Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– ¡Haz el favor de no meterme en el mismo saco que a tu madre! ¡Eso sí que no! Pero qué ingrato eres, hijo… ¡Ingrato y malo!

Yvonne colgó el teléfono.

No eran más que las tres de la tarde, pero Franck sabía que no podría dormir.

Estaba agotado.

Golpeó la mesa, golpeó la pared, aporreó todo cuanto había a su alcance.

Se puso el chándal para ir a correr y se desplomó sobre el primer banco que encontró.

Al principio no fue más que un pequeño gemido, como si acabaran de pellizcarlo, y después todo su cuerpo lo abandonó. Empezó a temblar de pies a cabeza, su pecho se abrió en dos y liberó un enorme sollozo. No quería, no quería, joder. Pero ya no era capaz de controlarse. Lloró como un crío, como un desgraciado, como un tío a punto de cargarse a la única persona del mundo que lo había querido en su vida. La única a la que él había querido.

Estaba doblado en dos, desgarrado por la tristeza y lleno de mocos.

Cuando admitió por fin que ya nada podía parar aquello, se envolvió la cabeza en el jersey y cruzó los brazos.

Sentía dolor, frío y vergüenza.

Permaneció bajo la ducha, con los ojos cerrados y los músculos de la cara tensos hasta que se terminó el agua caliente. Se cortó al afeitarse porque no tenía el valor de mirarse al espejo. No quería pensar en ello. Ahora no. Ya no. Los diques eran frágiles y si se dejaba llevar, miles de imágenes arrasarían su cabeza. Nunca había visto a su abuelita en otro sitio que en esa casa. Por la mañana, en el jardín, el resto del día, en la cocina, y por la noche, sentada junto a su cama…

Cuando era niño, no podía dormir por la noche, tenía pesadillas, gritaba, la llamaba, insistiendo en que cuando cerraba la puerta, sus piernas se caían por un agujero y él tenía que agarrarse a los barrotes de la cama para no hundirse con ellas. Todas las maestras le habían aconsejado que fuera a ver a un psicólogo, las vecinas asentían gravemente con la cabeza, y le decían que lo que tenía que hacer era llevarle al sanador para que le pusiera los nervios en su sitio. En cuanto a su marido, no quería dejarla subir. «¡La que lo mima eres tú! -le decía-, ¡eres tú la que trastorna al muchacho! ¡Me cago en la mar lo que tienes que hacer es quererlo menos! Lo que tienes que hacer es dejarlo que llore un rato, para empezar se meará menos, y verás como termina por dormirse…»

Paulette decía «sí, sí, claro que sí» a todo el mundo, pero no hacía caso de nadie. Le preparaba un vaso de leche caliente con azúcar con un poco de agua de azahar, le sostenía la cabeza mientras bebía, y se sentaba en una silla. «Aquí, ¿ves?, a tu ladito.» Cruzaba los brazos, suspiraba, y se quedaba dormida a la vez que él. A menudo antes que él. No importaba, mientras estuviera ahí, a Franck le bastaba. Podía estirar las piernas…

– No queda agua caliente, te aviso… -soltó Franck.

– Ah, qué contratiempo… no sé qué decir, lo siento…

– ¡Pero deja de disculparte, joder! He sido yo el que se la ha terminado, ¿vale? He sido yo. ¡Así que no te disculpes!

– Perdona, creía que…

– ¡Bueno, mira, a mí me la suda, si quieres ir siempre en ese plan lastimero, es tu problema…!

Salió del cuarto de baño y fue a plancharse el uniforme. Necesitaba urgentemente comprarse alguna chaqueta más porque ya no conseguía tener siempre alguna a punto para el servicio, limpia y planchada. No tenía tiempo. Nunca tenía tiempo. ¡Nunca tenía tiempo para nada, joder!

Sólo libraba un día a la semana, ¡y no se lo iba a pasar en un asilo de viejos en el quinto cuerno, mirando lloriquear a su abuela!

Philibert ya se había instalado en su sillón con sus pergaminos, sus escudos y toda la pesca.

– Philibert…

– ¿Sí?

– Esto… mira… Quería disculparme por lo de antes, es que… En este momento estoy muy puteado, y estoy a la que salto, sabes… Además estoy baldao , tío…

– No tiene importancia…

– Sí, sí que la tiene.

– No, mira, lo importante es que digas «quería pedirte disculpas», y no «quería disculparme». No puedes disculparte tú solo, no es correcto lingüísticamente hablando…

Franck se lo quedó mirando un momento antes de sacudir la cabeza:

– Desde luego, tío, mira que estás pirao

Antes de salir por la puerta, añadió:

– Ah, oye, mira en la nevera, te he traído algo. Ya no me acuerdo qué era… Pato, creo…

Philibert le dio las gracias a una corriente de aire.

Nuestro carretero ya estaba en el vestíbulo, jurando en arameo porque no encontraba las llaves.

Trabajó sin pronunciar una sola palabra, no dijo ni mu cuando el chef vino a quitarle la sartén de las manos para hacerse el interesante, apretó los dientes cuando le devolvieron un magret demasiado crudo, y restregó sus fogones para limpiarlos como si hubiese querido arrancarles virutas de metal.

La cocina se vació y Franck esperó en un rincón a que su colega Kermadec terminara de separar manteles y contar servilletas. Cuando éste lo vio, sentado en un rincón hojeando una revista de motos, le preguntó con un gesto de barbilla:

– ¿Qué quiere el cocinero?

Lestafier echó la cabeza para atrás y se llevó el pulgar a los labios.

– Enseguida voy. Termino un par de cosas y estoy contigo…

Tenían intención de recorrerse todos los bares del barrio, pero Franck ya estaba borracho perdido nada más salir del segundo.

Esa noche volvió a hundirse en un agujero, pero no el de su infancia. Otro.

18

– Pues nada, era para disculparme… O sea, para pedírselas, vamos…

– ¿Para pedirme qué, hijo?

– Pues disculpas…

– Pero si ya te he perdonado, hombre… Sé muy bien que no pensabas lo que decías, pero aun así tienes que tener cuidado… ¿Sabes?, tienes que cuidar de las personas que son amables contigo… Cuando te vayas haciendo viejo verás que no te cruzas con tantas…

– ¿Sabe?, he estado pensando en lo que me dijo ayer, y aunque me cueste mogollón reconocerlo, sé muy bien que la que tiene razón es usted…

– Claro que tengo razón… Conozco bien a los viejos, yo, veo viejos todo el día por aquí…

– Entonces…

– ¿Qué?

– El problema es que no tengo tiempo para ocuparme de ello, me refiero a encontrar una plaza y todo eso…

– ¿Quieres que me ocupe yo?

– Le puedo pagar las horas que necesite, ¿sabe…?

– No empieces otra vez con tus groserías, yo estoy dispuesta a ayudarte, pero se lo tienes que anunciar tú. Te corresponde a ti explicarle la situación…

– ¿Vendrá usted conmigo?

– De acuerdo, si prefieres, voy contigo, pero mira, tu abuela sabe de sobra lo que pienso yo de todo esto… Anda que no llevo tiempo repitiéndole siempre la misma cantinela…

– Hay que encontrarle un sitio de primera, ¿eh? Con una habitación bien bonita, y sobre todo un gran jardín…

– Que sepas que todo eso es carísimo, ¿eh…?

– ¿Cómo de caro?

– Más de un millón al mes…

– Esto… Espere, Yvonne, ¿en qué me está hablando? Ahora contamos en euros…

– Huy, en euros… Yo te hablo como tengo costumbre de hablar, y para una buena residencia, hay que poner más de un millón de los antiguos francos al mes…

– …

– ¿Franck?

– Eso… Eso es lo que yo gano…

– Tienes que ir al ministerio a solicitar una ayuda, ver a cuánto asciende la jubilación de tu abuelo, y luego apuntarte en la APA en el Consejo General…

– ¿Qué es la apa?

– Es una ayuda para las personas dependientes o minusválidas.

– Pero… mi abuela no es minusválida de verdad, ¿no?

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