Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– Oye… ¿siempre vas por ahí con tus bártulos de Luis XIV encima? -preguntó Franck por fin, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad.

– Mi lacre, mi sello, mis sales, mis escudos de oro, mi plastrón y mis venenos… Desde luego que sí, querido amigo…

Franck, que había reconocido a uno de los camareros, fue a echar una ojeada a las cocinas.

– Sigo diciendo, una fábrica de comida. Pero una fábrica bonita, eso sí.

Camille se apoderó de la cuenta, que sí, que sí, insisto, vosotros pasaréis la aspiradora, recuperaron la maleta, pasando por encima de los cuerpos de algunos mendigos tumbados aquí y allá, Lucky Strike se subió a su moto, y los otros dos llamaron a un taxi.

8

Camille lo esperó en vano al día siguiente, al otro, y el resto de la semana. Ni rastro. Del guardia de seguridad, con el que ya pegaba un poco la hebra (a Matrix no le había bajado el cojón derecho, un drama…), tampoco sacó ninguna información. Sin embargo; Camille sabía que andaba por ahí. Cuando dejaba una bolsa de provisiones detrás de los bidones de detergente, con pan, queso, lechuga, plátanos y comida para perros, ésta desaparecía sistemáticamente. Nunca había un solo pelo de perro, nunca una miga, ni el más mínimo olor… Para ser un yonqui, a Camille le parecía que se organizaba muy bien, hasta tal punto que incluso llegó a dudar de quién sería el destinatario de sus atenciones… Lo mismo era el chalado del guardia, que alimentaba por la gorra a su monocojónico… Tanteó un poco el terreno, pero no, Matrix sólo comía croquetas enriquecidas con vitamina B12 con una cucharada de aceite de ricino para el pelo. Las latas eran una mierda. ¿Por qué darle a tu perro algo que tú mismo no te comerías?

Eh, a ver, ¿por qué?

– Pero las croquetas será lo mismo, ¿no? Tú no te las comerías…

– ¡Pues claro que me las como!

– Sí, anda ya…

– ¡Te lo juro!

Lo peor de todo era que Camille lo creía. El monocojón y el mononeurona, mano a mano, mordisqueando croquetas de pollo y viendo una peli porno, en la garita recalentada, en plena noche. Claro que sí, cuadraba por completo.

Y así transcurrieron varios días. Algunas veces no venía. El pan se ponía duro y ahí seguían los cigarrillos. Otras veces, se pasaba por ahí pero no cogía nada más que la comida del perro… Demasiado colocado, o no lo suficiente como para poder darse un atracón… Otras veces, era Camille quien faltaba a la cita… Pero ya no se comía el coco con eso. Echaba un vistazo rápido al fondo del cuartito para saber si tenía que vaciar su bolsa de provisiones, y listo.

Tenía otras preocupaciones…

En el piso no había problema, la cosa funcionaba, con o sin carta magna, con o sin Myriam, con o sin manías compulsivas cada uno iba a su bola sin molestar a los demás. Se saludaban cada mañana, y se drogaban al volver a casa por la noche, sin armar jaleo. Costo, marihuana, vino peleón, incunables, María Antonieta o Heineken, cada uno con su vicio particular, y Marvin Gaye para todos.

Durante el día, Camille dibujaba y, cuando estaba en casa, Philibert le leía libros o le comentaba las fotos de familia:

– Éste es mi tatarabuelo… El joven a su lado es su hermano, Élie, y los que están delante son sus perros… Organizaban carreras de perros y era el cura, ese que está sentado ahí junto a la meta, el que proclamaba al ganador.

– Jopé, pues qué bien se lo pasaban, ¿no…?

– Y muy bien que hacían… Dos años más tarde se fueron al frente de las Ardenas, y seis meses después, murieron los dos…

No, donde la cosa no marchaba bien era en el curro… Para empezar, el tío de la quinta planta la abordó una noche preguntándole que si quería sujetarle el mango de la escoba. Jajá, estaba encantado con su broma, y la persiguió por toda la planta repitiendo: «¡Estoy seguro de que es usted! ¡Estoy seguro de que es usted!» Quita de en medio, gilipollas, que me estorbas.

«No, es ella», terminó por soltarle Camille, señalándole a SuperJosy, ocupada en contarse las varices.

Game over.

Y segundo, ya no soportaba a la Josy, justamente…

Era más tonta que Abundio, tenía un poco de poder y abusaba de él sin moderación (¡jefa de plantilla en Todoclean, ni que fuera el Pentágono!), sudaba, echaba perdigones al hablar, siempre estaba cogiendo capuchones de boli para hurgarse entre las muelas de atrás y sacarse hebras de carne, y en cada planta tenía que soltar un chiste racista, amparándose en Camille, pues era la única blanca del equipo aparte de ella.

Camille tenía que agarrarse muy fuerte a la fregona para no metérsela por un ojo, y un día le pidió que se tragara sus chorradas porque estaba empezando a tocarles las narices a todas.

– Anda, mira la otra con lo que sale… ¡Y mira cómo me habla! Para empezar, ¿qué coño pintas tú aquí? ¿Qué coño pintas tú con nosotras? ¿Nos estás espiando, o qué? Esto mismo me pregunté yo el otro día, mira tú por dónde… Que lo mismo te habían mandao los jefes para espiarnos o algo así… He visto en tu nómina dónde vives, y cómo hablas y todo eso… Tú no eres de los nuestros. Apestas a burguesa, apestas a dinero. ¡Vendida!

Las otras chicas no reaccionaban. Camille empujó su carrito y se alejó.

Se dio la vuelta y les espetó a las demás:

– A mí, lo que me diga ella me resbala porque la desprecio… Pero vosotras, vosotras sois subnormales… Si he rechistado ha sido por vosotras, para que dejara de humillaros, y no es que espere que me deis las gracias, eso también me la suda, pero al menos, podríais venir a limpiar los retretes conmigo… Porque por muy burguesa que sea, no es por nada pero siempre me toca a mí comerme ese marrón…

Mamadou hizo un ruido raro con la boca y soltó un enorme lapo a los pies de Josy, algo de verdad monstruoso. Después cogió su cubo, lo lanzó hacia delante, y le dio con él un golpe a Camille en el trasero:

– ¿Cómo una chica con un culo tan pequeño puede tener la boca tan grande? Desde luego, nunca vas a dejar de asombrarme, chica…

Las otras mascullaron no se sabe qué y se dispersaron sin armar jaleo. Samia le traía sin cuidado. Lo de Carine ya le dolía más… A Carine la apreciaba… A Carine, que en realidad se llamaba Rachida, no le gustaba su nombre y le lamía el culo a una fascista. Pues sí que iba a llegar lejos, la niña…

A. partir de ese día, cambiaron las cosas. El trabajo seguía siendo una mierda, y el ambiente se volvió nauseabundo. Era ya demasiado…

Camille había perdido compañeras de trabajo, pero tal vez estaba ganando una amiga… Desde ese día, Mamadou la esperaba en la boca de metro y hacía equipo con ella. No daba ni golpe mientras Camille curraba por dos. No es que Mamadou lo hiciera aposta, no, sencillamente, la verdad, la pura verdad era que estaba demasiado gorda para ser eficaz. Lo que a ella le llevaba un cuarto de hora, Camille lo limpiaba en dos minutos, y además, a Mamadou le dolía todo el cuerpo. No era cuento. Su pobre mole ya no podía aguantar más todo eso: unos muslos monstruosos, unas tetas enormes, y un corazón más grande todavía. Éste se quejaba, y no le faltaba razón.

– Tienes que adelgazar, Mamadou…

– Sí, claro… ¿Y tú qué? ¿Cuándo vienes a mi casa a comer pollo «mafé»? -le replicaba a cada vez.

Camille le había propuesto un trato: yo doy el callo, pero tú me das conversación.

Estaba lejos de imaginarse lo lejos que la llevaría esa frasecita… La infancia en Senegal, el mar, el polvo, las cabritas, los pájaros, la miseria, los nueve hermanos, el misionero blanco que se quitaba el ojo de cristal para hacerles reír, su llegada a Francia en el 72 con su hermano Léopold, su trabajo de barrendera, el fracaso de su matrimonio, su marido, que con todo era un buen hombre, sus hijos, su cuñada, que se pasaba las tardes por ahí de tiendas mientras ella tenía que apechugar con todo el trabajo, el vecino que se había vuelto a cagar de nuevo, pero esta vez en la escalera, las fiestas que solían montar en casa, los problemas, su prima hermana, Germaine, que se ahorcó el año anterior, dejando huérfanas a dos gemelitas preciosas, los domingos por la tarde en la cabina telefónica, los trajes típicos africanos, las recetas de cocina y mil imágenes más de las que Camille nunca se cansaba. Ya no necesitaba leer el Courrier International , ni al poeta senegalés Senghor, ni la edición de Seine-Saint-Denis de Le Parisien , bastaba pasar más veces la fregona y abrir los oídos de par en par. Y cuando Josy se dejaba caer por ahí (lo cual no era frecuente), Mamadou se agachaba, pasaba un poquito el trapo por el suelo y esperaba a que se disipara el olor antes de incorporarse.

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