Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– No, pero tendrá que hacer como que sí cuando le manden al experto. Que no parezca que está como una rosa, porque si no, no os darán gran cosa…

– Joder, esto es la hostia… Perdón.

– Me tapo los oídos.

– No me va a dar tiempo a hacer todos esos papeleos… ¿Le importaría desbrozarme un poco el terreno, por favor?

– No te preocupes, el viernes saco el tema en el Club, ¡y verás qué revuelo armo!

– Se lo agradezco, señora Carminot…

– Ya ves… Es lo mínimo que puedo hacer…

– Bueno, pues nada, me voy al curro que ya toca…

– Según parece ya cocinas como un maestro, ¿eh?

– ¿Y eso quién se lo ha dicho?

– La señora Mandel…

– Ah…

– Huy, madre, si supieras… ¡Todavía lo comenta! Aquella noche les preparaste una liebre que estaba para chuparse los dedos…

– No me acuerdo.

– ¡Pues ella desde luego sí que se acuerda, créeme! Y dime una cosa, Franck…

– ¿Sí?

– Ya sé que no es asunto mío, pero… ¿tu madre?

– ¿Qué pasa con ella?

– No sé, antes me preguntaba si no habría a lo mejor que avisarla… Lo mismo te podría ayudar a pagar…

– Ahora la que dice groserías es usted, Yvonne, y no será porque no la conoce…

– Pero, ¿sabes?, a veces la gente cambia…

– Ella, no.

– …

– No. Ella, no. Bueno, la dejo ya, que tengo prisa…

– Adiós, hijo.

– Esto…

– ¿Sí?

– Intente encontrar algo menos caro…

– Voy a ver, ya te diré…

– Gracias.

Hacía tanto frío aquel día que Franck se alegró de volver a su puesto de esclavo, al calorcito de la cocina. El chef estaba de buen humor. Otra vez lleno total en el restaurante y acababa de enterarse de que le iban a hacer una buena crítica en una revista de pijos.

– Con el tiempo que hace, chavales, ¡esta noche todo va a ser pedir foie y vinos de primera! ¡Ah, se acabaron las ensaladas, los entremeses y todas esas mariconadas! ¡Se acabó, sí, señor! ¡Quiero platos ricos, de primera, y quiero que los clientes salgan de aquí con diez grados más en el cuerpo! ¡Hala, chavales, a trabajar!

19

A Camille le costó trabajo bajar las escaleras. Las agujetas la tenían medio tullida, y sufría una migraña espantosa. Como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el ojo derecho y se divirtiera girando delicadamente la hoja en cuanto hacía el más mínimo movimiento. Al llegar al portal se agarró a la pared para recuperar el equilibrio, tiritaba, se ahogaba. Durante un segundo pensó en regresar a la cama, pero la idea de volver a subir esos siete pisos le pareció más insoportable que ir a trabajar. Al menos en el metro podría sentarse un rato…

Justo cuando franqueaba la puerta, se tropezó con un oso. Era su vecino, vestido con una larga pelliza.

– Oh, perdone, caballero -se disculpó éste-, no…

Levantó los ojos.

– Camille, ¿es usted?

No tenía el valor de darle ni la más mínima conversación, de modo que se escabulló por debajo de su brazo.

– ¡Camille! ¡Camille!

Ésta escondió el rostro en su bufanda y apretó el paso. Ese esfuerzo pronto la obligó a apoyarse en una boca de incendios para no caerse redonda.

– Camille ¿se encuentra bien? Dios mío, pero… ¿qué se ha hecho en el pelo? Oh, pero qué mala cara tiene… ¡Una cara malísima! ¿Y su pelo? Un pelo tan bonito…

– Tengo que irme, ya llego tarde…

– ¡Pero hace un frío de perros, amiga mía! No vaya por ahí sin cubrirse la cabeza, se podría usted morir de frío… Tenga, póngase al menos mi gorro ruso…

Camille hizo un esfuerzo por sonreír.

– ¿Éste también era de su tío?

– ¡Diantre, no! Más bien de mi bisabuelo, el que acompañó a ese bajito general en sus campañas en Rusia…

Le encasquetó el gorro hasta las cejas.

– ¿Quiere decir que este chisme estuvo en la batalla de Austerlitz? -se esforzó por bromear Camille.

– ¡Y tanto que sí! Y en el Beresina también, desgraciadamente… Pero está usted muy pálida… ¿Seguro que se encuentra bien?

– Un poco cansada…

– Dígame, Camille, ¿siente usted mucho frío ahí arriba?

– No lo sé… Bueno, tengo… tengo que irme… Gracias por el gorro.

Aletargada por el calor del vagón, Camille se quedó dormida y no se despertó hasta el final de la línea. Se sentó en el otro sentido y se caló el gorro de oso hasta los ojos para llorar de agotamiento. Buf, esa antigualla olía a rayos…

Cuando, por fin, salió en la estación adecuada, el frío que sintió fue tan cortante que tuvo que sentarse bajo la marquesina de una parada de autobús. Se tumbó sobre los asientos y le pidió a un chico que había ahí que le parara un taxi.

Subió hasta su buhardilla de rodillas y se desplomó sobre el colchón. No tuvo fuerzas para desnudarse y, durante un segundo, pensó en morirse ahí mismo. ¿Quién se enteraría? ¿A quién le importaría? ¿Quién la lloraría? Tiritaba de calor y el sudor la envolvió, como un sudario helado.

20

Philibert se levantó hacia las dos de la madrugada para ir a beber agua. El suelo de la cocina estaba helado, y el viento golpeaba con furia contra los cristales de las ventanas. Se quedó un momento mirando fijamente la avenida desierta y desolada, murmurando retazos de infancia… Se acerca el invierno, asesino de los pobres … El termómetro exterior marcaba seis grados bajo cero y no podía evitar pensar en esa mujercita, arriba, bajo el tejado. ¿Estaría durmiendo en ese preciso momento? Y válgame Dios, ¿qué se había hecho en el pelo?

Tenía que hacer algo. No podía dejarla así. Sí, pero su educación, sus modales, y su discreción, lo enredaban de mil y una maneras, bloqueándolo…

¿Acaso era decente importunar a una muchacha en plena noche? ¿Cómo se lo tomaría? Bueno, y tal vez no estuviera sola, después de todo. ¿Y si estaba desnuda? Oh, no… Prefería no imaginárselo siquiera… Y como en los comics de Tintín, el ángel y el demonio se peleaban en la almohada de al lado.

Bueno… Los personajes eran un poco distintos…

Un ángel congelado de frío decía: «Pero hombre, esta muchacha se está muriendo de frío…», y el otro, con aire molesto, le replicaba: «Ya lo sé, amigo mío, pero estas cosas no se hacen. Ya irá usted a ver cómo se encuentra mañana por la mañana. Y ahora haga el favor de irse a dormir.»

Philibert asistió a su pequeña discusión sin tomar partido, dio diez, veinte vueltas en la cama, suplicándoles que se callaran, y terminó por robarles la almohada para no oírlos más.

A las tres y cincuenta y cuatro buscó sus calcetines en la oscuridad.

La raya de luz que se filtraba por debajo de su puerta volvió a infundirle valor.

– ¿Señorita Camille?

Repitió, apenas un poco más fuerte:

– ¿Camille? ¿Camille? Soy Philibert…

No hubo respuesta. Lo intentó una última vez antes de dar media vuelta. Ya estaba al final del pasillo cuando oyó un sonido ahogado.

– Camille, ¿está ahí? Me tenía usted preocupado y… y…

– … puerta… abierta -gimió ella.

La buhardilla estaba helada. Le costó trabajo entrar por culpa del colchón y se tropezó con un montón de trapos. Se arrodilló. Levantó una manta, otra más, y un edredón, antes de dar por fin con su cara. Estaba empapada.

Le puso la mano en la frente:

– ¡Pero si tiene una fiebre de caballo! No puede permanecer así… Aquí no… Sola, no… ¿Y su chimenea?

– … no he tenido fuerzas para moverla…

– ¿Me permite que la lleve conmigo?

– ¿Adónde?

– A mi casa.

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