Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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—¿Por qué crees que me quedé pasmada, si no? Ése mismo.
—Ya sé que me le parezco —le explicó el muchacho, en el mismo tono serio, funcional y deshumanizado en que se había dirigido a ella desde el primer momento—. ¿Es eso lo que te tiene tan desconcertada? Bueno, me le parezco. ¿Y qué? ¿O crees que soy Egon Schiele resucitado? ¿No serás tan tonta, no?
—Es que, me ha dejado muda el parecido —reconoció doña Lucrecia, examinándolo—. No es sólo la cara. También, el cuerpecito largo, raquítico. Las manos, tan grandes. Y la manera como juegas con tus dedos, ocultando el pulgar. Igualito, idéntico a todas las fotografías de Egon Schiele. ¿Cómo es posible?
—No perdamos tiempo —dijo el muchacho, con frialdad y un ademán de fastidio—. Quítate esa peluca asquerosa y esos horribles aretes y collares. Te espero en el dormitorio. Ven desnuda.
Su cara tenía algo desafiante y vulnerable. Parecía, pensó doña Lucrecia, un muchachito malcriado y genial, al que, con todas sus travesuras y desplantes, audacias y temeridades, le hacía mucha falta su mamá. ¿Estaba pensando en Egon Schiele o en Fonchito? Doña Lucrecia estuvo totalmente segura de que el muchacho prefiguraba lo que sería el hijo de Rigoberto dentro de unos años.
«A partir de este momento, comienza lo más difícil», se dijo. Tenía la certeza de que el muchacho parecido a Fonchito y a Egon Schiele había echado doble llave a la puerta y que, aunque lo quisiera, no podría escapar ya de la suite. Tendría que permanecer allí el resto de la noche. Junto con el miedo que se había apoderado de ella, la devoraba la curiosidad, y hasta un amago de excitación. Entregarse a ese esbelto joven de expresión fría y algo cruel sería como hacer el amor con un Fonchito–joven–casi–hombre, o con un Rigoberto rejuvenecido y embellecido, un Rigoberto–joven–casi–niño. La ocurrencia la hizo sonreír. El espejo del cuarto de baño le mostró su expresión relajada, casi alegre. Le costaba trabajo quitarse la ropa. Sentía las manos agarrotadas, como si las hubiera tenido expuestas a la nieve. Sin la absurda peluca, libre de la minifalda que la cinchaba, respiró. Conservó el calzoncito y el mínimo sostén de encaje negro, y, antes de salir, se soltó y arregló los cabellos —los había sujetado con una redecilla—, deteniéndose un instante en la puerta. Otra vez, el pánico. «Puede que no salga viva de aquí.» Pero, ni siquiera ese temor hizo que se arrepintiera de haber venido y de estar interpretando esta truculenta farsa para dar gusto a Rigoberto (¿o a Fonchito?). Al salir a la salita, comprobó que el muchacho había apagado todas las luces de la habitación, salvo una lamparita, de un alejado rincón. Por el enorme ventanal, parpadeaban allá abajo miles de luciérnagas de un cielo invertido. Lima parecía disfrazada de gran ciudad; la oscuridad borraba sus harapos, su mugre y hasta su mal olor. Una música suave, de harpas, trinos, violines, bañaba la penumbra. Mientras avanzaba hacia la puerta que el muchacho le había señalado, siempre aprensiva, sintió una nueva ola de excitación, enderezándole los pezones («Lo que le gusta tanto a Rigoberto»). Se deslizaba silenciosamente por la moqueta. Tocó la puerta con los nudillos. Estaba junta y se abrió, sin un chirrido.
—¿Y estaban ahí, los de antes? —exclamó Justiniana, todavía más incrédula— Cómo va a ser, pues. ¿Los dos de antes? ¿Adelita, la hija de la señora Esther?
—Y el tipo de los caballos, el narco o lo que fuera —confirmó doña Lucrecia—. Sí, ahí. Los dos. En la cama.
—Y, por supuesto, calatos —lanzó una risitada Justiniana, llevándose una mano a la boca y revolviendo los ojos con descaro—. Esperándola, señora.
La habitación parecía más grande de lo habitual en un hotel, incluso en una suite de lujo, pero doña Lucrecia no pudo darse cuenta exacta de sus dimensiones, porque sólo estaba encendida la lamparita de uno de los veladores y la luz circular, enrojecida por la gran pantalla color alacrán, sólo alumbraba con total claridad a la pareja tendida y entreverada sobre la bituminosa colcha, con manchas color lúcuma oscuro, que cubría la cama de dos plazas. El resto de la habitación se hallaba en penumbra.
—Pasa, amorcito —le dio la bienvenida el hombre, agitando una mano, sin cesar de besuquear a Adelita, sobre la que estaba semimontado—. Tómate un trago. Sobre la mesa, hay champagne. Y, coquita, en esa tabaquera de plata.
La sorpresa de encontrar allí a Adelita y al hombre de los caballos, no la hizo olvidar al delgado joven de boca cruel. ¿Había desaparecido? ¿Espiaba, desde la sombra?
—Hola, prima —la cara traviesa de Adelita surgió por sobre el hombro del tipo—. Qué bueno que te zafaras de tu cita. Apúrate, ven. ¿No tienes frío? Aquí esta calientito.
Se le quitó el miedo por completo. Fue hasta la mesa y se sirvió una copa de champagne de una botella metida en un balde de hielo. ¿Y si se pegaba un jalón de coca, también? Mientras bebía, a sorbitos, en la penumbra, pensó: «Es magia o brujería. Milagro, no puede ser». El hombre era más gordo de lo que parecía vestido; su cuerpo, blancón y con lunares, tenía rollos en la barriga, unas nalgas lampiñas y unas piernas muy cortas, con matitas de vellos oscuros. Adelita, en cambio, era aún más delgada de lo que creyó; un cuerpo alargado, morenito, una cintura muy estrecha en la que resaltaban los huesitos de las caderas. Se dejaba besar y abrazar y abrazaba también al narco caballista, pero, aunque sus gestos simulaban entusiasmo, doña Lucrecia advirtió que ella no lo besaba y que, más bien, evitaba su boca.
—Ven, ven, ya casi no aguanto —rogó el hombre, de pronto, con vehemencia—. Mi capricho, mi capricho. ¡Ahora o nunca, muchachas!
Aunque la excitación de hacía un momento se le había eclipsado y sentía más bien algo de asco, luego de apurar la copa, doña Lucrecia le obedeció. Yendo hacia la cama, vio de nuevo por el ventanal, allá abajo, y también arriba, en los cerros donde comenzaba la lejana Cordillera, el archipiélago de luces. Se sentó en una esquina de la cama, sin miedo, pero confusa y cada momento más asqueada. Una mano la cogió del brazo, la atrajo y obligó a tenderse bajo un cuerpo pequeño y fofo. Se ablandó, se dejó hacer, anonadada, desmoralizada, decepcionada. Se repetía, como autómata: «No vas a llorar, Lucrecia, no vas a llorar». El hombre la abrazó a ella con su brazo izquierdo y a Adelita con el derecho y su cabeza pivota–ba de una a otra, besándolas en el cuello, en las orejas, y buscándoles la boca. Doña Lucrecia veía muy cerca la cara de Adelita, despeinada, congestionada, y, en sus ojos, un signo de complicidad, burlón y cínico, animándola. Los labios y dientes de él se apretaron contra los suyos, forzándola a abrir la boca. Su lengua entró en ella, como un áspid.
—A ti quiero empalarte —lo oyó implorar, mientras la mordisqueaba y acariciaba sus pechos—. Móntate, móntate. Rápido, que me voy.
Como vacilaba, Adelita la ayudó a subirse sobre él y se acuclilló también, pasando una de sus piernas sobre el hombre y acomodándose de modo que él tuviera su boca a la altura de su sexo depilado, en el que doña Lucrecia percibió apenas una línea ralita de vellosidad. En eso, se sintió corneada. ¿Había crecido tanto al entrar en ella esa cosita menuda, a medio atiesar, que segundos antes se frotaba contra sus piernas? Ahora, era un espolón, un ariete que la levantaba, perforaba y hería con fuerza cataclísmica.
—Bésense, bésense —gimoteaba el de los burros—. No las veo bien, maldita sea. ¡Nos faltó un espejo!
Mojada de sudor de los cabellos a los pies, atontada, adolorida, sin abrir los ojos, estiró los brazos y buscó la cara de Adelita, pero cuando encontró los labios delgaditos, la muchacha, aunque apretándolos contra los suyos, los mantuvo cerrados. No se abrieron cuando ella los presionó, con su lengua. Y, en eso, por entre sus pestañas y las gotitas de sudor que rodaban de su frente, vio al joven desaparecido de ojos acerados, allá arriba, cerca del techo, haciendo equilibrio en lo alto de una escalera. Semioculto por lo que parecía un biombo laqueado, con caligrafía chinesca, las orejitas medio paradas, sus ojos incendiados, la boquita cruel fruncida, la pintaba, los pintaba, furiosamente, con un largo carboncillo, en una cartulina blanquísima. En efecto, parecía un ave de presa, agazapado en lo alto de la escalera de tijeras, observandolos, midiéndolos, retocándolos con trazos largos, enérgicos, y esos ojillos feroces, vivísimos, que saltaban de la cartulina a la cama, de la cama a la cartulina, sin prestar atención a nada más, indiferentes a las luces de Lima desparramadas al pie de la ventana y a su propia verga, que se había abierto camino fuera del pantalón haciendo saltar los botones y se estiraba y crecía como un globo que llenan de aire. Ofidio volador, se balanceaba ahora sobre ella, contemplándola con su ojo de gran cíclope. No le sorprendió ni le importó. Cabalgaba, colmada, ebria, agradecida, embotellada, pensando, ora en Fonchito, ora en Rigoberto.
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