– ¿Cómo?
– Nada. Decía que no eres la alegría de la huerta, precisamente…
– No, yo más bien peco de acrimonia.
– ¿Y eso qué es?
– Abre un diccionario y lo sabrás…
– ¿Camille?
– ¿Sí?
– Dime algo agradable…
– ¿Por qué?
– Para que empiece bien el año…
– No. Yo no suelto cumplidos por encargo.
– Anda…
Camille se dio la vuelta y le dijo:
– Mezcla un poco las churras con las merinas, la vida es más divertida cuando hay un poco de desorden…
– ¿Y yo? ¿No quieres que te diga yo algo agradable para que empieces bien el año?
– No. Sí… Venga, dime.
– ¿Sabes…?, eran maravillosas tus tostadas…
Eran más de las once cuando Franck entró en su habitación a la mañana siguiente. Camille le daba la espalda. Vestía un kimono, y estaba sentada frente a la ventana.
– ¿Qué haces? ¿Estás dibujando?
– Sí.
– ¿Y qué dibujas?
– El primer día del año…
– Enséñamelo.
Camille levantó la cabeza y se mordió el interior de los carrillos para no reír.
Franck llevaba un traje súper hortera, estilo Hugo Boss de los linos ochenta, un pelín demasiado grande y brillante, con hombreras en plan Mazinger Z, una camisa de viscosa color mostaza y una corbata de colorines. Los calcetines iban a juego con la camisa, y los zapatos, de piel de cabra lacada, le hacían un daño espantoso.
– Bueno, ¿se puede saber qué te pasa?
– No, nada, es que… Estás hecho un brazo de mar…
– Muy graciosa… Es porque voy a invitar a mi abuela a comer…
– Caray… -Camille ahogó a duras penas una carcajada-. Pues estará orgullosísima de salir con un chico tan guapo como tú…
– Muy graciosa. Si supieras qué poco me apetece… Pero bueno, no hay más remedio…
– ¿Es Paulette? ¿La de la bufanda?
– Sí. Por eso estoy aquí, por cierto. ¿No me habías dicho que tenías algo para ella?
– Sí. Claro que sí.
Camille se levantó, apartó el sillón, y fue a rebuscar en su maletita.
– Siéntate aquí.
– ¿Para qué?
– Para hacerle un regalo a Paulette.
– ¿Me vas a dibujar?
– Sí.
– No quiero.
– ¿Por qué?
– …
– ¿No sabes por qué?
– No me gusta que me miren.
– Lo haré muy rápido.
– No.
– Como quieras… Había pensado que le haría ilusión tener un retrato tuyo… Otra vez esa historia de trueque de la que te hablé, ¿sabes? Pero no voy a insistir. Nunca lo hago. No es mi estilo…
– Bueno, venga, vale, pero rapidito, ¿eh?
– Así no está bien…
– ¿Y ahora qué pasa?
– El traje… la corbata y todo lo demás, no está bien. No eres tú.
– ¿Quieres que me quede en pelotas? -Franck se rió con malicia.
– ¡Ay, sí, qué bien! Un desnudo, fantástico… -contestó ella sin inmutarse.
– ¿Lo dices en serio?
Estaba muerto de miedo.
– Que no, hombre, que es una broma… ¡Eres demasiado viejo! Y además seguro que también eres demasiado peludo…
– ¡Qué va! ¡Qué va! ¡Peludo lo justo, nada más!
Camille se reía.
– Anda, quítate la chaqueta por lo menos y aflójate la corbata…
– Joé , pero si he tardao tres horas en hacerme el nudo…
– Mírame. No, así no… Ni que te hubieras tragado un palo de escoba, relájate… No te voy a comer, tonto, sólo te voy a bocetear.
– ¿A abofetear? O sea que te va la marcha, ¿eh…? -dijo con un tono lleno de sobreentendidos.
– Sí, perfecto. No borres esa sonrisa de bobo. Así eres tú, clavadito…
– ¿Falta mucho?
– Ya está casi.
– Me aburro. Háblame. Cuéntame algo para pasar el rato…
– ¿Esta vez de quién quieres que te hable?
– De ti…
– …
– ¿Qué vas a hacer hoy?
– Voy a ordenar mi habitación… Y a planchar un poco, también… Y voy a irme por ahí de paseo… Hay una luz muy bonita… Terminaré probablemente en un café o en un salón de té… Me tomaré unas magdalenas con mermelada de arándanos… Mmm, qué ricas… Y con un poco de suerte, también habrá un perro… Ahora me ha dado por coleccionar perros de salón de té… Tengo un cuaderno especial para ellos, un Moleskine, precioso… Antes tenía uno para las palomas. Soy una experta en palomas. Las de Montmartre, las de Trafalgar Square, en Londres, o las de la plaza de San Marcos, en Venecia, las plasmé a todas…
– Dime una cosa…
– Qué…
– ¿Por qué estás siempre sola?
– No lo sé.
– ¿No te gustan los hombres?
– Ya estamos… Una chica que no es sensible a tu irresistible encanto a la fuerza tiene que ser lesbiana, ¿no?
– No, no, sólo me lo preguntaba… Nunca te arreglas, llevas la cabeza rapada, todo eso…
Silencio.
– Sí, sí, me gustan mucho los chicos… Ojo, las chicas también, ¿eh?, pero prefiero a los chicos…
– ¿Te has acostado alguna vez con chicas?
– ¡Huy, la tira de veces!
– ¿Me tomas el pelo?
– Sí. Hala, ya está. Ya puedes vestirte.
– Enséñamelo.
– No te vas a reconocer. La gente nunca se reconoce…
– ¿Qué es esta mancha que has hecho aquí?
– La sombra.
– ¿Ah, sí?
– Se llama una aguada…
– Ah. ¿Y esto qué es?
– Tus patillas.
– Ah.
– Decepcionado, ¿eh? Toma, llévate éste también… Es un boceto que hice el otro día mientras jugabas con la Play Station…
Sonrisa de oreja a oreja:
– ¡Ah, éste sí! ¡Éste sí que soy yo!
– A mí me gusta más el otro, pero bueno… Mételos en un libro grande y así no se te estropean para llevarlos…
– Dame una hoja.
– ¿Por qué?
– Porque sí. Yo también puedo hacer tu retrato si quiero…
Se la quedó mirando un momento, luego se inclinó sobre sus rodillas sacando la lengua y le tendió unos garabatos.
– ¿A ver? -dijo Camille, curiosa.
Había dibujado una espiral. Una concha de caracol con un puntito negro al fondo del todo.
Camille no reaccionaba.
– El puntito negro eres tú.
– Ya… ya me lo había figurado.
Le temblaban los labios.
Franck le arrancó la hoja de las manos.
– ¡Eh, Camille! ¡Que era de coña! ¡Esto es una chorrada! ¡No significa nada!
– Sí, sí -confirmó ella, llevándose la mano a la frente-. Es una chorrada, soy plenamente consciente… Anda, ahora vete, que vas a llegar tarde…
Franck se puso el mono de motorista en el vestíbulo y cerró la puerta, dándose un porrazo en la cabeza con el casco.
El puntito negro eres tú…
Pero qué tío más gilipollas.
Para una vez que no tenía que cargar con una mochila llena de provisiones, Franck se tumbó sobre el depósito y dejó que la velocidad llevara a cabo su maravillosa tarea de limpieza: con las piernas pegadas a ambos lados de la moto, los brazos tensos, el pecho resguardado y el casco a punto de fisurarse, giraba la muñeca al máximo para dejar atrás sus follones y no pensar en nada.
Iba deprisa. Demasiado deprisa. Lo hacía a propósito. Para ver qué sentía.
Que él recordara, siempre había tenido un motor entre las piernas y una especie de desazón en las palmas de las manos y, que él recordara, nunca se había planteado la muerte como algo muy serio. Una contrariedad más como mucho… Ni siquiera… ¿Qué importaba, si total él ya no estaría ahí para sufrir por ello?
Siempre que pudo juntar cuatro perras, se endeudó para comprarse motos demasiado grandes para el tamaño de su cerebro, y en cuanto dio con tres colegas que sabían buscarse bien la vida, desembolsaba siempre más y más para ganarle algunos milímetros al contador. Mantenía la calma en los semáforos, nunca dejaba rastros de goma en el asfalto, no se medía con nadie, y no le veía el sentido a correr riesgos estúpidos. Simplemente, en cuanto tenía ocasión, se escapaba, se largaba a pisarle al máximo y a atormentar a su ángel de la guarda.
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