– No.
– ¿A su hija?
– ¡Sí! ¡Has acertado! ¿Qué, estás contenta?
– Muy contenta -asintió Camille-, ¿y era mona?
– Un cardo borriquero.
– Anda ya…
– Sí. No se hubiera fijado en ella ni un sueco que se hubiera largado a Dinamarca a cogerse una buena cogorza…
– ¿Entonces por qué lo hiciste? ¿Por compasión? ¿Por capricho?
– Por crueldad…
– Cuenta.
– No. A no ser que me digas que te has equivocado y que la rubia de antes era de verdad su mujer…
– Me he equivocado: la puta del abrigo de piel de nutria sí que era su mujer. Llevan dieciséis años casados, tienen cuatro hijos, se adoran, y ahora mismo ella debe de estar precipitándose sobre su bragueta en el ascensor del aparcamiento sin perder de vista el reloj porque se dejó un guiso de ternera en el horno antes de irse y le gustaría hacerle llegar al orgasmo antes de que se le quemen los puerros…
– Anda ya… ¡El guiso de ternera no lleva puerros!
– ¿Ah, no?
– Lo confundes con el potaje…
– Bueno, ¿y qué pasó con la sueca?
– Que no era sueca, era francesa te digo… De hecho, la que me ponía era su hermana… Una princesita demasiado mimada… Una colegiala vestida a lo Spice Girl y más caliente que la boca del infierno… Supongo que ella también debía de aburrirse… Y para pasar el rato, venía a sentar su culito sobre nuestros fogones. Provocaba a todo quisque, mojaba el dedo en mis salsas y se lo chupaba lentamente mirándome con lascivia… Ya me conoces, soy un tío más bien simple, así que un día la pillé por banda en el sótano, y la muy gilipollas se puso a gritar. Que se lo iba a contar a su padre y tal… Madre mía, soy un tío más bien simple, vale, pero no me gustan las calientapollas… Así que me tiré a su hermana mayor para darle una lección…
– ¡Pero eso para la fea es una putada!
– Para los feos todo es una putada, eso ya lo sabes…
– ¿Y después?
– Después me largué…
– ¿Por qué?
– …
– ¿Incidente diplomático?
– Si quieres llamarlo así… Venga, ahora sí que nos vamos…
– A mí también me gusta que me cuentes historias…
– Sí, no veas qué historia…
– ¿Tienes muchas más así?
– No. ¡Normalmente prefiero currármelo para liarme con la guapa!
– Tendríamos que ir más allá -gimió Camille-, si coge las escaleras de allí y sube hacia los taxis, nos vamos a cruzar…
– Tú tranqui… Conozco a Philou… Siempre sigue todo recto hasta que se choca con un poste, luego se disculpa y levanta la cabeza para ver dónde está la salida…
– ¿Seguro?
– Que sí, hombre… Eh, tía, tranqui… ¿Estás enamorada, o qué?
– No, pero ya sabes cómo son estas cosas… Sales del vagón con todos tus bártulos. Estás un poco grogui, un poco desanimado… No esperas a nadie y ¡zas!, de repente ves a alguien ahí, al final del andén, esperándote… ¿Tú nunca has soñado con eso?
– Yo es que no sueño…
– Yo es que no sueño -repitió ella, poniendo un tono macarra-, yo es que no sueño y no me gustan las calientapollas. Estás avisada, nena…
Franck parecía consternado.
– Eh, mira -añadió Camille-, creo que es ese de ahí…
Estaba en la otra punta del andén y tenía razón Franck: era el único que no llevaba vaqueros, ni zapatillas de deporte, ni bolsón, ni maleta con ruedas. Iba muy tieso, caminando despacio, y en una mano llevaba una gran maleta de cuero sujeta con una correa y en la otra, un libro aun abierto…
Camille dijo sonriendo:
– No, no estoy enamorada de él, pero ¿sabes?, es el hermano mayor que me hubiera encantado tener…
– ¿Eres hija única?
– No… no lo sé -murmuró, precipitándose hacia su adorado zombi bizco.
Éste, por supuesto, estaba confuso, por supuesto tartamudeó, por supuesto soltó su maleta, que fue a caer sobre los pies de Camille, por supuesto se deshizo en mil disculpas, a la vez que se le caían las gafas. Por supuesto.
– Oh, Camille, no exagere… Parece usted un cachorrito, pero, pero…
– No me hables, está insoportable… -masculló Franck.
– Anda, coge su maleta -le ordenó Camille mientras se colgaba del cuello de Philibert-. ¿Sabes?, tenemos una sorpresa para ti…
– Una sorpresa, Dios mío, no… No… no me gustan mucho las sorpresas, no e… era necesario…
– ¡Eh, tortolitos! ¿Os importa no ir tan rápido? Es que aquí, el mozo de las maletas está un poco cansado… ¡Joder, tío, ¿pero qué llevas aquí?! ¿Una armadura, o qué?
– Oh, unos cuantos libros… Nada más…
– Joder, Philou, pero si ya tienes miles, tío… ¿Éstos no podías habértelos dejado en el castillo?
– Caramba, nuestro amigo parece estar en forma… -le dijo a Camille al oído-, y usted, ¿qué tal?
– ¿Usted? ¿A quién te refieres?
– Pues… a usted, claro…
– ¿Cómo?
– ¿T… tú?
– ¿Yo? -dijo Camille, sonriendo-, muy bien. Me alegro de que estés aquí…
– Yo también… ¿Ha ido todo bien? ¿No ha habido que cavar trincheras en el piso? ¿Ni poner alambradas? ¿Ni sacos terreros?
– Ningún problema. Ahora mismo tiene una novia…
– Ah, muy bien… ¿Y qué tal las fiestas?
– ¿Qué fiestas? ¡La fiesta es esta noche! De hecho, nos vamos por ahí a cenar… ¡Invito yo!
– ¿Dónde? -refunfuñó Franck.
– ¡A La Coupole!
– Oh, no… Eso no es un restaurante, es una fábrica de comida…
Camille frunció el ceño y declaró:
– Sí. A La Coupole. A mí me encanta ese sitio… No se va por la comida, sino por el sitio en sí, el ambiente, la gente y para estar juntos…
– ¿Qué quiere decir eso de «no se va por la comida»? ¡Lo que hay que oír!
– Bueno, pues si no te quieres venir, peor para ti, pero yo invito a Philibert. ¡Podéis tomároslo como mi primer capricho del año!
– No habrá sitio…
– ¡Que sí, hombre! Y si no, esperaremos en el bar…
– ¿Y la biblioteca del señor marqués? ¿Me toca a mí tragármela hasta allí?
– No hay más que dejarla en la consigna y ya vendremos luego a buscarla…
– Anda… ¡joder, Philou! ¡Di tú algo!
– ¿Franck?
– ¿Qué?
– Tengo seis hermanas…
– ¿Y?
– Entonces te lo diré muy clarito: abandona. Las que mandan son las mujeres…
– ¿Y eso quién lo dice?
– La sabiduría popular…
– ¡Y dale! ¡Ya estáis otra vez! Joder, qué pesados sois con tanto refrán…
Franck se calmó cuando Camille lo cogió a él también del brazo. En el bulevar Montparnasse, la gente se apartaba para dejarlos pasar.
De espaldas estaban muy lindos los tres…
A la izquierda, un chico alto y delgado, con una pelliza a lo doctor Zhivago, a la derecha, uno bajito y cachas, con una cazadora Lucky Strike, y en medio, una chica que charlaba animadamente, reía, daba saltitos y soñaba en secreto con que la levantaran en volandas, diciendo: «¡A la de una! ¡A la de dos, y a la deeeee… tres! ¡Arribaaaaa!…»
Se apretaba contra ellos con todas sus fuerzas. Todo su equilibrio estaba ahí ese día. Ni delante, ni detrás, sino ahí. Justo ahí. Entre esos dos codos bonachones…
El chico alto y delgado inclinaba ligeramente la cabeza, y el bajito cachas hundía los puños en los bolsillos gastados de su cazadora.
Los dos, sin ser tan conscientes de ello, pensaban exactamente lo mismo: nosotros tres, aquí, ahora, hambrientos, juntos, y que venga lo que tenga que venir…
Durante los primeros diez minutos, Franck estuvo insoportable, criticando por turnos la carta, los precios, el servicio, el ruido, los turistas, los parisinos, los americanos, los que fumaban, los que no fumaban, los cuadros, los bogavantes, a su vecina, su cuchillo y la estatua inmunda que seguramente le quitaría el apetito.
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