– ¿Esto qué es?
– Verdolaga.
– ¿Y esto?
– Espinacas.
– ¿Y esto?
– Jaramago.
– ¿Y esto?
– Lechuga iceberg.
– Hala, qué nombre más bonito…
– Pero tía, ¿tú de donde has salido? -le preguntó el pinche.
Camille no insistió.
Luego lavó hierbas aromáticas y las secó tallo a tallo con papel absorbente. Tenía que dejarlas en cuencos de acero inoxidable, cubrirlos muy bien con film transparente, y repartirlos por distintas cámaras frigoríficas. Cascó nueces y avellanas, peló higos, limpió una gran cantidad de mízcalos e hizo rodar bolitas de mantequilla entre dos espátulas estriadas. Sin equivocarse, tenía que dejar, en cada pequeño cuenco, una bolita de mantequilla con sal, y otra sin sal. En un momento dado le asaltó una duda, y tuvo que probar una de las bolitas con la punta del cuchillo. Buaj, no le gustaba nada la mantequilla, y a partir de ese momento se concentró el doble. Los camareros seguían sirviendo cafés a quienes se los pedían y se notaba en el aire que la tensión aumentaba por momentos.
Algunos ya no abrían la boca, otros soltaban tacos en voz baja, y el chef hacía de reloj parlante:
– Las cinco y veintiocho, señores… Las seis y tres minutos, señores… Las seis y diecisiete, señores…
Como si toda su intención fuera estresarlos al máximo.
Camille ya no tenía nada que hacer, y se apoyó en la mesa, levantando primero un pie y luego el otro, para aliviar el dolor de sus piernas. El tío que tenía al lado se entrenaba para hacer arabescos de salsa junto a una porción de foie servido en unos platos rectangulares. Con un gesto delicado, sacudía una cucharita con salsa y suspiraba al ver sus garabatos. Nunca quedaba contento. Y sin embargo era bonito…
– ¿Qué quieres hacer?
– No sé… Algo un poco original…
– ¿Puedo probar yo?
– Venga.
– Me da miedo echarlo a perder…
– No, no, tú ve sin miedo, es un plato que no sirve, es sólo para practicar…
Los cuatro primeros intentos fueron lamentables, pero al quinto, ya lo había cogido el tranquillo…
– Anda, eso está muy bien… ¿Lo puedes volver a hacer?
– No -dijo Camille riendo-, mucho me temo que no… Pero… ¿no tenéis jeringuillas o algo así?
– Pues…
– ¿Y peras de goma?
– Sí. Mira en el cajón…
– ¿Me la llenas?
– ¿Para qué?
– Nada, una idea nada más…
Camille se inclinó, sacó la lengua y dibujó tres ocas pequeñitas.
El chaval llamó al chef para que las viera.
– ¿Qué tonterías son éstas? ¡Vamos, niños, que esto no es una película de Walt Disney!
Se alejó, sacudiendo la cabeza con aire reprobador.
Camille se encogió de hombros, tristona, y volvió a ocuparse de sus lechugas.
– Esto no es cocinar… Son tonterías… -seguía rezongando el chef desde el otro extremo de la habitación-, ¿y sabéis qué es lo peor? ¿Sabéis qué es lo que acaba conmigo? Pues que a esos idiotas les va a encantar… Hoy en día, ¡eso es lo que quiere la gente: tonterías! Pero bueno, hoy es Nochevieja, después de todo… Hala, señorita, hágame el favor de pintarrajearme un corral entero en sesenta platos… ¡Hala, a correr!
– Contesta «sí, jefe» -le susurró el pinche.
– ¡Sí, jefe!
– No lo conseguiré nunca… -se lamentó Camille.
– No tienes más que dibujar una sola a cada vez…
– ¿A la izquierda o a la derecha?
– A la izquierda sería más lógico…
– Queda un poco morboso, ¿no?
– Qué va, mola… De todas maneras, ya no tienes más remedio…
– Más me valía no haber abierto el pico…
– Principio número uno. Por lo menos habrás aprendido una cosa… Toma, la salsa…
– ¿Por qué es roja?
– Está hecha a base de remolacha… Hala, venga, yo te voy pasando los platos…
Se cambiaron de sitio. Camille dibujaba, y el pinche cortaba los pedazos de foie , los colocaba en el plato, los espolvoreaba con sal fina y pimienta gruesa, y luego le pasaba el plato a otro chaval que disponía al lado la ensalada con gestos de orfebre.
– ¿Qué hacen los demás?
– Van a cenar… Nosotros iremos luego… Somos los que inauguramos el baile, bajaremos a cenar cuando les toque a ellos… ¿Me vas a ayudar también con las ostras?
– ¡¿Hay que abrirlas?!
– No, no, sólo dejarlas bien bonitas… Por cierto, ¿has pelado tú las manzanas verdes?
– Sí. Están ahí… ¡Mierda! Esto parece más un pato mareado…
– Perdona. Ya me callo.
Franck pasó junto a ellos, con el ceño fruncido. Los encontró muy alborotados. O muy contentos.
Lo cual no le hacía mucha gracia…
– ¿Qué, os divertís? -les preguntó, con aire burlón.
– Se hace lo que se puede…
– Eh, cuidado… no se te vaya a calentar el plato.
– ¿Por qué ha dicho eso?
– Olvídalo, es una cosa nuestra… Los que hacen los platos calientes se piensan que tienen una misión divina, mientras que a nosotros, por mucho que trabajemos como locos, siempre nos desprecian. Nosotros no tocamos el fuego… ¿Conoces bien a Lestafier?
– No.
– Ah, ya decía yo…
– ¿Por qué?
– No, por nada…
Mientras los demás cenaban, dos negros limpiaron el suelo con agua abundante, y dieron una pasada con unos trapos para que se secara antes. El chef hablaba con un tío súper elegante en su despacho.
– ¿Es ya algún cliente?
– No, es el maître .
– Caray… Pues sí que tiene clase, el tío…
– En el comedor todos van de punta en blanco… Al principio del turno, los que estamos limpios somos nosotros, y ellos pasan la aspiradora en mangas de camisa, pero conforme va pasando el tiempo, es al revés: nosotros apestamos y nos vamos poniendo guarros, y ellos pasan delante de nosotros, como un pincel, con sus peinados de peluquería y sus uniformes impecables…
Franck se acercó a verla justo cuando terminaba la última hilera de platos:
– Ya te puedes ir si quieres…
– No… Ahora ya no me apetece irme… Sería como perderme el espectáculo…
– ¿Te queda algo de curro para ella?
– ¡Y tanto! ¡Todo el que quiera! Se puede ocupar de la salamandra…
– ¿Eso qué es? -quiso saber Camille.
– Es ese chisme de ahí, esa especie de grill que sube y baja… ¿Te puedes encargar de las tostadas?
– No hay problema… Ah, y… ¿me da tiempo a fumarme un cigarrillo?
– Venga, baja.
Franck la acompañó.
– ¿Estás bien?
– Genial. Al final este Sébastien es bastante majo…
– Psé…
– …
– ¿Por qué pones esa cara?
– Porque… antes he intentado hablar con Philibert para desearle feliz año pero una mocosa pedorra me ha mandado a paseo…
– Anda, trae, que lo llamo yo…
– No. A estas horas también estarán en la mesa…
– Tú déjame hacer a mí…
– ¿Oiga?… Perdonen que les moleste, Franck de Lestafier al aparato, el compañero de piso de Philibert… Sí… Eso es… Buenas noches, señora… ¿Podría hablar con él, si es tan amable?, es sobre la caldera… Sí… Eso es… Adiós, señora…
Le hizo un guiño a Camille, que exhalaba sonriendo el humo de su cigarrillo.
– ¡Philou! ¿Eres tú, chavalote? ¡Feliz año, majete! No te mando un beso, pero te paso a tu princesita. ¿Qué? ¡No nos da por saco la caldera! Hala, que empieces el año con salud, y muchos besos a tus hermanas. Bueno… ¡sólo a las más tetonas!
Camille cogió el teléfono entornando los ojos. No, la caldera estaba bien. Sí, yo también le mando un beso. No, Franck no la había encerrado en un armario. Sí, ella también se acordaba mucho de él. No, todavía no había ido a hacerse los análisis. Sí, a usted también, Philibert, le deseo un feliz año…
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