Le gustaba la velocidad. De verdad. Más que nada en el mundo. Más que las chicas, incluso. Le había dado los únicos momentos felices de su vida: momentos de serenidad, de sosiego y de libertad… A los catorce años, tumbado sobre su moto como un sapo sobre una caja de cerillas (era una expresión que se usaba entonces…), era el rey de las carreteras secundarias de Touraine. A los veinte, se compró su primera moto de gran cilindrada, de segunda mano, después de haber sudado sangre todo el verano en las cocinas de un tugurio de la región, y hoy se había convertido en su único pasatiempo entre dos turnos en el curro: soñar con una moto, comprársela, sacarle brillo, agotarla, soñar con otra, pasarse las horas muertas en un concesionario, vender la antigua, comprarse una nueva, sacarle brillo, etc.
Sin la moto, seguramente se habría conformado con llamar a la vieja más a menudo rezando por que no le contara su vida a cada vez…
El problema es que el truco ya no era tan eficaz… El sosiego no llegaba ni a 200 por hora.
Incluso a 210, y a 220, seguía dándole vueltas al tarro. Por mucho que zigzagueara, virara, rozara el suelo en las curvas y por muchos caballitos que hiciera, algunas ideas no se le despegaban de la cazadora de cuero y seguían carcomiéndole la cabeza entre una gasolinera y otra.
Y así hoy, un primero de enero con un sol radiante, sin alforjas, ni mochila y sin más plan que una buena comilona con dos abuelitas encantadoras, por fin se había incorporado y no había necesitado separar la pierna de la moto para dar las gracias a los precavidos automovilistas que, sobresaltados, se apartaban a su paso.
Había enterrado el hacha de guerra y se conformaba con ir de un lugar a otro repasando en su cabeza el disco rayado de siempre: ¿Por qué esta vida? ¿Hasta cuándo? ¿Y qué hacer para escapar de ella? ¿Por qué esta vida? ¿Hasta cuándo? ¿Y qué hacer para escapar de ella? ¿Por qué esta vida? ¿Hasta…?
Estaba muerto de cansancio y de bastante buen humor. Había invitado también a Yvonne en señal de agradecimiento y, todo hay que decirlo, para endilgarle a ella todo el peso de la conversación. Gracias a ella, Franck podría poner el piloto automático. Una sonrisita por aquí, otra sonrisita por allá, unos cuantos tacos para mantenerlas contentas y en un pispás llegaría la hora del café… De puta madre…
Yvonne pasaba a buscar a Paulette a su jaula, y luego habían quedado los tres en el Hôtel des Voyageurs, un pequeño restaurante lleno de tapetitos y de jarrones con flores secas en el que, en tiempos, Franck había hecho prácticas, y más adelante había trabajado, y del que guardaba buenos recuerdos… Era allá por 1990. Lo que venía a ser como hace mil millones de años…
¿Qué tenía por aquel entonces? Una Yamaha Fazer, ¿no?
Franck zigzagueaba entre las líneas blancas y se había subido la visera del casco para sentir el calor del sol. No se iba a mudar. Por lo menos no por el momento. Podría quedarse allí, en ese piso demasiado grande en el que la vida había vuelto un buen día, con una chica venida del espacio en plena noche. No hablaba mucho, y sin embargo, desde que estaba allí, de nuevo volvía a haber ruido. Philibert salía por fin de su habitación y desayunaban juntos todas las mañanas. Franck ya no daba portazos para no despertarla y le costaba menos dormirse cuando la oía trajinar en la habitación de al lado.
Al principio, no la podía ni ver, pero ahora estaba bien. La había dominado…
Oye, tú, ¿has oído lo que acabas de decir?
¿El qué?
Sí, sí, no te hagas el tonto… Sinceramente, Lestafier, mírame a los ojos, ¿te parece a ti que a esta tía la has dominado?
Pues… no…
¡Ah, vale! Eso ya me gusta más… Ya sé que muy listo no eres, no, pero tío, ¡es que me habías asustado!
Vale, vale… Joder, cómo está el patio, uno ya no puede ni hacer una broma…
Franck se quitó el mono debajo de una marquesina y entró en el restaurante ajustándose el nudo de la corbata.
La dueña abrió los brazos de par en par:
– ¡Pero mira qué guapo estás! ¡Ah, cómo se ve que te vistes en París! Un abrazo de parte de René. Pasará a verte cuando termine el turno…
Yvonne se levantó y su abuela le sonrió con ternura.
– ¿Qué tal, chicas? Veo que os habéis pasado la mañana en la peluquería…
Las dos ahogaron una risita por encima de sus copitas de licor y le hicieron sitio para cederle el panorama sobre el Loira.
Su abuela se había puesto el traje de chaqueta de vestir, con su broche de bisutería y el cuello de piel. Al peluquero de la residencia se le había ido la mano con el tinte, y tenía el pelo color salmón, a juego con el mantel.
– Caray, qué colorín te ha puesto tu peluquero…
– Era justo lo que yo le estaba diciendo -lo interrumpió Yvonne-, es un color muy bonito, ¿verdad, Paulette?
Paulette asentía con la cabeza, nerviosa, limpiándose la comisura de los labios con su servilleta de cuadros. Se comía a su nieto con los ojos y hacía melindres consultando la carta.
Fue todo exactamente como Franck lo había imaginado: «sí», «no», «¿en serio?», «anda ya, no puede ser», «joder…», «perdón», «hostia», «huy…», y «caramba» fueron las únicas palabras que pronunció, pues del resto de la conversación se encargó Yvonne a la perfección…
Paulette no hablaba mucho.
Contemplaba el río.
El cocinero vino a darles palique un momento y les sirvió una copita de aguardiente que las señoras rechazaron en un primer momento, antes de bebérselo a sorbitos como un vinito dulce. Le contó a Franck anécdotas de cocineros y le preguntó cuándo pensaba volver a trabajar por allí…
– Los parisinos no saben comer… Las mujeres están todas a régimen, y los hombres no piensan más que en ahorrarse unos cuartos… Seguro que a tu restaurante nunca van parejas de novios… A mediodía no tendrás más que ejecutivos, y a ésos les trae sin cuidado lo que se llevan a la boca, y por la noche no tendrás más que parejas mayores que celebran sus bodas de plata cabreados porque han aparcado en doble fila y acojonados de que se les lleve el coche la grúa… ¿Me equivoco?
– Bah, a mí me trae al fresco, ¿sabe? Yo hago mi trabajo y punto…
– ¡Pues de eso te hablo! En París, cocinar para ti no es más que un ganapán… Tú vuelve por aquí y verás, nos iremos de pesca con los amigos…
– ¿Está pensando en vender, René?
– Pfff… ¿A quién?
Mientras Yvonne iba a buscar el coche, Franck ayudó a su abuela a encontrar la manga de su gabardina:
– Toma, Camille me ha dado esto para ti…
Silencio.
– ¿Qué pasa, no te gusta?
– Sí, sí que me gusta…
Paulette volvió a echarse a llorar:
– Qué guapo sales en éste…
Le señalaba el dibujo que a Franck no le gustaba.
– ¿Sabes?, se pone tu bufanda todos los días…
– Mentiroso…
– ¡Te lo juro!
– Pues entonces tienes razón… Esta chica no es normal -añadió, entre risas y lágrimas.
– Abuela… No llores… Vamos a salir de esta…
– Sí… Con los pies por delante…
– …
– ¿Sabes?, a veces me digo a mí misma que estoy preparada, y otras, en cambio, no… no…
– Ay… abuelita mía…
Y por primera vez en su vida, la abrazó.
Se despidieron en el aparcamiento, y Franck sintió alivio al no tener que llevarla hasta su agujero.
Cuando le quitó el pie, la moto se le antojó más pesada que de costumbre.
Había quedado con su chica, tenía pasta, un techo, un curro, había vuelto a ver a René y a su mujer, y sin embargo, se sentía solo como un perro.
Vaya mierda, murmuró dentro del casco, vaya mierda… No lo repitió una tercera vez porque no servía de nada, y además le llenaba la visera de vaho.
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