Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Era ésa una utopía? ¿Una utopía como las que también fantaseó el fetichista Restif de la Bretonne? Aunque, no, pues las de don Rigoberto, cuando, a veces, llevado por la dulzura inerte de la divagación, se abandonaba a ellas, eran utopías privadas, incapaces de entrometerse en el libre albedrío de los otros. Esas utopías ¿no eran acaso lícitas, muy distintas de las colectivas, enemigas acérrimas de la libertad, que acarreaban consigo, siempre, la semilla de un cataclismo?

Este había sido el lado flaco y peligroso de Nicolás Edmé, también; una enfermedad de época a la que sucumbió, como buena parte de sus contemporáneos. Porque, el apetito de utopías sociales, el gran legado del siglo de las luces, junto con nuevos horizontes y audaces reivindicaciones del derecho al placer, trajo los apocalipsis históricos. Don Rigoberto no recordaba nada de eso; sus cuadernos, sí. Ahí estaban los datos acusatorios y las fulminaciones implacables.

En el delicado gustador de piececillos y calzados femeninos que fue Restif—«Que Dios lo bendiga por ello, si existe»— había también un pensador peligroso, un mesiánico (un cretino, si se trataba de calificarlo con crueldad, o un iluso si era preferible perdonarle la vida), un reformador de instituciones, un redentor de deficiencias sociales, que, entre las montañas de papel que garabateó, dedicó unos cuantos montes y colinas a construir esas cárceles, las utopías públicas, para reglamentar la prostitución e imponer la felicidad a las putas (el horrendo empeño aparecía en un libro de tramposo y lindo título, Le Pornographe), perfeccionar el funcionamiento de los teatros y las costumbres de los actores (Le Mimographe), para organizar la vida de las mujeres, asignándoles obligaciones y fijándoles límites, de modo que hubiera armonía entre los sexos (el temerario engendro llevaba también un título que parecía augurar placeres — Les Gynographes — y en verdad proponía cepos y grillos para la libertad). Mucho más ambiciosa y amenazadora había sido, por supuesto, su pretensión de reglamentar —en verdad, sofocar— las conductas (L'Andrographe) del género humano y de introducir una legalidad intrusa y perforante, agresora de la intimidad, que hubiera puesto fin a la libre iniciativa y la libre disposición de sus deseos a los humanos: Le Thermographe. Frente a esos excesos intervencionistas, de Torquemada laico, se podía considerar una barrabasada infantil el haber llevado Restif su frenesí reglamentarista a proponer una reforma total de la ortografía (Glossographé). Él había reunido estas utopías en un libro que llamó Idées singulières (1769), y, sin duda, lo eran, pero en la acepción siniestra y criminosa de la noción de singularidad.

La sentencia estampada en el cuaderno era inapelable y don Rigoberto la aprobó: «No hay duda, si este diligente imprentero, documentalista y refinado amateur de terminales femeninos, hubiera llegado a tener poder político, hubiera hecho de Francia, acaso de Europa, un campo de concentración muy bien disciplinado, en el que una malla fina de prohibiciones y obligaciones habría volatilizado hasta la última pizca de libertad. Afortunadamente, fue demasiado egoísta para codiciar el poder, concentrado como estaba en la empresa de reconstruir en ficciones la realidad humana, recomponiéndola a su conveniencia, de manera que en ella, como en Le pied de Franchette, el valor supremo, la mayor aspiración del bípedo masculino, no fuera perpetrar acciones heroicas de conquista militar, ni alcanzar la santidad, ni descubrir los secretos de la materia y la vida, sino ese deleitable, delicioso, sabroso como la ambrosía que alimentaba a los dioses del Olympo, piececillo femenino». Como el que don Rigoberto había visto en el aviso de Time y que le había recordado los de Lucrecia, y que lo tenía aquí, sorprendido por las primeras luces de la mañana, enviando a su amada esta botella que lanzaría al mar, en su busca, sabiendo muy bien que no le llegaría, pues ¿cómo podría llegarle lo que no existía, lo que estaba forjado con el evanescente pincel de sus sueños?

Don Rigoberto terminaba de hacerse esa desesperada pregunta, con los ojos cerrados, cuando, al musitar sus labios el amoroso vocativo «¡Ah, Lucrecia!», su brazo izquierdo hizo caer al suelo uno de los cuadernos. Lo recogió y echó una ojeada a la página abierta con la caída. Dio un respingo: el azar tenía detalles maravillosos, como él y su mujer habían tenido ocasión de comprobar, a menudo, en sus devaneos. ¿Con qué se encontró? Con dos notas, de hacía muchos años. La primera, una olvidable mención de un grabadito finisecular anónimo en el que Mercurio ordenaba a la ninfa Calipso que liberase a Odiseo —de quien se había enamorado y al que mantenía prisionero en su isla— y lo dejara proseguir su viaje rumbo a Penélope. Y, la segunda, vaya maravilla, una apasionada reflexión sobre: «El delicado fetichismo de Johannes Vermeer, que, en Diana y sus compañeras, rinde plástico tributo a ese desdeñado miembro del cuerpo femenino, mostrando a una ninfa entregada a la amorosa tarea de lavar —acariciar, más bien— con una esponja, el pie de Diana, en tanto que otra ninfa, en dulce abandono, se acaricia el suyo. Todo es sutil y carnal, de una delicada sensualidad que disimula la perfección de las formas y la suavísima bruma que baña la escena, dotando a las figuras de esa calidad desrealizada y mágica que tienes tú, Lucrecia, cada noche en carne y hueso, y también tu fantasma, cuando visitas mis sueños». Qué cierto, qué actual, qué vigente.

¿Y si contestara sus anónimos? ¿Y si, de verdad, le escribiera? ¿Y si fuera a tocar su puerta, esta misma tarde, apenas cumplida la última vuelta a la noria de su servidumbre aseguradora y gerencial? ¿Y si, nada más verla, cayera de rodillas y se humillara para besar el suelo que ella pisa, pidiéndole perdón, llamándola, hasta hacerla reír, «Mi niñera querida», «Mi profesora neozelandesa», «Mi Franchette», «Mi Diana»? ¿Se reiría? ¿Se echaría en sus brazos y, ofreciéndole los labios, haciéndole sentir su cuerpo, le haría saber que todo quedaba atrás, que podían empezar de nuevo a construir, solos, su secreta utopía?

ESTOFADO DE TIGRE

Contigo tengo amores hawaianos en que bailas para mí el ukelele en noches de luna llena, con sonajas en las caderas y los tobillos, imitando a Dorothy Lamour.

Y amores aztecas, en que te sacrifico a unos dioses cobrizos y ávidos, serpentinos y emplumados, en lo alto de una pirámide de piedras herrumbrosas, en torno a la cual pulula la selva impenetrable.

Amores esquimales, en fríos iglús iluminados con antorchas de grasa de ballena, y noruegos, en que nos amamos enganchados sobre el esquí, despeñándonos a cien kilómetros por hora por las faldas de una montaña blanca erupcionada de tótems con inscripciones rúnicas.

Mi engreimiento de esta noche, amada, es modernista, carnicero y africano.

Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias negras y las ligas rojas, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul… , o una leona sudanesa.

Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más salvaje y provocativa.

Sentadito en mi silla, amarrado al espaldar, yo te estaré mirando y adorando, con mi servilismo acostumbrado.

Sin mover ni una pestaña, sin gritar me estaré, mientras me clavas tus zarpas en los ojos y tus blancos colmillos desgarran mi garganta y devoras mi carne y sacias tu sed con mi sangre enamorada.

Ahora estoy dentro de ti, ahora también soy tú, amada estofada de mí.

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