Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Mencioné antes la palabra parásito y usted se habrá preguntado si tengo yo derecho, siendo un abogado que, aplicando desde hace veinticinco años la ciencia jurídica —el más nutritivo alimento de la burocracia y la primera engendradora de burócratas— a la especialidad de los seguros, a usarla despectivamente contra nadie. Sí, lo tengo, pero sólo porque también me la aplico a mí mismo, a mi mitad burocrática. En efecto, y para colmo de males, el parasitismo legal fue mi primera especialización, la llave que me abrió las puertas de la compañía La Perricholi —sí, ése es el ridículo nombre que la acriolla— y me consiguió las primeras promociones. ¿Cómo no iba a ser el más ingenioso enredador o desenredador de argumentos jurídicos quien descubrió desde su primera clase de derecho, que la llamada legalidad es, en gran medida, una intrincada selva donde los técnicos en enredos, intrigas, formalismos, casuismos, harán siempre su agosto? Que esa profesión no tiene nada que ver con la verdad y la justicia sino, exclusivamente, con la fabricación de apariencias incontrovertibles, con sofismas y embrollos imposibles de desenmadejar. Es verdad, se trata de una actividad esencialmente parasitaria, que he llevado a cabo con la eficiencia debida para ascender hasta la cima, pero, sin engañarme jamás, consciente de ser un forúnculo que se nutre de la indefensión, vulnerabilidad e impotencia de los demás. A diferencia de usted, yo no pretendo ser un «pilar de la sociedad» (inútil remitirlo al cuadro de Georges Grosz de ese título: usted no conoce a este pintor, o, peor todavía, sólo lo conoce por los espléndidos culos expresionistas que pintó y no por sus letales caricaturas de los colegas de usted en la Alemania de Weimar): sé lo que soy y lo que hago y desprecio esa parte de mí mismo tanto o más que lo que desprecio en usted. Mi éxito como legalista ha derivado de esa comprobación —que el derecho es una técnica amoral que sirve al cínico que mejor la domina— y de mi descubrimiento, también precoz, de que en nuestro país (¿en todos los países?) el sistema legal es una telaraña de contradicciones en la que a cada ley o disposición con fuerza de ley se puede oponer otra u otras que la rectifican y anulan. Por eso, todos estamos aquí siempre vulnerando alguna ley y delinquiendo de algún modo contra el orden (en realidad, el caos) legal. Gracias a ese dédalo usted se subdivide, multiplica, reproduce y reengendra, vertiginosamente. Y, gracias a ello, vivimos los abogados y algunos — mea culpa — prosperamos.

Ahora bien, pese a que mi vida ha sido un suplicio de Tántalo, una lucha diaria y moral entre el lastre burocrático de mi existencia y los ángeles y demonios secretos de mi ser, usted no me ha vencido. Siempre conseguí mantener ante lo que hacía de lunes a viernes y de ocho a seis de la tarde, la ironía suficiente para despreciar ese quehacer y despreciarme por hacerlo, de modo que las horas restantes pudieran desagraviarme y redimirme, compensarme y humanizarme (lo que, en mi caso, siempre quiere decir separarme del hato o la manada). Imagino la comezón que lo recorre, esa curiosidad biliosa con que se pregunta: «¿Y qué es lo que hace en esas noches que lo inmuniza contra mí, que lo salva de ser lo que yo soy?». ¿Quiere saberlo? Ahora que estoy solo — separado de mi mujer, quiero decir— leo, contemplo mis grabados, reviso y alimento mis cuadernos con cartas como ésta, pero, sobre todo, fantaseo, sueño, construyo una realidad mejor, depurada de todas las escorias y excrecencias —usted y su baba— que hacen a la existente tan siniestra y sórdida como para inducirnos a desear una distinta. (Hablo en plural y me arrepiento; no se repetirá.) En esa otra realidad, usted no existe. Existen sólo la mujer que amo y amaré siempre —la ausente Lucrecia— mi hijo Alfonso y algunos movibles y transitorios figurantes que aparecen como fuegos fatuos, el tiempo de serme útiles. Sólo cuando estoy en ese mundo, en esa compañía, existo, pues gozo y soy feliz.

Ahora bien, esas briznas de felicidad no serán posibles sin la inmensa frustración, el árido aburrimiento y la agobiadora rutina de mi vida real. En otras palabras, sin una vida deshumanizada por usted y lo que usted teje y desteje contra mí desde todos los engranajes del poder que detenta. ¿Entiende, ahora, por qué lo llamé al principio un mal necesario? Usted se creía, señor del estereotipo y el lugar común, que lo califiqué así porque pensaba que una sociedad debe funcionar, disponer de un orden, una legalidad, unos servicios, una autoridad, para no naufragar en la behetría. Y se creía que ese regulador, ese nudo gordiano, ese mecanismo salvador y organizador del hormiguero, era usted, el necesario. No, horrible amigo. Sin usted, la sociedad funcionaría bastante mejor de como funciona ahora. Pero, sin usted aquí, emputeciendo, envenenando y recortando la libertad humana, ésta no sería tan apreciada por mí, ni volaría tan alto mi imaginación, ni mis deseos serían tan pujantes, pues todo eso nace como rebeldía contra usted, como la reacción de un ser libre y sensible contra quien es la negación de la sensibilidad y el libre albedrío. De modo que, fíjese por dónde, a través de qué vericuetos, resulta que, sin usted, yo sería menos libre y sensible, mis deseos más pedestres y mi vida más hueca.

Ya sé que tampoco lo entenderá, pero, qué importa, si sobre esta carta jamás se posarán sus abotargados ojos de batracio.

Lo maldigo y le doy las gracias, burócrata.

EL SUEÑO ES VIDA

Bañada en sudor, sin salir del todo aún de esa delgada frontera en que el sueño y la vigilia se mezclaban, don Rigoberto siguió viendo a Rosaura, vestida con saco y corbata, cumplir sus instrucciones: se acercó a la barra y se inclinó sobre las espaldas desnudas de la llamativa mulata que le había estado haciendo avances desde que los vio entrar a esa boíte de enganche.

¿Estaban en la ciudad de México, no es cierto? Sí, luego de una semana en Acapulco, haciendo una escala en su regreso a Lima, al término de esas cortas vacaciones. Don Rigoberto había tenido el capricho de disfrazar a doña Lucrecia de varón e ir con ella así vestida a un cabaret de fulanas. Rosaura–Lucrecia cuchicheó algo con ella entre sonrisas —don Rigoberto vio cómo apretaba con autoridad el brazo desnudo de la mulata, que la miraba con unos ojos despercudidos y aviesos— y finalmente la sacó a bailar. Tocaban un mambo de Pérez Prado, por supuesto — El ruletero —, y en la estrecha pista de baile, humosa, atestada y cuyas sombras violentaba por rachas un reflector de colorines, don Rigoberto aprobó: Rosaura–Lucrecia interpretaba su papel bastante bien. No parecía una advenediza en esas ropas de varón, ni distinta con ese corte de pelo a lo garçón, ni incómoda llevando a su pareja los ratos que, cansadas de hacer figuras, se enlazaban. En estado crecientemente febril, don Rigoberto, lleno de admiración y gratitud hacia su mujer, tenía que desafiar la tortícolis para no perderlas de vista entre tantas cabezas y hombros adventicios. Cuando la desafinada —pero miedosa— orquestita pasó del mambo al bolero — Dos almas, que le recordó a Leo Marini— sintió que los dioses estaban con él. Interpretando su secreto deseo, vio que Rosaura estrechaba de inmediato a la mulata pasándole los dos brazos por la cintura y obligándola a pasarle los suyos sobre los hombros. Aunque en la media luz no podía llegar a esas precisiones, estuvo seguro de que su mujercita adorada, el falso varón, había comenzado a besar y mordisquear despacito el cuello de la mulata, contra cuyo vientre y tetas se frotaba como un verdadero caballero espoleado por la excitación.

Estaba despierto ya, sin la menor duda, pero, a pesar de tener todos sus sentidos alertas, la mulata y Lucrecia–Rosaura estaban todavía allí, apretadas en medio de esa nocturna humanidad prostibularia, en ese local estridente y truculento de mujeres pintarrajeadas como pericas, ancas tropicales y una clientela masculina de tipos con bigotes lacios, mofletudos, de miradas marihuanas ¿preparados para sacar las pistolas y entrematarse al menor descuido? «Por esta excursión a los bajos fondos de la noche mexicana, Rosaura y yo podemos perder la vida», pensó, con un escalofrío feliz. Y anticipó los titulares de la abyecta prensa: «Doble asesinato: hombre de negocios y esposa trasvestista degollados en casa de citas mexicana», «El anzuelo fue una mulata», «El vicio los perdió», «Degollada en bajos fondos de México pareja de la sociedad limeña», «Lacra blanca: pagan en sangre sus excesos». Regurgitó una risita como un eructo: «Si nos han matado, qué le importará el escándalo a nuestros gusanos».

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