francesca había vuelto a casa.

– Pues no, no ha venido, pero acaba de llamar, y la verdad es que estoy muy preocupada. Ha dicho que no podía decirme desde dónde llamaba y que no la esperase pronto. No es la primera vez que lo hace, pero lo cierto es que su voz sonaba muy extraña.

Guidi colgó con un gusto amargo en la boca. Tenía delante las esquemáticas notas que había tomado sobre Antonio Rau. Nacido en Arbatax, en la costa de Cerdeña, soltero, oficialmente sin empleo. Su padre había sido minero en Austria, donde se había casado, lo que explicaba el conocimiento que tenía el joven de la lengua alemana. Nunca había ido a la universidad y sus padres no vivían cerca de San Lorenzo. ¿Estaría Francesca con él, y por qué?

– ¿Qué tal es la seguridad en el palacio de los Gremios? -preguntó a Danza.

– Máxima, inspector. Además se oficiará una misa en Santa María de la Misericordia; la Guardia Republicana Fascista se ocupa de la vigilancia allí. En via Nazionale tienen preparado otro acto y la PAI ha cortado todas las entradas a la calle.

– Bien. -Guidi se levantó del escritorio y caminó hacia la ventana. A la izquierda se veían los escalones que conducían a via dei Giardini. En el húmedo cielo primaveral las primeras golondrinas volaban como lanzaderas en un telar.

En Centocelle, la combinación de insignias en los uniformes de los oficiales de las fuerzas aéreas era demasiado parecida a la que había llevado su hermano para que Bora las mirara. Con la vista baja escuchó a los pilotos que pedían que se reparasen las pistas de aterrizaje y tomó notas.

A las 11.30 un colega de Guidi se dirigió hacia el cine que había en la misma calle para ver una película.

– Es más barato que comer, y de todos modos ya no queda nada bueno para llevarse a la boca -le dijo.

A mediodía Westphal le comentó enfadado que deberían cerrar Il Giornale d'Italia .

– ¡Esto es lo que pasa cuando el fundador de un periódico es medio judío y medio inglés! «Obstinada defensa de la Línea Gótica», ¿eh? Quiero llamar al editor y preguntarle quién ha escrito esto.

La Mostra della Rivoluzione Fascista había tenido su sede hasta hacía poco en el palacio de Exposiciones de via Nazionale, la larga calle que conecta las termas de Diocleciano con el mercado de Trajano. Bora se dirigió directamente allí a la una en punto y observó que había controles de seguridad en cada intersección.

Los guardias de la milicia se alineaban en los escalones de la entrada con sus uniformes negros. En el interior ya había varios invitados. Inevitablemente todos acababan hablando de glorias pasadas, a falta de otras presentes, y Bora dio gracias por no haber tenido que asistir al juramento oficial de Pietro Caruso en el Ministerio de las Corporaciones. Y le fue mucho mejor que a los que, después de la ceremonia, se excedieron con la comida y el vino en el Excelsior. Siempre procuraba asistir a los actos tediosos con el estómago vacío y, como su comida con Westphal había sido frugal, su larga experiencia en las reuniones políticas le permitió contener los bostezos tragando saliva a menudo.

El orador de las dos, por desgracia, era un anciano con una sola pierna cuya nobleza de sentimientos se veía empañada por su acento del sur y una insoportable verborrea.

– Caramba, qué aburrimiento -susurró alguien detrás de Bora.

La acumulación de símiles, hipérboles y citas continuó durante más de una hora, sin que Bora prestara atención a lo que el anciano decía. Con la muñeca izquierda cogida con la otra mano, había adoptado una rígida inmovilidad que le permitía pensar en otras cosas. Como siempre que se sentía tenso o estresado, notaba un dolor sordo en el brazo izquierdo, una advertencia de las agudas punzadas que de improviso podían despertarse en los músculos y nervios seccionados. Por su mente pasaban pensamientos sobre el viaje a Soratte y la señora Murphy, y sobre el sufrimiento que debía de soportar un hombre con la pierna amputada desde la ingle.

– Me gustaría que alguien le quitase las muletas de los sobacos.

Esta vez Bora reconoció la voz de Sutor a su espalda. Miró hacia atrás para ver si Dollmann estaba allí también, pero no estaba. Sutor susurró:

– ¿Qué demonios está diciendo ese viejo idiota? Alguien debería meterle un pie en la boca. -Sin embargo, tuvieron que soportar el discurso hasta el final y aplaudir.

Después, cuando Bora estaba a punto de irse, Sutor le habló de una fiesta en la embajada alemana, en Villa Wolkonsky.

– Si es esta noche, no puedo -dijo.

– Es mañana por la noche, y lo bueno es lo que viene después.

– No tengo objeciones. ¿Dónde es eso que viene después?

– En casa de Lola, en el campo, y durará toda la noche a causa del toque de queda.

Bora sabía que Lola era la amante actual de Sutor.

– ¿Cómo llego hasta allí?

Sutor le dio las indicaciones.

– A las siete en punto. Habrá intelectuales y gente del cine, y puede contar con que varias mujeres estarán drogadas. -Sonrió-. Por la mañana no sabrán qué les ha pasado ni quién se lo ha hecho.

Se habían acercado a la ventana mientras hablaban. Ambos se alarmaron al percibir la vibración de los cristales debido a cuatro explosiones cercanas. Por puro hábito, Bora miró qué hora era: las 3.35. Lo primero que pensó fue que la batería antiaérea estaba disparando a aviones enemigos. Un grupo de palomas alzó el vuelo desordenadamente desde el jardín del Ministerio del Interior. Sutor le apremió para que mirase.

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