Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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El tío de la quinta planta le había dejado una caja de bombones Mon Chéri de su parte. Será chalado , se rió Camille, y se los regaló a su jefa preferida. Dejó que el muñecajo hirsuto le diera las gracias por ella: «Vaya, muchas gracias, pero dígame una cosa… ¿no los tendría de licor por un casual?»

Jajá, qué graciosa soy , suspiró Camille dejando su dibujo sobre la mesa, pero qué graciosa soy…

Y así, con ese estado de ánimo medio soñador medio burlón, con un pie en El Gatopardo y el otro en el arroyo, Camille abrió la puerta del cuartito situado detrás de los ascensores donde guardaban los bidones de lejía y todos sus trastos.

Era la última en marcharse y empezó a desnudarse en la penumbra cuando se dio cuenta de que no estaba sola…

Su corazón dejó de latir y sintió que algo caliente resbalaba por sus muslos: acababa de orinarse encima.

– ¿Quién… quién anda ahí? -articuló, tanteando la pared en busca del interruptor.

Estaba ahí, sentado en el suelo, asustado, con una mirada de loco, los ojos hundidos en sus cuencas por culpa del caballo o del mono. Ese tipo de rostro Camille se lo sabía de memoria. No se movía, ya no respiraba y amordazaba la boca de su perro con las dos manos.

Permanecieron así unos segundos, mirándose en silencio, el tiempo de comprender que ninguno de los dos iba a morir por culpa del otro, y cuando apartó la mano derecha para llevarse un dedo a los labios, Camille lo sumió de nuevo en la oscuridad.

Su corazón volvía a latir. Cogió su abrigo de cualquier manera y salió caminando de espaldas.

– ¿El código? -gimió él.

– ¿C… cómo?

– ¿El código para salir del edificio?

Camille ya no se acordaba, tartamudeó, se lo dio por fin, buscó la salida agarrándose a las paredes y se encontró en la calle, temblando como una hoja y bañada en sudor.

Se cruzó con el vigilante:

– Un frío que pela, ¿eh?

– …

– ¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma…

– Cansada…

Camille estaba helada, se cruzó el abrigo sobre el pantalón de chándal empapado y echó a andar en la dirección equivocada. Cuando se dio cuenta por fin de dónde se encontraba, fue caminando por la calzada para coger un taxi.

Era un coche lujoso que indicaba las temperaturas interior y exterior (+ 21°, -3°). Camille separó los muslos, apoyó la frente en la ventanilla y se pasó el resto del trayecto observando los bultos formados por seres humanos acurrucados sobre las rejillas de ventilación y en los zaguanes de los portales.

Los testarudos, los cabezotas, los que rechazaban las mantas de aluminio para que no los iluminaran los faros de los coches y que preferían el asfalto tibio a los azulejos de los albergues.

Camille hizo una mueca.

Unos horribles recuerdos le atenazaron la garganta…

¿Y el fantasma aturdido de antes? Parecía tan joven… ¿Y su perro? Era una tontería… Con un perro no podía ir a ningún lado… Debería haber hablado con él, advertirle que tuviera cuidado con la bestia de Matrix , y preguntarle si tenía hambre… No, lo que quería era su chute… ¿Y el chucho? ¿Cuándo sería la ultima vez que había comido? Camille suspiró. Qué idiota… Angustiarse por un perro callejero cuando media humanidad soñaba con un rinconcito sobre una boca de ventilación, qué idiota… Anda, tía, cállate que me avergüenzas. ¿De qué vas? Apagas la luz para no verlo más y luego te reconcomes en el asiento de atrás de un cochazo de lujo empapando en lágrimas tu pañolito de encaje…

Anda que desde luego…

La casa estaba vacía. Camille buscó algo de alcohol, lo que fuera, bebió lo necesario para encontrar el camino de la cama y se levantó en plena noche para vomitar.

7

Con las manos en los bolsillos y el cuello estirado, Camille daba saltitos debajo del panel de información cuando una voz conocida le dio el dato que buscaba:

– Tren procedente de Nantes. Efectuará su llegada a las 20:35 por la vía 9. Se calcula un retraso de unos quince minutos… Como de costumbre…

– ¡Anda! ¿Estás aquí?

– Pues sí… -añadió Franck-. He venido de carabina… ¡Anda, pero si te has puesto guapa! ¿Y esto qué es? ¿Me equivoco o te has pintado los labios?

Camille escondió su sonrisa entre los agujeros de su bufanda.

– Mira que eres tonto…

– No, estoy celoso. Por mí nunca te pintas los labios…

– No es pintalabios, es una cosa para cuando tienes los labios cortados…

– Mentirosa. Enséñamela…

– No. ¿Sigues de vacaciones?

– Mañana por la noche vuelvo al curro…

– ¿Ah, sí? ¿Qué tal tu abuela? ¿Bien?

– Sí.

– ¿Le diste mi regalo?

– Sí.

– ¿Y qué dijo?

– Pues dijo que para dibujarme tan bien, tienes que estar loca por mí…

– Anda ya…

– ¿Vamos a tomar algo?

– No. Llevo todo el día encerrada en casa… Me voy a sentar aquí, a mirar a la gente…

– ¿Puedo echar una ojeada contigo?

Se acurrucaron pues en un banco, entre un quiosco de prensa y una máquina validadora de billetes, y observaron el gran carrusel de viajeros apresurados.

– ¡Hala, chaval! ¡Corre! Huy, por poco… Demasiado tarde…

– ¿Un euro? No. Un cigarro si quieres…

– ¿Me podrías explicar por qué son siempre las chicas con peor tipo las que llevan pantalones de talle bajo? Yo es que no lo entiendo…

– ¿Un euro? ¡Eh, tío, que ya me has preguntado antes!

– Eh, mira a la viejita esa con su peinado de rulos, ¿te has traído el cuaderno? ¿No? Qué pena… Y ese de ahí… Mira qué contento parece de ver a su mujer…

– Es sospechoso -opinó Camille-, debe de ser su amante…

– ¿Por qué dices eso?

– Un hombre que llega a la ciudad con un maletín y se precipita sobre una mujer con abrigo de piel, besándola en el cuello… Hazme caso, es sospechoso…

– Qué va… a lo mejor es su mujer, ¿no?

– ¡Que no, hombre, que no! ¡Su mujer está en casita, y a la hora que es estará acostando a los niños! Mira, ésa sí que es una pareja de verdad -rió Camille con malicia señalándole a un hombre y un mujer muy vulgares que discutían a gritos junto al andén…

Franck negó con la cabeza:

– Eres una pesimista…

– Y tú, un sentimental…

Entonces pasaron delante de ellos dos viejitos a paso de burra, encorvados, tiernos, cautelosos, y cogiditos del brazo. Franck le dio un codazo a Camille:

– ¿Y ahora qué me dices?

– Esto merece una reverencia…

– Me encantan las estaciones.

– A mí también -dijo Camille.

– Para conocer un país, no hace falta hacer el chorra en un autocar de turistas, basta visitar las estaciones y los mercados y con eso ya lo entiendes todo…

– Estoy totalmente de acuerdo contigo… ¿Tú en qué sitios has estado?

– En ninguno…

– ¿Nunca has salido de Francia?

– Estuve dos meses en Suecia… De cocinero en la embajada… Pero fue en invierno y no vi nada. Allí no se puede beber… No hay bares, no hay nada…

– Pero… ¿y la estación? ¿Y los mercados?

– Nunca vi la luz del día…

– ¿Te gustó? ¿De qué te ríes?

– De nada…

– Cuéntamelo…

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no…

– Oh, oh… Aquí hay una historia de faldas…

– No.

– Mentiroso, te lo veo en la… en cómo te está creciendo la nariz…

– Bueno, qué, ¿vamos? -dijo, señalándole los andenes.

– Antes cuéntame…

– Pero si no es nada… Son chorradas…

– ¿Te tiraste a la mujer del embajador, es eso?

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