Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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—Hola, Justita —saludó el niño a la muchacha, que entraba a la salita comedor de punta en blanco, el guardapolvo almidonado, con la bandeja del té y los infaltables chancays tostados con mantequilla y mermelada—. No te vayas, quiero mostrarte algo. ¿Qué ves aquí?
—Qué va a ser, otra de las cochinadas que te gustan tanto —Justiniana posó los movedizos ojos un buen rato en el libro—. Un descarado que se baña en agua rica viendo a dos chicas calatas, con medias y sombrero, luciéndose para él.
—Eso parece ¿no es cierto? —exclamó Fonchito, con aire de triunfo. Le alcanzó el libro a doña Lucrecia, para que examinara la reproducción a toda página—. No son dos modelos, es una sola. ¿Por qué se ven dos, una de frente y otra de espalda? ¡Por el espejo! ¿Captas, madrastra? El título lo explica todo.
Schiele pintando una modelo desnuda delante del espejo (1910) (Graphische Sammlung Albertina, Viena) leyó doña Lucrecia. Mientras lo examinaba, intrigada por algo que no sabía qué era, salvo que no estaba en el cuadro mismo, una presencia, o más bien una ausencia, oía a medias a Fonchito, ya en ese estado de excitación progresiva al que lo llevaba siempre hablar de Schiele. Le explicaba a Justiniana que el espejo «está donde estamos nosotros, los que vemos el cuadro». Y que, la modelo vista de frente no era la de carne y hueso, sino la imagen del espejo, en tanto que sí eran reales, no reflejos, el pintor y la misma modelo vista de espaldas. Lo que quería decir que, Egon Schiele, había empezado a pintar a Moa de espaldas, frente al espejo, pero, luego, atraído por la parte de ella que no veía directamente sino proyectada, decidió pintarla también así. Con lo cual, gracias al espejo, pintó dos Moas, que, en verdad, eran una: la Moa completa, la Moa con sus dos mitades, esa Moa que nadie podría mirar en la realidad porque «nosotros sólo vemos lo que tenemos delante, no la parte de atrás de ese delante». ¿Comprendía por qué era tan importante ese espejo para Egon Schiele?
—¿No cree que le está fallando la azotea, señora? —exageró Justiniana, tocándose la sien.
—Hace rato —asintió doña Lucrecia. Y, encadenando, a Fonchito—: ¿Quién era esa Moa?
Una tahitiana. Llegó a Viena y se puso a vivir con un pintor, que era, también, un mimo y un loco: Erwin Dominik Ose. El niño se apresuró a pasar las páginas y a mostrar a doña Lucrecia y Justiniana varias reproducciones de la tahitiana Moa, bailando, envuelta en túnicas multicolores por cuyos pliegues asomaban sus menudos pechos de enhiestos pezones y, como dos arañas agazapadas bajo sus brazos, las matitas de las axilas. Bailaba en los cabarets, era musa de poetas y pintores, y, además de posar para Egon, también había sido su amante.
—Eso, lo adiviné desde el principio —comentó Justiniana—. El bandido se acostaba siempre con sus modelos después de pintarlas, ya sabemos.
—A veces, antes, y, a veces, mientras las pintaba —aseguró Fonchito, con tranquilidad, aprobando—. Aunque, no con todas. En su Carnet de 1918, su último año, aparecen 117 visitas de modelos a su estudio. ¿Podía acostarse con tantas, en tan poco tiempo?
—Ni volviéndose tuberculoso —se festejó Justiniana—. ¿Murió de los pulmones?
—Murió de la gripe española, a los 28 años —La aclaró Fonchito—. Así me voy a morir yo también, por si no lo sabes.
—No digas eso ni jugando, que trae mala suerte —lo riñó la muchacha.
—Pero, aquí hay algo que no encaja —los interrumpió doña Lucrecia.
Había arrebatado al niño el libro de reproducciones y volvía a repasar, con atención, ese dibujo sobre fondo sepia, de precisas líneas delgadas, del pintor con la modelo duplicada («¿o, mejor, escindida?») por el espejo, en el que, a los ojos reconcentrados, casi hostiles, de Schiele, parecían responder los melancólicos, sedosos y chispeantes de Moa, bailarina de azuladas pestañas. A la señora Lucrecia la inquietaba algo que acababa de identificar. Ah, sí, el sombrero entrevisto de espaldas. Salvo ese detalle, en todo lo demás las dos partes de la delicada, quebrada, sensual silueta de la tahitiana con vellos como arañas en el pubis y en los brazos, se correspondían a la perfección; una vez advertida la presencia del espejo, se reconocían las dos mitades de la misma persona en las dos figuras que observaba el dibujante. En cambio, en el sombrero, no. La de espaldas llevaba en la cabeza algo que, desde esa perspectiva, no parecía un sombrero, sino algo incierto, inquietante, una especie de capuchón, y, hasta, hasta, una cabeza de fiera. Eso, una especie de tigre. Nada, en todo caso, que se pareciera al coqueto sombrerito femenino, gracioso, que adornaba la carita de la Moa vista de frente.
—Qué curioso —repitió la madrastra—. Visto de espaldas, ese sombrero se vuelve una máscara. La cabeza de una fiera.
—¿Como ésa que mi papá te pide que te pongas ante el espejo, madrastra?
A doña Lucrecia se le congeló la sonrisa. De golpe, comprendió la razón del difuso malestar que la había invadido desde que el niño le mostró Schiele pintando una modelo demuda frente al espejo.
—¿Qué le pasa, señora? —la atendió Justiniana—. Qué pálida se ha puesto.
—Entonces, eres tú —balbuceó ella, mirando incrédula a Fonchito—. Los anónimos me los mandas tú, pedazo de farsante.
Era él, claro que sí. Estaba en el penúltimo o el antepenúltimo. No necesitaba ir a buscarlo, la frase revivía con puntos y comas en su memoria: «Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia tigresa o leona. Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más provocativa. Yo te estaré mirando, sentadito en mi silla, con la reverencia acostumbrada». ¿No era lo que estaba viendo? ¡El maldito mocoso jugaba con ella a su gusto! Cogió el libro de reproducciones y, ciega de rabia, se lo lanzó a Fonchito. El niño no alcanzó a esquivarlo. Recibió el libro en plena cara, con un grito, al que siguió otro, de la asustada Justiniana. Por efecto del impacto, cayó de espaldas sobre la alfombra, cogiéndose la cara y desde el suelo se quedó mirándola, desorbitado. Doña Lucrecia no pensó que había hecho mal dejándose ganar por la cólera. Esta la dominaba demasiado para arrepentirse. Mientras la muchacha lo ayudaba a incorporarse, fuera de sí, siguió gritando:
—Mentiroso, hipócrita, mosquita muerta. ¿Crees que tienes derecho a jugar así conmigo, siendo yo una vieja y tú un mocoso que no acaba de salir del cascarón?
—Qué te pasa, qué te he hecho —balbuceaba Fonchito, tratando de zafarse de los brazos de Justita.
—Cálmese, señora, le ha hecho daño, mire, está sangrando de la nariz —decía Justiniana—. Tú, estáte quieto, Foncho, déjame ver.
—Cómo que qué me has hecho, comediante —lo reñía doña Lucrecia, más furiosa—. ¿Te parece poco? ¿Escribirme anónimos? ¿Hacerme la pantomima de que eran de tu papá?
—Pero, si yo no te he mandado ningún anónimo —protestaba el niño, mientras la empleada, de rodillas, le limpiaba la sangre de la nariz con una servilleta de papel: «No te muevas, no te muevas, te estás manchando todito».
—Te ha delatado tu maldito espejo, tu maldito Egon Schiele —gritó todavía doña Lucrecia—. ¿Te creías muy vivo, no? No lo eres, tonto. ¿Cómo sabes que me pedía eso, que me pusiera una máscara de fiera?
—Tú me lo contaste, madrastra —comenzó a tartamudear Fonchito, pero calló al ver que doña Lucrecia se ponía de pie. Se protegió la cara con las dos manos, como si ella fuera a pegarle.
—Nunca te hablé de esa máscara, mentiroso —estalló la madrastra, iracunda—. Te voy a traer ese anónimo, te lo voy a leer. Te lo vas a tragar y me vas a pedir perdón. No te dejaré poner nunca más los pies en esta casa. ¿Lo oyes? ¡Nunca más!
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