Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– Te voy a traer un buen entrecot -le dijo Camille a Philibert, metiéndose en el ascensor.

Las puertas se cerraron tras ellos.

– Oye.

– ¿Qué?

– No hay entrecots de cerdo…

– ¿Ah, no?

– Pues claro que no.

– ¿Y entonces qué hay?

Franck levantó los ojos al cielo.

11

Todavía no habían salido de París cuando Franck se paró en la cuneta y le indicó que se bajara de la moto.

– Oye, así no podemos seguir…

– ¿Por qué, qué pasa?

– Cuando yo me inclino, te tienes que inclinar conmigo.

– ¿Estás seguro?

– ¡Pues claro que estoy seguro! ¡Como sigas con estas paridas nos la pegamos!

– Pero… yo pensaba que al inclinarme hacia el lado contrario, nos equilibraba…

– Joder, Camille… Mira, no sabría darte una clase de física, pero es una cuestión de eje de gravedad, ¿entiendes? Si nos inclinamos juntos, los neumáticos se adhieren mejor a la carretera…

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. Inclínate conmigo. Confía en mí…

– ¿Franck?

– ¿Qué pasa ahora? ¿Te da miedo? Todavía estás a tiempo de coger el metro, ¿eh?

– Tengo frío.

– ¿Ya?

– Sí…

– Bueno… Suelta el manillar y pégate a mí… Pégate lo más posible y mete las manos por debajo de mi cazadora…

– Vale.

– Eh…

– ¿Qué?

– Pero no te aproveches, ¿eh? -añadió, burlón, y le bajó la visera del casco de un golpe seco.

Cien metros después, Camille volvía a tener frío, al llegar al peaje estaba congelada, y en el patio de la granja, no sentía los brazos.

Franck la ayudó a bajar y la sostuvo hasta llegar a la puerta.

– Hombre, ya estás aquí… ¿Pero qué es esto que nos traes?

– Una chica congelada.

– ¡Pero pasad, hombre, pasad!… ¡Jeannine! Ha llegado el Franck con su chavala…

– Huy, pobrecita -se lamentó la mujer-, ¿pero qué le has hecho? Huy… da penita verla… Toda morada está la chica… Quitaos de ahí… ¡Jean-Pierre! ¡Acerca una silla a la chimenea, hombre!

Franck se arrodilló delante de ella:

– Eh, tienes que quitarte el abrigo…

Camille no reaccionaba.

– Espera, que te ayudo… Anda, dame los pies…

Le quitó los zapatos y los tres pares de calcetines.

– Así… muy bien… Hala… y ahora la parte de arriba…

Camille estaba tan anquilosada que a Franck le costó Dios y ayuda sacarle los brazos de las mangas… «Así… Tú déjate hacer, pedacito de hielo…»

– ¡Válgame Dios! ¡Pero dadle algo caliente! -exclamó alguno de los que estaban allí reunidos…

Camille era el nuevo centro de atención.

O cómo descongelar a una parisina sin romperla…

– ¡Hay riñones calentitos! -bramó Jeannine.

Oleada de pánico en la chimenea, Franck le echó un capote:

– No, no, dejadme a mí… Habrá sobrado algo de caldo por ahí, ¿no? -preguntó, levantando las tapas de todas las cacerolas.

– De la gallina de ayer…

– Perfecto, eso es cosa mía… Mientras tanto, ponedle una copita.

Conforme iba bebiéndose el cuenco de caldo, sus mejillas fueron recuperando un poco de color.

– ¿Estás mejor?

Camille asintió con la cabeza.

– ¿Eh?

– Decía que es la segunda vez que me preparas el mejor consomé del mundo…

– Y más que te prepararé… ¿Vienes a sentarte a la mesa con nosotros?

– ¿Puedo quedarme todavía un ratito aquí junto a la chimenea?

– ¡Pues claro! -gritaron los demás-. ¡Déjala! ¡Vamos a ahumarla como los jamones!

Franck se levantó de mala gana…

– ¿Puedes mover los dedos?

– Mmm… sí…

– Tienes que dibujar, ¿eh? Yo encantado de cocinarte, pero tú tienes que dibujar… Nunca tienes que parar de dibujar, ¿entendido?

– ¿Ahora?

– No, mujer, ahora no, pero siempre…

Camille cerró los ojos.

– Vale.

– Bueno… me voy para allá. Pásame tu copa que te la rellene…

Y Camille se fue descongelando poco a poco. Cuando se reunió con ellos, tenía las mejillas encendidas.

Asistió a su conversación sin entender nada, observando todos esos rostros fascinantes, y sonriendo feliz.

– Hala… ¡El último trago y a la cama! ¡Porque mañana hay que madrugar, señores! El Gastón estará aquí a las siete…

Todo el mundo se levantó.

– ¿Quién es el Gastón?

– El matarife -murmuró Franck-, todo un personaje… ya lo verás…

– Bueno, pues es aquí… -añadió Jeannine-, el cuarto de baño está ahí enfrente, y en la mesa tenéis toallas limpias… ¿Os vale así?

– Genial -contestó Franck-, genial… Gracias…

– No digas eso, hijo, con la alegría que tenemos de verte, bien lo sabes tú… ¿Y la Paulette?

Franck bajó la cabeza.

– Bueno, bueno… No hablemos de eso -dijo, apretándole el brazo-, ya se arreglará todo, ya lo verás…

– No la reconocería, Jeannine…

– No hablemos de eso, te digo… Ahora estás de vacaciones.

Cuando se marchó, cerrando la puerta tras de sí, Camille comentó, inquieta:

– ¡Oye, que no hay más que una cama…!

– ¡Pues claro que no hay más que una cama, tú, que estamos en el campo, no en un hotel!

– ¿Les has dicho que salíamos juntos? -le preguntó, furiosa.

– ¡No, mujer! ¡Sólo les he dicho que venía con una amiga, nada da más!

– Pues vaya…

– Pues vaya, ¿qué? -preguntó Franck, irritado.

– Una amiga quiere decir una chica a la que te tiras. ¿Pero en qué estaba yo pensando?

– ¡Joder, tía, mira que eres pesadita, ¿eh?

Franck se sentó en la cama mientras deshacía su equipaje.

– Es la primera vez…

– ¿Cómo?

– Es la primera vez que traigo a alguien aquí.

– Está claro, la matanza del cerdo no es lo más elegante que hay para ligarte a una tía…

– No tiene nada que ver con el cerdo. No tiene nada que ver contigo. Es…

– ¿Es qué?

Franck se tumbó en diagonal sobre la cama y empezó a hablar, dirigiendo sus palabras al techo:

– Jeannine y Jean-Pierre tenían un hijo… Frédéric… Un tío legal… Era mi colega… El único que he tenido en mi vida… Estudiamos hostelería juntos, y de no ser por él, yo no estaría donde estoy… No sé dónde estaría, pero… Bueno, en fin… Murió hace diez años… En un accidente de coche… Ni siquiera fue culpa suya… Un gilipollas que se saltó un stop… Y entonces nada, yo no soy Fred, claro, pero me parezco a él… Vengo todos los años… Lo de la matanza es una excusa… Me miran, ¿y qué ven? Recuerdos, palabras, y la cara de su chaval cuando apenas tenía veinte años… La Jeannine está venga a tocarme, a sobarme… Según tú, ¿por qué lo hace? Porque yo soy la prueba de que Fred sigue ahí… Estoy seguro de que nos ha puesto sus mejores sábanas, y ahora mismo estará llorando en silencio en la escalera…

– ¿Ésta era su habitación?

– No. La suya está cerrada…

– ¿Entonces para qué me has traído?

– Ya te lo he dicho, para que dibujes, y…

– ¿Y?

– No sé, me apetecía…

Franck se levantó, estirándose.

– Y por la cama no te preocupes… Ponemos el colchón en el suelo, y yo dormiré en el somier… ¿Le vale así a la princesa?

– Le vale.

– ¿Has visto Shrek , la peli de dibujos animados?

– No, ¿por qué?

– Porque me recuerdas a la princesa Fiona… En menos maciza, claro…

– Claro.

– Anda… ¿me echas una mano? Estos colchones pesan un huevo…

– Tienes razón -gimió Camille-. ¿Pero qué llevan dentro?.

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