Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando me canso de jugar al anofeles, te destapo los pies y soplo una corriente de aire frío que te entumece los huesos. Te pones a temblar, te encoges, jalas la frazada, te chocan los dientes, te tapas con la almohada y hasta te vienen unos estornudos que no son los de tu alergia.

Entonces, me vuelvo un calorcito piurano, amazónico, que te empapa de sudor de pies a cabeza. Pareces un pollito mojado, pateando las sábanas al suelo, arranchándote la camisa y el pantalón del pijama. Hasta que te quedas calatito, sudando, sudando y acezando como un fuelle.

Después, me vuelvo una pluma y te hago cosquillas, en la planta de los pies, en la oreja, en las axilas. Ji ji, ja ja, jo jo, te ríes sin despertar, haciendo muecas desesperadas y moviéndote, a la derecha, a la izquierda, para que se vayan los calambritos de la carcajada. Hasta que, por fin, te despiertas, asustado, sin verme, pero sintiendo que alguien ronda por la oscuridad.

Cuando te levantas para ir a tu escritorio, a entretenerte con tus grabados, te pongo trampas en el camino. Muevo sillas y adornos y mesas de su sitio, para que te tropieces y grites «¡Ayayayyy!», frotándote las espinillas. A veces, te escondo la bata, las zapatillas. A veces, te derramo el vaso de agua que colocas en el velador para tomártelo al despertar. ¡Cómo te enojas cuando abres los ojos y tanteas buscándolo y descubres que está en medio de un charco, en el suelo! Así nos jugamos con nuestros amores, nosotras.

Tuya, tuya, tuya, La fantasmita enamorada

VIII. FIERA EN EL ESPEJO

«Anoche me fui», se le escapó a doña Lucrecia. Antes de darse cuenta cabal de lo que había dicho, escuchó a Fonchito: «¿Adonde, madrastra?». Enrojeció hasta la raíz de los cabellos, comida por la vergüenza.

—No pude pegar los ojos, quise decir— mintió, porque hacía tiempo que no había tenido un sueño tan profundo, aunque, eso sí, removido por las turbulencias del deseo y los fantasmas del amor—. Con la fatiga, ni sé lo que hablo.

El chiquillo había vuelto a concentrarse en esa página del libro sobre el pintor de sus amores, en la que se veía una fotografía de Egon Schiele mirándose en el gran espejo de su estudio. Lo reproducía de cuerpo entero, con las manos en los bolsillos, los cortos cabellos alborotados, la esbelta silueta juvenil embutida en una camisa blanca de cuello postizo, con corbata pero sin chaqueta, y las manos, escondidas por supuesto, en los bolsillos de un pantalón que parecía remangado para vadear un río. Desde que llegó, Fonchito no había hecho más que hablar de aquel espejo, tratando una y otra vez de que entablaran conversación sobre esa foto; pero, doña Lucrecia, absorta en sus pensamientos, presa aún de la exaltación confusa, las dudas y esperanzas en que la tenía sumida desde ayer el sorprendente desarrollo de su anónima correspondencia, no le había prestado atención. Miró la cabeza de dorados bucles de Fonchito y divisó su perfil, el grave escrutinio a que sometía esa fotografía, como si quisiera arrancarle algún secreto. «No se ha dado cuenta, no entendió.» Aunque, con él, nunca se sabía. A lo mejor había entendido muy bien y disimulaba, para no aumentar su embarazo.

¿O, para el niño, «irse» no quería decir lo mismo? Recordó que, tiempo atrás, ella y Rigoberto habían tenido una de esas conversaciones escabrosas que el secreto código que gobernaba sus vidas sólo permitía en las noches y en la cama, en los prolegómenos, durante o a los postres del amor. Su marido le había asegurado que la nueva generación ya no decía «irse» sino «venirse», lo que graneaba, también en el delicado territorio venusino, la influencia del inglés, pues los gringos y las gringas cuando hacían el amor «se venían» (to come) y no se iban, como los latinos, a ninguna parte. Fuera como fuera, doña Lucrecia se había ido, venido o terminado (éste era el verbo que adoptaron ella y don Rigoberto los diez años de matrimonio, después de acordar que jamás se referirían a ese hermoso final del cuerpo a cuerpo erótico con el incivil y clínico «orgasmo» y menos aún con la lluviosa y beligerante «eyaculación») la noche anterior, gozando intensamente, con un placer extremado, casi doloroso —se había despertado bañada en sudor, los dientes entrechocándose, las manos y los pies convulsos— soñando que había acudido a la misteriosa cita del anónimo, cumpliendo con todas las extravagantes instrucciones, al cabo de lo cual, luego de rocambolescos desplazamientos por las calles oscuras del centro y los suburbios de Lima, había sido —con los ojos vendados, desde luego— ingresada a una casa cuyo olor reconoció, subida por unas escaleras a una segunda planta —que tuvo la seguridad desde el primer momento que era la casa de Barranco—, desnudada y tumbada en una cama que identificó asimismo como la suya de siempre, hasta que se sintió ceñida, abrazada, invadida y colmada por un cuerpo que, por supuesto, era el de Rigoberto. Habían terminado —ídose o venídose— juntos, algo que no les ocurría con frecuencia. A ambos les había parecido un buen signo, un augurio feliz para la nueva etapa que se abría luego de la abracadabrante amistada. Entonces, se despertó, húmeda, lánguida, confusa, y debió luchar un buen rato para aceptar que aquella intensa felicidad sólo había sido un sueño.

—Ese espejo se lo regaló a Schiele su mamá —la voz de Fonchito la volvió a su casa, a la grisácea San Isidro, a los gritos de los chiquillos que pateaban pelota en el Olivar; el niño tenía la cara vuelta hacia ella—. Él le rogó y le rogó que se lo regalara. Algunos dicen que se lo robó. Que tanto se moría por tenerlo, que, un día, fue a la casa de su madre y se lo sacó a la mala. Y que ella se resignó y lo dejó en su estudio. El primero que tuvo. Lo conservó siempre, se mudó con ese espejo a todos sus talleres, hasta su muerte.

—¿Por qué es tan importante ese espejo? —Doña Lucrecia hizo un esfuerzo por interesarse—. El era un Narciso, ya lo sabemos. Esa foto lo pinta enterito. Contemplándose, enamorado de sí mismo, poniendo cara de víctima. Para que el mundo lo quisiera y lo admirara, como se quería y admiraba él.

Fonchito soltó la carcajada.

—¡Qué imaginación, madrastra! —exclamó—. Por eso me gusta hablar contigo; se te ocurren cosas, igual que a mí. De todo sacas una historia. Nos parecemos ¿no es cierto? Contigo, yo no me aburro nunca.

—Y yo tampoco contigo —le mandó ella un beso volado—. Ya te di mi opinión, ahora dame la tuya. ¿Por qué te interesa tanto?

—Me sueño con ese espejo —confesó Fonchito. Y, con una sonrisita mefistofélica, agregó—: A Egon le importaba muchísimo. ¿Cómo crees que pintó su centenar de autorretratos? Gracias a ese espejo. Le sirvió también para pintar a sus modelos, reflejadas en él. No era un capricho. Era que, era que…

Hizo una mueca, buscando, pero doña Lucrecia adivinó que no eran palabras lo que le faltaba, sino precisar una idea todavía inconcreta, gestándose aún en esa cabecita precoz. La pasión del niño por ese pintor, ahora estaba segura, era patológica. Pero, tal vez, por eso mismo, podía determinar también para Fonchito un futuro excepcional, de creador excéntrico, de artista extravagante. Si iba a la cita y se reunía con Rigoberto, se lo comentaría. «¿Te gusta la idea de tener un hijo genial y neurótico?» Y le preguntaría si no había un riesgo para la salud psíquica del niño en que se identificara de esa manera con un pintor de inclinaciones tan retorcidas como Egon Schiele. Pero, entonces, Rigoberto le respondería: «¿Cómo? ¿Has estado viendo a Fonchito? ¿Mientras estábamos separados? ¿Mientras yo te escribía cartas de amor, olvidando lo ocurrido, perdonando lo ocurrido, tú lo recibías a escondidas? ¿Al niñito que corrompiste, metiéndolo a tu cama?». «Dios mío, Dios mío, me he vuelto una idiota perdida», pensó doña Lucrecia. Si iba a esa cita, lo único que no podía hacer era mencionar una sola vez el nombre de Alfonso.

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