Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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«Llévame volando», cantaba éste.

Sí, Camille conocía sus debilidades y había que ser muy tonta para juzgar a quienes tenían la suerte de ser felices alrededor de una mesa. Pero de todas formas… 220 euros por una comida, y sin contar el vino, era una burrada, ¿no?

A medianoche, el chef les deseó feliz año y vino a servirles a todos una copa de champán:

– Feliz año, señorita, y gracias por los patos… Me ha dicho Charles que a los clientes les han encantado… Ya lo sabía yo, desgraciadamente… Feliz año, señor Lestafier… Si pierde un poco ese mal carácter que tiene en el 2004, le concedo un aumento…

– ¿De cuánto, jefe?

– ¡Ah! ¡Qué pesado! ¡Lo que aumentará será la estima que le tengo!

– Feliz año, Camille… No… ¿no me das un beso?

– ¡Sí, sí, un beso, claro!

– ¿Y a mí? -quiso saber Sébastien.

– Y a mí -añadió Marc-… ¡Eh, Lestafier! ¡Corre a tus fogones, que se te pasa la carne!

– Sí, sí, chaval, lo que tú digas. Bueno… ya ha terminado, ¿no? Ya la podéis dejar que se siente un poco, ¿no?

– Muy buena idea, venga a mi despacho, señorita -añadió el chef…

– No, no, quiero quedarme aquí hasta el final. Denme algo que hacer.

– Bueno, ahora estamos esperando al pastelero… Le puedes echar una mano con los adornos…

Camille apiló tejas tan finas como papel de fumar, unas lisas, otras con aristas, amontonadas de mil maneras, jugó con virutas de chocolate, cáscaras de naranja, frutas confitadas, arabescos de sirope y marrons glacés . El pinche del pastelero la miraba hacer, juntando las manos. Repetía una y otra vez: «¡Pero si es una artista! ¡Pero si es una artista!» El chef consideraba esas extravagancias con otros ojos: «Bueno, esta noche pasa porque es Nochevieja, pero aquí no basta con que sea bonito… ¡No se cocina para hacer bonito, leche!»

Camille sonreía, adornando las natillas con sirope de frutas del bosque.

No, claro que no… ¡No bastaba con que fuera bonito! Demasiado bien lo sabía ella…

Hacia las dos de la madrugada la tormenta amainó un poco. El chef ya no se separaba de su botella de champán y algunos cocineros se habían quitado el gorro. Estaban todos agotados, pero hacían un último esfuerzo para limpiarlo todo y largarse de allí cuanto antes. Desenrollaban kilómetros de film transparente para embalarlo todo, arremolinándose ante las cámaras frigoríficas. Muchos comentaban la jornada y analizaban cómo lo habían hecho: lo que habían fallado y por qué, de quién era la culpa, y cómo eran los productos… Como atletas recién terminada la competición, no conseguían desconectar y se ensañaban con sus fogones para dejarlos como los chorros del oro. Camille pensó que sería una forma de eliminar el estrés y de terminar de agotarse por completo…

Camille les ayudó hasta el final. Estaba agachada, limpiando el interior de un armario frigorífico.

Después se apoyó contra la pared y observó el baile de los camareros alrededor de las máquinas de café. Uno entró empujando un enorme carrito lleno de pastelitos, bombones, dulces, caramelos, borrachitos, milhojas y demás… Mmm, qué rico… También le apetecía un cigarrillo…

– Vas a llegar tarde a la fiesta…

Camille se dio la vuelta y vio a un anciano.

Franck se esforzaba por mantener el tipo, pero estaba extenuado, empapado, encorvado, pálido, con los ojos rojos y las facciones cansadas.

– Aparentas diez años más…

– Puede ser. Estoy roto… He dormido mal, y además no me gusta hacer este tipo de banquete… Es siempre el mismo plato… ¿Quieres que te acerque a Bobigny? Tengo dos cascos… Sólo me queda preparar los pedidos, y nos vamos.

– No… La fiesta ya no me apetece… Cuando llegue ya estarán todos borrachos… Lo divertido es emborracharse al mismo tiempo que los demás, si no es un poco deprimente…

– Bueno, yo también me voy a casa, que ya no me tengo en pie…

Sébastien los interrumpió:

– ¿Esperamos a Marco y a Kermadec y nos vemos luego?

– No, yo estoy molido… Me voy a casa…

– ¿Y tú, Camille?

– Ella también está mol…

– ¡Qué va! -le interrumpió esta-. ¡Bueno, sí, pero aun así tengo ganas de divertirme!

– ¿Estás segura? -preguntó Franck.

– Pues claro, hay que recibir bien el año… Para que sea mejor que el anterior, ¿no?

– Pensaba que odiabas las fiestas…

– Es verdad, pero mira por dónde, es mi primer buen propósito: «En el 2003, pasaba de fiestas, pero en el 2004, ¡me pienso desmadrar!»

– ¿Dónde vais a ir?-añadió Franck, suspirando.

– Al bar de Ketty…

– Oh, no, ahí no… Ya sabes por qué…

– Bueno, pues a La Vigie, entonces…

– Tampoco.

– Joder, Lestafier, qué pesado eres, tío… ¡Con eso de que te has tirado a todas las camareras del barrio, ya no podemos ir a ninguna parte! ¿Cuál de ellas era la del bar de Kelly? ¿La gorda que ceceaba?

– ¡No ceceaba! -se indignó Franck.

– No, borracha hablaba normal, pero en ayunas, déjame que te diga que ceceaba… Bueno, de todas formas ya no curra ahí…

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿Y la pelirroja?

– La pelirroja, tampoco. Bueno, ¿pero qué más te da? Estás con ella, ¿no?

– ¡Que no, que no está conmigo! -se indignó Camille.

– Sí, bueno… Vosotros dos aclaraos, pero quedamos ahí cuando terminen estos…

– ¿Te apetece ir?

– Sí. Pero antes quiero ducharme…

– Vale. Te espero. Yo no vuelvo a casa, porque si no ya no hay quien me mueva de allí…

– Oye…

– ¿Qué?

– Pues que antes, al final no me has dado un beso…

– Pues hala, toma… -dijo Camille, dándole un besito en la frente.

– ¿Nada más? Pensaba que en 2004 habías decidido desmadrarte…

– ¿Qué pasa, que tú has cumplido alguna vez tus buenos propósitos?

– No.

– Pues yo tampoco.

19

Tal vez porque estaba menos cansada que ellos, o porque aguantaba mejor el alcohol, pero el caso es que Camille pronto tuvo que pasar de la cerveza a algo más fuerte para reírse al mismo ritmo que ellos. Era como haber retrocedido diez años en el tiempo, a una época en la que ciertas cosas aún le parecían evidentes… El arte, la vida, el futuro, su talento, su novio, su lugar en el mundo, y todas esas paridas…

Y la verdad es que tampoco era tan desagradable…

– Eh, Franck, ¿esta noche qué pasa, tío, no bebes o qué?

– Estoy muerto…

– No, venga, tío, tú no… ¿No estás de vacaciones, además?

– Sí.

– ¿Entonces?

– Me hago viejo…

– Anda, tómate otra… Ya dormirás mañana.

Tendió su copa aunque no estaba muy convencido: no, no dormiría mañana. Mañana le tocaba ir a El tiempo recuperado , (que era como una Sociedad Protectora de Animales pero para viejos), a comer bombones asquerosos con dos o tres viejas abandonadas que jugarían con sus dentaduras postizas mientras su abuela miraba por la ventana, suspirando.

Ahora a Franck le dolían las tripas desde la salida del peaje…

Prefería no pensarlo y se bebió la copa de un solo trago.

Miraba a Camille sin que ésta se diera cuenta. Sus pecas aparecían o desaparecían según el momento, era un fenómeno la mar de extraño…

Le había dicho que lo encontraba guapo, y ahora estaba coqueteando con ese tontorrón, pfff… son todas iguales…

Franck Lestafier no estaba de humor.

Tenía incluso un poquito de ganas de llorar…

Pero bueno, ¿qué te ocurre, corazón?

Pues… ¿por dónde empiezo?

Un curro de mierda, una vida de mierda, una abuela medio ida, y una mudanza en perspectiva. Volver a dormir en una porra de sofá, perder una hora en cada descanso de trabajo. No volver a ver nunca a Philibert. No volver a pincharle más para enseñarle a defenderse, a contestar, a irritarse, a imponerse por fin. No llamarlo «mi gatito de porcelana» nunca más. No acordarse más de guardarle algo bueno de comer. No impresionar más a las chicas con su cama de rey de Francia y su cuarto de baño de princesa. No oírlos más, a Camille y a él, hablar de la guerra del 14 como si la hubieran vivido, o de Luis XI como si acabara de tomarse unas copas con ellos. No esperarla más, no husmear el aire al abrir la puerta para saber, por el olor a cigarrillo, si estaba ya en casa. No precipitarse más sobre su cuaderno, en cuanto ésta miraba para otro lado, para ver los dibujos del día. No volver a acostarse y tener la Torre Eiffel iluminada como lamparita de noche. Y quedarse en Francia, seguir perdiendo un kilo por cada turno de trabajo, y recuperarlo en cervezas justo después. Seguir obedeciendo. Siempre. Todo el rato. No había hecho otra cosa: obedecer. Y ahora, estaba atrapado hasta que… ¡Anda, di hasta cuándo, venga, dilo! Pues si, así era… Hasta que su abuela la palmara… Como si su vida sólo pudiera solucionarse con la condición de volver a hacerle sufrir…

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