Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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Pasó como una exhalación delante de Justiniana y Fonchito, arrebatada de indignación. Pero, antes de ir al tocador donde guardaba los anónimos, fue al cuarto de baño a echarse agua fría en la cara y frotarse las sienes con agua de colonia. No conseguía serenarse. Este mocoso, este mocoso. Jugando con ella, sí, el gatito con una gran ratona. Mandándole cartas atrevidas y rebuscadas para hacerle creer que eran de Rigoberto, alentando en ella la esperanza de una reconciliación. ¿Qué quería? ¿Qué intriga tramaba? ¿Por qué esa farsa? ¿Divertirse, divertirse disponiendo de sus emociones, de su vida? Era perverso, sádico. Gozaba ilusionándola y viéndola luego desmoronarse, desengañada.
Regresó a su dormitorio, sin calmarse del todo, y no tuvo que buscar mucho en el cajón del tocador para encontrar la carta. Era el séptimo anónimo. Ahí estaba la frase que la había puesto sobre aviso, más o menos como en su recuerdo: «…ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul… o una leona sudanesa. Quebrarás la cadera…», etcétera, etcétera. La tahitiana Moa en el dibujo de Schiele, ni más ni menos. El precoz enredador, el intrigantillo. Había tenido la desfachatez de hacerle todo un teatro con el espejo de Schiele y hasta mostrarle el cuadro que lo delató. No lamentaba haberle lanzado el libro, aunque le sacara sangre de la nariz. ¡Muy bien hecho! ¿No había destrozado su vida, ese pequeño demonio? Porque, no había sido ella la corruptora, aunque la diferencia de edad la condenara; había sido él, él, el corruptor. Con sus pocos añitos, con su carita de querubín, era un Mefistófeles, Luzbel en persona. Pero, esto se había acabado. Le haría tragar este anónimo, sí, y lo echaría de la casa. Que no volviera más, que no se entrometiera en su vida nunca más.
Pero, en la salita comedor sólo encontró a Justiniana. Cariacontecida, le mostró la servilleta con manchitas de sangre.
—Se fue llorando, señora. No por el golpe en la nariz. Sino porque, al aventárselo, le rompió usted el libro de ese pintor que le gusta tanto. Se ha quedado muy dolido, le digo.
—Vaya, ahora resulta que te da pena —La señora Lucrecia se dejó caer en el sillón, exhausta—. ¿No te das cuenta de lo que me hizo? Esos anónimos me los mandó él, él.
—Me ha jurado que no, señora. Que por lo más santo, que es el señor quien se los manda.
—Mentira —Doña Lucrecia sentía un cansancio de siglos. ¿Se iba a desmayar? Qué ganas de irse a la cama, de cerrar los ojos, de dormir una semana seguida—. Se vendió solo, con lo de la máscara y la gracia del espejito.
Justiniana se acercó y le habló casi en secreto.
—¿Está segura que no le leyó ese anónimo? ¿Que no le contó lo de la máscara? Fonchito es una ardilla de sabido, señora. ¿Cree que se habría dejado chapar tan tontamente?
—Nunca le leí esa carta, nunca le hablé de la máscara —afirmó doña Lucrecia. Pero, en ese mismo instante, dudó.
¿No lo había hecho? ¿Ayer, anteayer? Tenía la cabeza tan revuelta estos días; desde esa cascada de anónimos andaba extraviada en un bosque de conjeturas, divagaciones, sospechas, fantasías. ¿No podía ser que sí? ¿Que le hubiera contado, mencionado, incluso leído, esa peregrina instrucción de que posara desnuda, con medias y una máscara de fiera, ante un espejo? Si lo hubiera hecho, habría cometido una gran injusticia, insultándolo y golpeándolo.
—Estoy harta —murmuró, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas—. Harta, Justita, harta. A lo mejor se lo conté y se me olvidó. Ya no sé dónde tengo la cabeza. Tal vez. Quisiera irme de esta ciudad, de este país. Donde nadie me conozca. Lejos de Rigoberto y de Fonchito. Por culpa de ese par he caído en un pozo y nunca podré salir al aire libre.
—No se ponga triste, señora —Justiniana le puso la mano en el hombro, le acarició la frente—. No se amargue. Además, no se preocupe. Hay una manera, facilísima, de saber si es Fonchito o don Rigoberto el que le escribe esas huachaferías.
Doña Lucrecia levantó la vista. La empleada tenía los ojos llenos de chispas.
—Claro, pues, señora —hablaba con las manos, los ojos, los labios, los dientes—. ¿No le da esa cita, en la última? Ya está. Vaya donde le dice, haga lo que le pide.
—¿Se te ocurre que voy a hacer esas payasadas de peliculón mexicano? —fingió que se escandalizaba doña Lucrecia.
—Y así sabrá quién es el autor de los anónimos —concluyó Justiniana—. Yo la acompaño, si quiere. Para que no se sienta sola. Y porque también me muero de curiosidad, señora. ¿El hijito o el papito? ¿Cuál será?
Se rió con el descaro y la gracia con que solía hacerlo y doña Lucrecia terminó sonriendo también. Después de todo, tal vez esta loca tuviera razón. Si iba a la truculenta cita, se sacaría el clavo, por fin.
—No se presentará, me meterá el dedo a la boca una vez más —argumentó, sin mucha fuerza, sabiendo en su fuero íntimo que estaba decidida. Iría, haría todas las payasadas que el papito o el hijito le pedían. Seguiría jugando el juego que, queriendo o no queriendo, jugaba también desde hacía tiempo.
—¿Quiere que le prepare un bañito de agua tibia, con sales, para que se le pase el colerón? —Justiniana estaba animadísima.
Doña Lucrecia asintió. Maldita sea, ahora tenía la sensación de haberse apresurado, de haber cometido una tremenda injusticia con el pobre Fonchito.
CARTA AL LECTOR DE «PLAYBOY» O TRATADO MÍNIMO DE ESTÉTICA
Siendo el erotismo la humanización inteligente y sensible del amor físico, y, la pornografía, su abaratamiento y degradación, yo lo acuso a usted, lector de Playboy o Penthouse, frecuentador de antros que exhiben films porno duro y de sex shops donde se adquieren vibradores eléctricos, consoladores de caucho y condones con crestas de gallo o mitras arzobispales, de contribuir al regreso veloz hacia la mera cópula animal del atributo más eficaz concedido al hombre y a la mujer para asemejarse a los dioses (paganos, por supuesto, que no eran castos ni remilgados en cuestiones sexuales como el que sabemos).
Usted delinque abiertamente, cada mes, renunciando a ejercer su propia imaginación, atizada por el fuego de sus deseos, cediendo a la tara municipal de permitir que sus pulsiones más sutiles, las del apetito carnal, sean embridadas por productos manufacturados de manera clónica, que, aparentando satisfacer las urgencias sexuales, las subyugan, aguándolas, señalizándolas y constriñéndolas dentro de caricaturas que vulgarizan el sexo, lo despojan de originalidad, misterio y belleza, y lo tornan mascarada, cuando no innoble afrenta al buen gusto. Para que sepa con quién tiene que vérselas, quizás le aclare mi pensamiento saber que (monógamo como soy, aunque benevolente con el adulterio) tengo por mentes más apetecibles de codicias eróticas a la difunta y respetabilísima estadista de Israel doña Golda Meier o a la austera señora Margaret Thatcher del Reino Unido, a quien nunca se le movió un cabello mientras fue Primera Ministra, que a cualquiera de esas muñecas alcanforadas, de tetas infladas por la silicona, pubis escarmenados y teñidos que parecen canjeables, una misma impostura multiplicada por una horma única, que, para que el ridículo complemente a la estupidez, aparecen en esa enemiga de Eros que es Playboy, a página desplegada y con orejas y cola de peluche ostentando el cetro de «La conejita del mes».
Mi odio a Playboy, Penthouse y congéneres no es gratuito. Ese espécimen de revista es un símbolo del encanallamiento del sexo, de la desaparición de los hermosos tabúes que solían rodearlo y gracias a los cuales el espíritu humano podía rebelarse, ejercitando la libertad individual, afirmando la personalidad singular de cada cual, y crearse poco a poco el individuo soberano en la elaboración, secreta y discreta, de rituales, conductas, imágenes, cultos, fantasías, ceremonias, que, ennobleciendo éticamente y confiriendo categoría estética al acto del amor, lo desanimalizaran progresivamente hasta convertirlo en acto creativo. Un acto gracias al cual, en la reservada intimidad de las alcobas, un hombre y una mujer (cito la fórmula ortodoxa, pero, claro, podría tratarse de un caballero y una palmípeda, de dos mujeres, de dos o tres hombres, y de todas las combinaciones imaginables siempre que el elenco no supere el trío o, concesión máxima, los dos pares) podían emular por unas horas a Hornero, Fidias, Botticelli o Beethoven. Sé que usted no me entiende, pero no importa; si me entendiera, no sería tan imbécil de sincronizar sus erecciones y orgasmos con el reloj (¿de oro macizo e impermeabilizado, seguramente?) de un señor llamado Hugh Heffner.
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