Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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—Ya lo sé —dijo ella, suspirando hondo—. Tú eres el que no sabe. Tú eres el que anda en la luna. ¿Vas entendiendo? Yo tampoco te mandé anónimos. Sólo una carta. Pero, apuesto que, ésa, la única auténtica, nunca te llegó.
Pasaron dos, tres, cinco segundos, sin hablar ni moverse. Aunque sólo se oía el ruido del mar, a don Rigoberto le parecía que la noche se había llenado de gatos enfurecidos y gatas en celo.
—¿No estás bromeando, no? —murmuró al fin, sabiendo muy bien que doña Lucrecia le había hablado muy en serio.
Ella no contestó. Permaneció tan quieta y silenciosa como él, otro buen rato. Qué poco había durado, que cortísima esa abrumadora felicidad. Ahí estaba, de nuevo, cruda y dura, Rigoberto, la vida real.
—Si se te ha quitado el sueño, como a mí–propuso, por fin—, quizá, como otros cuentan ovejas para poder dormirse, podríamos tratar de aclararlo. Mejor ahora, de una vez. Si te parece, si quieres. Porque, si prefieres que nos olvidemos, nos olvidamos. No hablaremos más de esos anónimos.
—Sabes de sobra que nunca podremos olvidarnos de ellos, Rigoberto —afirmó su esposa, con un dejo de cansancio—. Hagamos de una vez lo que tu y yo sabemos muy bien que acabaremos haciendo de todas maneras.
—Vamos, pues —dijo él, incorporándose—. Vamos a leerlos.
Había enfriado y, antes de pasar al estudio, se pusieron las batas. Doña Lucrecia llevó consigo el termo con la limonada caliente para el supuesto resfrío de su marido.
Antes de mostrarse las cartas respectivas, tomaron traguitos de limonada tibia, del mismo vaso. Don Rigoberto tenía guardados sus anónimos en el último de sus cuadernos, aún con páginas sin anotaciones ni pegotes; doña Lucrecia, los suyos, en ua cartera de mano, atados con una cintita morada. Comprobaron que los sobres eran idénticos y también el papel; unos sobres y papeles de esos que se venden por cuatro reales en las bodeguitas de los chinos. Pero, la letra era distinta. Y, por supuesto, la carta de doña Lucrecia, la única verdadera, no estaba entre las otras.
—Es mi letra —murmuró don Rigoberto, superando lo que él creía era el límite de su capacidad de asombro y asombrándose todavía un poquito más. Había revisado la primera carta con mucho cuidado, casi sin atender a lo que decía, concentrándose sólo en la caligrafía—. Bueno, es verdad, mi letra es lo más convencional que existe. Cualquiera puede imitarla.
—Sobre todo, un jovencito aficionado a la pintura, un niño–artista —concluyó doña Lucrecia, blandiendo los anónimos supuestamente escritos por ella, que acababa de hojear—. Ésta, en cambio, no es mi letra. Por eso no te entregó la única carta que te escribí. Para que no la compararas con éstas y descubrieras el fraude.
—Se parece algo —la corrigió don Rigoberto; había cogido una lupa y la examinaba, como un filatelista un sello raro—. Es, en todo caso, una letra redonda, muy dibujada. Una letra de mujer que estudió en un colegio de monjas, probablemente el Sophianum.
—¿Y tú, no conocías mi letra?
—No, no la conocía —admitió él. Era la tercera sorpresa, en esta noche de grandes sorpresas—. Ahora me doy cuenta que no. Que yo recuerde, nunca antes me escribiste una carta.
—Éstas, tampoco te las escribí yo.
Luego, durante una buena media hora, estuvieron en silencio, leyendo sus respectivas cartas, o, mejor dicho, cada uno, la otra mitad desconocida de esa correspondencia. Se habían sentado juntos, en el gran sofá de cuero, con cojines, bajo esa alta lámpara de pie cuya mampara tenía dibujos de una tribu australiana. La amplia redondela de luz los alcanzaba a ambos. A ratos, bebían traguitos de limonada tibia. A ratos, a uno de ellos se le escapaba una risita, pero, el otro, no se volvía a preguntarle nada: a ratos, a uno se le alteraba la expresión, debido al pasmo, la cólera o a una debilidad sentimental, ternura, indulgencia, vaga tristeza. Acabaron la lectura al mismo tiempo. Se miraban de soslayo, exhaustos, perplejos, indecisos. ¿Por dónde comenzar?
—Se ha metido aquí —dijo, por fin, don Rigoberto, señalando su escritorio, sus estantes—. Ha buscado, leído, mis cosas. Lo más sagrado, lo más sereto que tengo, estos cuadernos. Que ni siquiera conoces. Mis supuestas cartas a ti, en realidad, son mías. Aunque, no las escribiera yo. Porque, estoy seguro, todas las frases, las ha transcrito de mis cuadernos. Haciendo una ensalada rusa. Mezclando pensamientos, citas, bromas, juegos, reflexiones propias y ajenas.
—Por eso, esos juegos, esas órdenes me parecieron de ti —dijo doña Lucrecia—. En cambio, estas cartas, no sé cómo pudieron parecerte mías.
—Estaba loco por saber de ti, por recibir juna señal de ti —se excusó don Rigoberto—. Los náufragos se agarran de lo que se les pone delante sin hacer ascos.
—Pero ¿esas huachaferías? ¿Esas cursilerías? No parecen de Corín Tellado, más bien?
—Son de Corín Tellado, algunas —dijo don Rigoberto, recordando, asociando—. Hace unas semas comenzaron a aparecer sus novelitas, por la casa. Creí que eran de la muchacha, de la cocinera, ahora sé de quién eran y para qué servían.
—A ese chiquito yo lo mato —exclamó doña Lucrecia—. ¡Corín Tellado! Te juro que lo mato.
—¿Te ríes? —se maravilló él—. ¿Te parece a gracia? ¿Debemos festejarlo, premiarlo?
Ella se rió ahora de verdad, más largo, con más franqueza que antes.
—La verdad, no sé qué me parece, Rigoberto. Seguramente no es para reírse. ¿Es para llorar? ¿Para enojarse? Bueno, enojémonos, si es lo que hay que hacer. ¿Eso harás mañana, con él? ¿Reñirlo? ¿Castigarlo?
Don Rigoberto se encogió de hombros. Tenía ganas de reírse, también. Y se sentía estúpido.
—Nunca lo he castigado y menos pegado, no sabría cómo hacerlo —confesó, con algo de vergüenza—. Por eso habrá salido como es. La verdad, no sé qué hacer con él. Tengo la sospecha de que, haga lo que haga, siempre ganará.
—Bueno, en este caso, también hemos ganado algo nosotros —Doña Lucrecia se dejó ir contra su marido, que le pasó el brazo por los hombros—. ¿Nos amistamos, no? Tú, nunca te hubieras atrevido a llamarme por teléfono, a invitarme a tomar té a la Tiendecita Blanca, sin esos anónimos previos. ¿No es cierto? Y, yo, no hubiera ido a la cita sin esos anónimos, tampoco. Seguramente, no. Ellos prepararon el camino. No podemos quejarnos; nos ayudó, nos amistó. Porque, no te arrepientes de que nos hayamos amistado ¿no, Rigoberto?
Él terminó por reírse, también. Frotó su nariz contra la cabeza de su mujer, sintiendo que sus cabellos le hacían cosquillas en los ojos.
—No, de eso no me voy a arrepentir nunca —dijo—. Bueno, después de tantas emociones, nos hemos ganado el derecho al sueño. Todo esto está muy bien, pero mañana tengo que ir a la oficina, esposa.
Regresaron al dormitorio a oscuras, tomados de la mano. Ella, todavía se atrevió a hacer una broma:
—¿Llevaremos a Fonchito a Viena, en diciembre?
¿Era, en verdad, una broma? Don Rigoberto alejó de inmediato el mal pensamiento, proclamando en voz alta:
—A pesar de todo, formamos una familia feliz ¿no, Lucrecia?
Londres, 19 de octubre de 1996
Este libro
se terminó de imprimir
en abril de 1997
en los Talleres Gráficos
de Mateu Cromo, S. A.
Pinto, Madrid (España)
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