Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—Ya estoy desnuda, papito —dijo la mulata Estrella—. Deja que te coja las orejas y la nariz, de una vez. No te hagas de rogar. No me hagas sufrir, no seas castigador. ¿No ves que me muero de ganas? Dame ese gusto, amorcito, y te haré feliz.

Tenía un cuerpo lleno y abundante, bien formado, aunque algo blando en el vientre, unos pechos espléndidos apenas caídos y, en las caderas, rollitos renacentistas. Ni siquiera parecía percatarse de que Rosaura–Lucrecia, quien acababa de desnudarse también y se había tumbado en la cama, no era un hombre sino una bella mujer de delineados contornos. La mulata sólo tenía ojos para él, o más bien, para sus orejas y su nariz, que, ahora —don Rigoberto se había sentado a la orilla de la cama para facilitarle la operación— acariciaba con avidez, con furia. Sus dedos ardientes sobaban, apretaban y pellizcaban con desesperación, sus orejas primero, luego su nariz. El cerró los ojos, angustiado, porque adivinó que muy pronto esos dedos en su nariz le provocarían uno de esos accesos de alergia que no se detenían antes de —lujuriosa cifra— sesentainueve estornudos. Aquella aventura mexicana, inspirada en Calderón de la Barca, terminaría en una grotesca sesión de desafuero nasal.

Sí, ahí estaba —don Rigoberto acercó el cuaderno a la luz de la lamparilla: una paginita de citas y anotaciones, hechas a medida que iba leyendo, bajo el título: La vida es sueño ( 1638).

Las dos primeras citas, sacadas de parlamentos de Segismundo, le hicieron el efecto de dos latigazos: «Nada me parece justo / en siendo contra mi gusto». Y la otra:

«Y sé que soy / un compuesto de hombre y fiera». ¿Había una relación de causa–efecto entre las dos citas que había transcrito aquella vez? ¿Era un compuesto de hombre y fiera porque nada que fuera contra su gusto le parecía justo? Tal vez. Pero, cuando leyó aquella obra, luego de aquel viaje, no era el hombre viejo, cansado, solitario y abatido que buscaba desesperadamente refugio en las fantasías para no volverse loco o suicidarse en que se había convertido; era un cincuentón feliz, pictórico de vida, que en los brazos de su segunda y flamante mujer, estaba descubriendo que la dicha existía, que era posible construir, junto a la amada, una ciudadela singular, amurallada contra la estupidez, la fealdad, la mediocridad y la rutina de aquella donde pasaba el resto del día. ¿Por qué había sentido la necesidad de tomar esas notas leyendo una obra, que, en ese entonces, no incidía para nada en su situación personal? ¿O, acaso sí?

—Yo, con un hombre armado de unas orejas y una nariz así, perdería la cabeza y me convertiría en su esclava —exclamó la mulata, dándose un respiro—. Le daría gusto en todos sus caprichos. Barrería el suelo con mi lengua, para él.

Estaba sentada sobre sus talones y tenía la cara congestionada, sudorosa, como si la hubiera tenido inclinada sobre una sopa en ebullición. Toda ella parecía vibrar. Hablaba pasándose golosamente la lengua por esos labios húmedos con los que acababa de besuquear, mordisquear y lamer interminablemente los órganos auditivos y olfativos de don Rigoberto. Éste, aprovechando ese respiro, tomó aire y sacando su pañuelo se secó las orejas. Luego, haciendo mucho ruido, se sonó.

—Este hombre es mío y sólo te lo presto por esta noche —dijo Rosaura–Lucrecia, con firmeza.

—Pero ¿tú eres el propietario de estas maravillas? —preguntó Estrella, sin dar la más mínima importancia al diálogo. Sus manos se apoderaron de la cara ya alarmada de don Rigoberto y su gruesa boca avanzó de nuevo, resuelta, hacia sus presas.

—¿Ni siquiera te has dado cuenta? No soy hombre, soy una mujer —protestó, exasperada, Rosaura–Lucrecia—. Al menos, mírame.

Pero la mulata, con un ligero movimiento de hombros, la desdeñó y prosiguió enardecida su tarea. Tenía dentro de su gran bocaza caliente la oreja izquierda de don Rigoberto y éste, incapaz de contenerse, lanzó una carcajada histérica. Estaba muy nervioso, en verdad. Presentía que, en cualquier momento, Estrella pasaría del amor al odio y le arrancaría la oreja de un mordisco. «Desorejado, Lucrecia ya no me querrá», se entristeció. Lanzó un suspiro profundo, cavernoso, tétrico, parecido a aquellos que, en su torre secreta, barbón y encadenado, lanzaba el príncipe Segismundo mientras inquiría a los cielos, a gritos destemplados, qué delito había cometido contra vosotros naciendo.

«Esa pregunta es estúpida», se dijo don Rigoberto. Siempre había despreciado el deporte sudamericano de la autocompasión y, desde ese punto de vista, ese príncipe lloriqueador de Calderón de la Barca (un jesuita, por lo demás) que se presentaba al público gimiendo «Ay mísero de mí, ay infelice» no tenía nada para atraerlo ni para que se identificara con él. ¿Por qué, entonces, en su sueño, sus fantasmas habían estructurado esa historia prestándose los nombres de Rosaura y de Estrella y el disfraz masculino de aquel personaje de La vida es sueño? Tal vez, porque su vida se había vuelto puro sueño desde la partida de Lucrecia. ¿Acaso vivía esas sombrías, opacas horas que pasaba en la oficina discutiendo balances, pólizas, reaseguros, juicios, inversiones? El único rincón de vida se lo deparaba la noche, cuando se adormilaba y en su conciencia se abría la puerta de los sueños, como debía de ocurrirle en su desolada torre de piedra, en ese bosque extraviado, a Segismundo. Él también había encontrado allá que la vida verdadera, la rica, la espléndida vida que se plegaba y hacía a sus caprichos, era la vida de a mentiras, la que su mente y sus deseos secretaban —despierto o dormido—, para sacarlo de su celda y escapar a la asfixiante monotonía de su encierro. Después de todo, no era gratuito el inesperado sueño: había un parentesco, una afinidad entre los dos miserables soñadores.

Don Rigoberto recordó un chiste en diminutivos que, de puro estúpido, los había hecho reírse como un par de chiquillos a él y a Lucrecia: «Un elefantito se acercó a beber agua a la orilla de un laguito y un cocodrilito lo mordió y le arrancó la trompita. Lloriqueando, el elefantito ñatito protestaba: «Chistocito de mierdita».

—Suéltame la nariz y te daré lo que quieras —imploró, aterrado, con voz gangosa, cantinflesca, porque los dientecillos carniceros de Estrella le obturaban la respiración—. La plata que quieras. ¡Suéltame, por favor!

—Calla, me estoy corriendo —balbuceó la mulata, soltando un segundo y volviendo a capturar la nariz de don Rigoberto con su doble hilera de dientes carniceros.

Hipogrifo violento, ella sí que corría pareja con el viento, estremeciéndose toda, mientras don Rigoberto, hundido en el pánico, veía por el rabillo del ojo que Rosaura–Lucrecia, afligida, desconcertada, incorporada a medias en la cama, había cogido a la mulata de la cintura y trataba de apartarla, con suavidad, sin forcejeos, seguramente temiendo que si la jaloneaba, Estrella, en represalias, se llevara entre sus dientes la nariz de su esposo. Así estuvieron un buen rato, dóciles, enganchados, mientras la mulata se encabritaba y gemía, lengüeteando con desenfreno el adminículo nasal de don Rigoberto y éste, entre brumas ansiosas, recordaba el monstruo de Bacon, Cabeza de hombre, óleo estremecedor que durante mucho tiempo lo había obsesionado, ahora sabía por qué: así lo iban a dejar las fauces de Estrella, luego del mordisco. No era su faz mutilada lo que lo espantaba, sino una pregunta: ¿seguiría queriendo Lucrecia a un marido desorejado y desnarigado? ¿Lo abandonaría?

Don Rigoberto leyó en su cuaderno este fragmento:

¿quépudo ser esto que a mi fantasía sucedió mientras dormía que aquí me he llegado a ver?

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