Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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«Sí, sí, amadísima Lucrecia.» No posaba, no mentía, no exageraba. Todo el día lo había sublevado la misma indignación de la mañana por la estulticia de ese juez, malogrado por el mecanicismo simétrico de ciertas doctrinas feministas. ¿Podía ser lo mismo que un hombre adulto violase a una niña impúber de diez años, crimen punible, que una señora de veinticuatro descubriese la dicha corporal y los milagros del sexo a un jovencito de diez, capaz ya de tímidos endurecimientos y escuetas transpiraciones seminales? Si en el primer caso la presunción de violencia del victimario contra la víctima era de rigor (aun si la niña tuviera suficiente uso de razón para dar su consentimiento, sería víctima de una agresión física contra su himen), en el segundo era simplemente inconcebible, pues si había habido cópula, sólo pudo haberla, de parte del niño, con aquiescencia y entusiasmo, sin los cuales el acto carnal no se habría consumado. Don Rigoberto cogió la pluma y escribió, enfebrecido de rabia: «Aunque odio las utopías y las sé cataclísmicas para la vida humana, acaricio, ahora, ésta: que todos los niños de la ciudad sean desvirgados al cumplir diez años por señoras casadas treintañeras, de preferencia tías, maestras y madrinas». Respiró, algo desahogado.
Todo el día lo atormentó la suerte de esa profesora de Wellington, y lo tuvo condoliéndose por el escarnio público a que se habría visto expuesta, las humillaciones y burlas que padecería, además de perder su trabajo y verse tratada por esa inmundicia cacográfica, electrónica y ahora digital, la prensa, los llamados medios, como corruptora de menores, como degenerada. No se mentía, no perpetraba una farsa masoquista. «No, Lucrecia querida, te juro que no.» En el curso del día y de la noche, la cara de esa profesora, encarnada en la de su ex–mujer, se le había aparecido muchas veces. Y, ahora, ahora, sentía la necesidad imperiosa de hacerle saber («de hacerte saber, amor mío») su arrepentimiento y su vergüenza. Por haber sido tan insensible, tan obtuso, tan inhumano y tan cruel como ese magistrado de Wellington, ciudad que sólo pisaría para cubrir de rosas rojas fragantes los pies de esa admirada y admirable profesora que pagaba su generosidad, su grandeza, encerrada entre filicidas, ladronas, estafadoras y carteristas (anglofilas y maoríes).
¿Cómo serían los pies de esa profesora neozelandesa? «Si echara mano a una fotografía suya no vacilaría en encenderle velas y quemarle incienso», pensó. Esperó y deseó que fueran tan bellos y delicados como los de doña Lucrecia y como el que vio, ese mediodía, en el satinado papel de una página de la revista Time, por sobre el hombro de un peatón, cuando lo detuvo un semáforo en la esquina de La Colmena, camino hacia el salón Miguel Grau, del Club Nacional, donde le había dado cita uno de esos imbéciles encorbatados que dan citas en el Club Nacional y de los cuales viven los imbéciles cuyo ganapán eran los seguros de bienes muebles e inmuebles, como él. Fue una visión de unos segundos, pero, tan iluminadora y rutilante, tan convulsiva y frontal, como debió ser, para aquella muchacha de la Galilea, la del alado Gabriel anunciándole la nueva que tantos desaguisados traerían a la humanidad.
Era un solo piececito de perfil, de talón semicircular y airoso empeine, levantado orgullosamente sobre una planta de contorno finísimo, que culminaba en unos deditos dibujados con primor, un pie femenino no afeado por callos, durezas, ampollas ni horrendos juanetes, en el que nada parecía desentonar ni limitar la perfección del todo y de la parte, un piececillo levantado y al parecer sorprendido por el alerta fotógrafo instantes antes de posarse sobre una mullida alfombra. ¿Por qué, asiático? Tal vez porque el aviso que engalanaba era de una compañía aérea de esa región del mundo — Singapure Airlines— o, acaso, porque, en su recortada experiencia, don Rigoberto creía poder afirmar que las mujeres del Asia tenían los pies más bonitos del planeta. Se conmovió, recordando las veces que, besándoselos, había llamado «patitas filipinas», «talones malayos», «empeines japoneses» a las deleitables extremidades de su amada.
El hecho es que todo el día, junto con su furor por la desventura de esa nueva amiga, la maestra de Wellington, el piececillo femenino del aviso de Time había perturbado su conciencia, y, más tarde, desasosegado su sueño, desenterrando, del fondo de su memoria, el recuerdo nada menos que de la Cenicienta, una historia que al serle contada, de niño, precisamente en el detalle del emblemático zapatito de la heroína, que sólo su menudo pie podía calzar, había despertado sus primeras fantasías eróticas («humedades con media erección, si debo dar precisiones técnicas», dijo en voz alta, en el primer rapto de buen humor de esa madrugada). ¿Alguna vez había comentado, con Lucrecia, su tesis de que la amable Cenicienta contribuyó, sin duda, más que toda la infecta caterva de pornografía antierótica del siglo veinte, a crear legiones de varones fetichistas? No lo recordaba. Una laguna en su relación matrimonial que debería subsanar, alguna vez. Su estado había mejorado bastante desde que se despertó, exasperado y añorante, muerto de cólera, de soledad, de pena. Desde hacía unos segundos, se autorizaba incluso —era su manera de no sucumbir a la desesperación de cada día— ciertas fantasías que tenían que ver, hoy, no con los ojos, ni los cabellos, ni los pechos ni muslos ni caderas de Lucrecia, sino exclusivamente con sus pies. Tenía ya a su lado —le había costado encontrarlo en los estantes en los que se hallaba refundido— aquella edición príncipe, en tres tomitos, de esa novela de Nicolás Edmé Restif de la Bretonne (de puño y letra había anotado en una ficha: 1734–1806), la única de las decenas de decenas que cacografió ese incontinente polígrafo: Le pied de Franchette ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (Paris, Humblot Quillau, 1769, 2 parties en 3 volumes, 160–148–192 págs.) Pensó: «Ahora, lo hojeo. Ahora, tú te asomas, Lucrecia, descalza o calzada, en cada capítulo, página, palabra».
Sólo una cosa había en ese escribidor inflacionario, Restif de la Bretonne, que mereciera su simpatía y lo hiciera asociarlo, en esta madrugada con garúa, a Lucrecia, en tanto que otras mil (bueno, quizás algo menos) lo hacían olvidable, transitivo y hasta antipático. ¿Alguna vez había hablado de él con ella? ¿Asomó alguna vez su nombre en sus nocturnas fiestas conyugales? Don Rigoberto no lo recordaba. «Pero, aunque sea tarde, carísima, te lo presento, te lo ofrezco y pongo a tus pies (nunca mejor dicho).» Nació y vivió en una época de grandes convulsiones, el dieciocho francés, pero era improbable que el buenazo de Nicolás Edmé se diera cuenta de que el mundo entero se deshacía y rehacía a su alrededor en razón de los vaivenes revolucionarios, obsesionado como estaba con su propia revolución, no la de la sociedad, la económica, la del régimen político —«las que, en general, tienen buena prensa»— sino la que le concernía personalmente: la del deseo carnal. Eso lo hacía simpático, eso lo llevó a comprar la edición príncipe de Le pied de Franchette, novela de truculentas coincidencias y cómicas iniquidades, absurdos enredos y estúpidos diálogos, que cualquier crítico literario estimable o lector de buen gusto encontraría execrable, pero que, para don Rigoberto, tenía el alto mérito de exaltar hasta extremos deicidas el derecho del ser humano de insurgir contra lo establecido en razón de sus deseos, de cambiar el mundo valiéndose de la fantasía, aunque fuera por el efímero período de una lectura o un sueño.
Leyó en voz alta lo que había anotado en el cuaderno sobre Restif, luego de leer Le pied de Franchette: «No creo que este provinciano, hijo de campesinos, autodidacta pese a pasar por un seminario jansenista, que se enseñó a sí mismo lenguas y doctrinas, todas mal, y que se ganó la vida como tipógrafo y fabricante de libros (en los dos sentidos de la expresión, pues los escribía y manufacturaba, aunque hacía lo segundo con más arte que lo primero) sospechara nunca la importancia trascendental que tendrían sus escritos (importancia simbólica y moral, no estética), cuando, entre sus exploraciones incesantes de los barrios obreros y artesanos de París, que lo fascinaban, o de la Francia aldeana y rural a la que documentó como sociólogo, robándole el tiempo a sus enredos amorosos —adúlteros, incestuosos o mercenarios, pero siempre ortodoxos, pues el homosexualismo le producía un espanto carmelita— los escribía a la carrera, guiándose, horror de horrores, por la inspiración, sin corregirlos, en una prosa que le salía frondosa y vulgar, acarreadora de todos los detritus de la lengua francesa, confusa, repetitiva, laberíntica, convencional, chata, horra de ideas, insensible y, en una palabra que la define mejor que ninguna otra: subdesarrollada».
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