Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—¿Qué quiere decir, reconstruidos? —se atrevió a preguntar, luego de un largo paréntesis de desconcierto.

—Que tuvo cáncer y que se los sacaron —lo informó doña Lucrecia, con brutalidad quirúrgica—. Luego, poco a poco, se los reconstruyeron, en la Clínica Mayo de Nueva York. Seis intervenciones. ¿Te das cuenta? Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. A lo largo de tres años. Pero, se los dejaron más perfectos que antes. Hasta le rehicieron los pezones, con arruguitas y todo. Idénticos. Te lo puedo decir, porque se los vi. Porque se los toqué. ¿No te importa, no, amor mío?

—Por supuesto que no —se apresuró a responder don Rigoberto. Pero, su prisa lo traicionó, y, también, el cambio de coloratura, resonancias e implicaciones de su voz—. ¿Podrías decirme cuándo? ¿Dónde?

—¿Cuándo se los vi? —lo atascó, con sabiduría profesional, doña Lucrecia—. ¿Dónde se los toqué?

—Sí, sí —imploró él, ya sin guardar las formas—. Siempre que quieras. Sólo lo que te parezca que puedes contarme, por supuesto.

«¡Por supuesto!», dio un respingo don Rigoberto. Lo entendía. No era ese pecho emblemático, ni la negrura esencial del narrador de La vida breve; era la astuta manera que Juan María Brausen había encontrado de salvarse, lo que provocó la súbita resurrección, el regreso del Zorro, Tarzán o d'Artagnan, después de diez años. ¡Por supuesto! ¡Bendito Onetti! Sonrió, aliviado, casi contento. El recuerdo no comparecía para hundirlo, más bien para ayudarlo, o, como decía Brausen calificando a su afiebrada imaginación, para salvarlo. ¿No lo decía así, cuando se trasponía él mismo del Buenos Aires real a la Santa María inventada, fantaseado en el médico corrupto, Díaz Grey, que por dinero inyectaba morfina a la misteriosa Elena Sala? ¿No decía que esa transposición, esa muda, esa elucubración, ese recurso a lo ficticio, lo salvaba? Aquí estaba, anotado en su cuaderno: «Una caja china. En la ficción de Onetti, su personaje inventado, Brausen, inventa una ficción en la que hay un médico calcado de él, Díaz Grey, y una mujer calcada de Gertrudis (aunque con sus pechos enteros todavía), Elena Sala, y esa ficción es más que el argumento de cine que le ha pedido Julio Stein: es su manera de defenderse de la realidad enfrentándole el sueño, de aniquilar la horrible verdad de la vida con la hermosa mentira de la ficción». Estaba gozoso y exaltado con su descubrimiento. Se sentía Brausen, se sentía redimido, a salvo, cuando, otra cita de su cuaderno, al pie de las de La vida breve, lo preocupó. Era un verso de If , el poema de Kipling:

Ifyou can dreamand not

make dreams your master

Una oportuna advertencia. ¿Seguía siendo dueño de sus sueños, o éstos lo gobernaban ya, por abusar tanto de ellos desde su separación de Lucrecia?

—Nos hicimos amigas desde aquella comida en la embajada francesa —le contaba su mujer—. Me invitó a su casa, a tomar un baño de vapor. Una costumbre muy extendida en los países árabes, parece. Los baños de vapor. No son lo mismo que el sauna, que es baño seco. Se han hecho construir un hammam al fondo del jardín, en la residencia de Orrantia.

Don Rigoberto seguía hojeando, atolondrado, las páginas de su cuaderno, pero ya no estaba totalmente allí; ya estaba, también, en aquel tupido jardín de floripondios, laureles de flores blancas y rosadas y un intenso perfume de la madreselva que se enredaba en las columnas que sostenían el techo de una terraza. Espiaba, encandilado, a las dos mujeres —Lucrecia, con un floreado vestido de primavera y unas sandalias que dejaban al descubierto sus entalcados pies, y la embajadora de Argelia en una túnica de seda de delicados colores que la luminosa mañana tornasolaba— avanzando entre matas de geranios rojos, crotos verdes y amarillos y un césped cuidadosamente recortado, hacia la construcción de madera medio cubierta por las ramas frondosas de un ficus. «El hamman, el baño de vapor», se dijo, sintiendo su corazón. Veía a las dos mujeres de espaldas y admiraba lo parecido de sus formas, las anchas, desacomplejadas nalgas moviéndose a compás, las airosas espaldas, el quiebre de las caderas al andar que dibujaba pliegues en sus ropas. Iban del brazo, amigas cordialísimas, llevaban toallas en las manos. «Estoy allí, salvándome, y estoy en mi escritorio, pensó, como Juan María Brausen en su departamentito de Buenos Aires, desdoblándose en el cafiche Arce que explota a su vecina Queca y que se salva desdoblándose en el doctor Díaz Grey, de la inexistente Santa María.» Pero, se distrajo de las dos mujeres porque, al volver una página de su cuaderno, se dio con otra cita robada de La vida breve: «Usted nombró plenipotenciarios a sus pechos».

«Esta es la noche de los pechos», se enterneció. «¿Seremos Brausen y yo nada más que un par de esquizofrénicos?» No le importaba en absoluto. Había cerrado los ojos y veía a las dos amigas desnudándose sin remilgos, con desenvoltura, como si hubieran celebrado este ritual muchas veces, en la pequeña antesala enmaderada de la cámara de vapor. Colocaban las ropas en unos ganchos y se envolvían en las amplias toallas, conversando animadamente sobre algo que don Rigoberto no entendía ni quería entender. Ahora, empujando una puertita de madera sin cerradura, pasaban a la pequeña cámara saturada de nubéculas de vapor. Sintió una bocanada de calor húmedo en la cara, que se le mojaba el pijama y se le pegaba al cuerpo en la espalda, el pecho y las piernas. El vapor se le metía dentro del cuerpo por las narices, la boca, los ojos, con un perfume que se parecía al pino, al sándalo, a la menta. Temblaba, atemorizado de que las amigas lo descubrieran. Pero, ellas no le prestaban la menor atención, como si no estuviera allí o fuera invisible.

—No creas que usaron nada artificial, silicona o alguna de esas porquerías —le aclaró doña Lucrecia—. Nada de eso. Se los reconstruyeron con piel y carne de su propio cuerpo. Sacándole un pedacito de estómago, otro de nalga, otro de muslo. Sin dejarle la menor huella de nada. Quedó regia, regia, te lo juro.

Era cierto, lo estaba comprobando. Se habían quitado las toallas y sentado muy juntas por la falta de espacio, en una tarima de barras de madera adosada a la pared. Don Rigoberto contempló los dos cuerpos desnudos a través de los ondulantes movimientos de las nubéculas calientes de vapor. Era mejor que El baño turco de Ingres, pues, en ese cuadro, el amontonamiento de desnudos descontrolaba la atención —«la maldición colectivista», blasfemó— en tanto que, aquí, su percepción podía focalizarse, abarcar de una mirada a las dos amigas, escrutarlas sin perder el más mínimo de sus gestos, poseerlas en una visión integral. Además, en El baño turco, los cuerpos estaban secos y aquí, en pocos segundos, doña Lucrecia y la embajadora tenían ya las pieles cubiertas de gotitas brillantes de transpiración. «Qué bellas son», pensó, emocionado. «Juntas, más todavía, como si la belleza de una potenciara la de la otra.»

—No le dejaron ni la sombra de una cicatriz —insistía doña Lucrecia—. Ni en la barriga, ni en la nalga, ni en el muslo. Y, mucho menos, en los pechos que le fabricaron. De no creérselo, amor.

Don Rigoberto lo creía a pie juntillas. ¿Cómo no, si estaba viendo a esas dos perfecciones tan de cerca que, si estiraba su mano, las tocaba? («Ay, ay», se compadeció). El cuerpo de su mujer era más blanco y el de la embajadora más moreno, como crecido y formado a la intemperie; la cabellera de Lucrecia lacia y negra en tanto que la de su amiga crespa y rojiza, pero, pese a aquellas diferencias, se parecían en su desprecio a la moda moderna de la delgadez y el estilo lanceolado, en su renacentista suntuosidad, en su espléndida abundancia de tetas, muslos, nalgas y brazos, en esas magníficas redondeces que —no necesitaba acariciarlas para saberlo— eran firmes, duras y tirantes, prensadas como si las modelaran invisibles corpiños, fajas, ligas, sujetadores. «El modelo clásico, la gran tradición», lo celebró.

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