Anna Gavalda - Juntos, Nada Más

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Camille Fauque tiene 26 años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer: apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto.
Cuatro supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a conocerse para lograr el milagro de la convivencia.
Juntos, nada más es una historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su inconmensurable humanidad.

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– Arca de Noé.

– ¿Cómo?

– No, nada. ¿Qué le debo?

24

– Camille, ¿está usted durmiendo?

– No.

– Mire, tengo una sorpresa para usted…

Abrió la puerta y entró empujando su chimenea sintética.

– He pensado que le haría ilusión…

– Huy… Es usted muy amable, pero no me voy a quedar aquí, ¿sabe…? Mañana me subo a mi casa…

– No.

– No, ¿qué?

– Subirá usted cuando también suba el barómetro, mientras tanto se quedará aquí para descansar, lo ha dicho el médico. Y le ha dado diez días de baja…

– ¿Tantos?

– Pues sí…

– Tengo que mandarla…

– ¿Cómo?

– La baja…

– Voy a buscarle un sobre.

– No, pero… No puedo quedarme tanto tiempo, no… No quiero.

– ¿Prefiere ir al hospital?

– No bromee con eso…

– No estoy bromeando, Camille.

Camille se echó a llorar.

– No les dejará que me lleven al hospital, ¿verdad?

– ¿Se acuerda de la guerra de la Vendée?

– Pues… No mucho, no…

– Ya le prestaré unos cuantos libros… Mientras tanto recuerde que está en casa de los Marquet de la Durbellière, ¡y que aquí no les tenemos miedo a los Bleus !

– ¿Los Bleus ?

– La República. Quieren meterla en un hospital público, ¿no es así?

– Seguramente…

– Entonces no tiene usted nada que temer. ¡Echaré aceite hirviendo a los camilleros por el hueco de la escalera!

– Está usted totalmente chalado…

– ¿No lo estamos todos un poco? ¿Por qué se ha rapado usted la cabeza, vamos a ver?

– Porque ya no tenía fuerzas para lavarme el pelo en el pasillo…

– ¿Se acuerda de lo que le dije sobre Diana de Poitiers?

– Sí.

– Pues bien, acabo de encontrar algo en mi biblioteca, espere…

Volvió con un libro de bolsillo deteriorado, se sentó en el borde de la cama y carraspeó.

Toda la Corte -salvo la señora d'Étampes, por supuesto (más tarde le diré por qué) - convenía en que era adorablemente hermosa. Se imitaban sus andares, sus gestos, sus peinados. De hecho, sirvió para establecer los cánones de belleza, los cuales todas las mujeres, durante cien años, buscaron ardientemente seguir:

Tres cosas blancas: la piel, los dientes, las manos.

Tres negras: los ojos, las cejas, los párpados.

Tres rojas: los labios, las mejillas, las uñas.

Tres largas: el cuerpo, el cabello, las manos.

Tres cortas: los dientes, las orejas, los pies.

Tres estrechas: la boca, la cintura, el empeine.

Tres gruesas: los brazos, los muslos, las pantorrillas.

Tres pequeñas: el pezón, la nariz, la cabeza.

Una bonita forma de expresarlo, ¿verdad?

– ¿Y cree usted que me parezco a ella?

– Sí, bueno, según ciertos criterios…

Estaba colorado como un tomate.

– No… no todos, por supuesto, pero ¿sa… sabe usted?, es una cuestión de estilo, de gra… gracia, de… de…

– ¿Es usted quien me ha desnudado?

Se le cayeron las gafas sobre el regazo y se puso a ta… tartamudear como nunca.

– Yo… yo… Sí, o sea… yo… yo… Muy ca… castamente, se lo pro… prometo, primero la ta… tapé con las sábanas, y…

Camille le tendió sus gafas.

– ¡Eh, no se ponga así! Era sólo por saberlo, nada más… Estoo… ¿estaba también el otro?

– ¿Q… quién?

– El cocinero…

– No. ¡Por supuesto que no!

– Ah, bueno, menos mal… Ayyy… Me duele tanto la cabeza…

– Voy a bajar a la farmacia… ¿Necesita algo más?

– No. Gracias.

– Muy bien. Ah, sí, tenía que decirle que… nosotros aquí no tenemos teléfono… pero si quiere avisar a alguien, Franck tiene un móvil en su habitación y…

– No hace falta, gracias. Yo también tengo uno… Sólo necesito el cargador, que lo tengo arriba…

– Si quiere puedo ir yo a buscarlo…

– No, no, puede esperar…

– Como usted quiera.

– ¿Philibert?

– ¿Sí?

– Gracias.

– Pero si no es nada…

Estaba ahí, de pie delante de ella, con su pantalón demasiado corto, su chaqueta demasiado ceñida y sus brazos demasiado largos.

– Es la primera vez en mucho tiempo que me cuidan de esta manera…

– Pero si no es nada…

– Sí, sí, de verdad… Quiero decir… sin esperar nada a cambio… Porque usted… no espera nada, ¿verdad?

Philibert estaba escandalizado:

– Pero, pero… ¿qué… qué se imagina usted?

Camille ya había vuelto a cerrar los ojos.

– No me imagino nada, se lo digo: no tengo nada que dar.

25

Camille ya no sabía ni qué día era. ¿Sábado? ¿Domingo? Hacía años que no dormía tanto.

Philibert acababa de asomarse para ofrecerle un plato de sopa.

– Me voy a levantar. Me voy a la cocina con usted…

– ¿Está usted segura?

– ¡Claro que sí, hombre! Ni que me fuera a romper…

– De acuerdo, pero no venga a la cocina, hace demasiado frío. Espéreme en el saloncito azul…

– ¿Cómo?

– Ahí va, es verdad… ¡Seré tonto! Ya no es verdaderamente azul, puesto que está vacío… La habitación que da al vestíbulo, ¿sabe a cuál me refiero?

– ¿La del sofá?

– Bueno, sofá tal vez sea demasiado decir… Franck lo encontró un día tirado en la acera y lo subió hasta aquí con uno de sus amigos… es feísimo, pero he de reconocer que es muy cómodo…

– Dígame, Philibert, ¿qué es este lugar exactamente? ¿Quién es el dueño? ¿Y por qué vive como si fuera una casa okupada?

– ¿Cómo?

– ¿Como si estuviera de cámping?

– Oh, desgraciadamente es una sórdida historia de herencia… Como las hay en todas partes… Incluso en las mejores familias, ¿sabe usted…?

Parecía sinceramente contrariado.

– Ésta es la casa de mi abuela materna, que falleció el año pasado, y mientras se solucionan los asuntos de la sucesión, mi padre me ha pedido que me instale aquí, para evitar que se convierta en una casa de… ¿Cómo lo ha llamado usted?

– ¿De okupas?

– ¡De okupas, eso! Pero no me refiero a esos jóvenes drogadictos con imperdibles en la nariz, no, hablo de personas mucho mejor vestidas, pero cuánto menos elegantes: nuestros primos hermanos…

– ¿Sus primos aspiran a heredar esta casa?

– ¡Y creo que hasta se han gastado ya el dinero que pensaban sacar de ella, los pobres! Un consejo de familia se reunió pues con un notario, y se me designó portero, conserje, y vigilante nocturno. Por supuesto, al principio hubo alguna que otra maniobra de intimidación… De hecho numerosos muebles se volatilizaron, como habrá podido constatar, y más de una vez he abierto la puerta a distintos ordenanzas, pero ya todo parece haberse normalizado… Este asunto tan engorroso ya sólo concierne al notario y a los abogados…

– ¿Cuánto tiempo estará usted aquí?

– No lo sé.

– ¿Y sus padres aceptan que hospede a desconocidos como el cocinero o yo?

– En lo que a usted respecta, no será necesario que se enteren, me imagino… Y en cuanto a Franck, fue casi un alivio para ellos… Saben lo torpe que soy… Pero bueno, están lejos de imaginarse cómo es este chico y… ¡Menos mal! ¡Creen que lo conocí a través de la parroquia!

Philibert se reía.

– ¿Les ha mentido?

– Digamos que me he mostrado algo… evasivo…

Camille había adelgazado tanto que se podía meter los faldones de la camisa por dentro del vaquero sin tener que desabrochárselo.

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